Angela Merkel, el Pato Donald (Trump) y el cambio de época

En días pasados, Angela Merkel ha sorprendido al mundo con una improvisa, cuanto imprevista, apertura a la emergencia de los migrantes sirios varados en tierras húngaras a la luz de su posición frente a la crisis griega.

De esto sabemos algo en este lado del Atlántico: los movimientos migratorios desde el Caribe, el Centro y Sur América hacia Estados Unidos dejan un camino de esperanza, dolor fatiga y muerte a lo largo de todo el continente.

La emergencia migratoria del norte de África y desde Siria, en general, ha puesto en evidencia cuánto la bandera de la tolerancia que Europa acostumbra exponer al viento para batallas relativas a género y matrimonio, que no cuestan nada en términos de sacrificio personal, resulta ser una cobija bastante corta cuando se trata de abrir las puertas a quienes buscan un posibilidad de vida para sí y para su familia, ya sea por que fueron desplazados por el hambre, la guerra o por el simple ejercicio del derecho a tener un futuro mejor y desplegar la propia capacidad de emprender y crecer. Para decirlo de otro modo, al parecer valen la pena ciertas batallas sólo por el hecho de que no nos hacen penar, pero, si de penar se trata, ya no valen.

Los 28 países miembros de la Unión Europea tampoco en este caso dieron muestra de unidad y capacidad de consenso, aunque Alemania y Austria mostraron que la Vieja Europa puede ser capaz de decisiones que interesan al hombre real, necesitado de la mano extendida del rescatista en medio del mediterráneo o de la puerta abierta de una casa para encontrar cobijo, alimento y protección: es decir se necesita que la esperanza no se limite a una discusión parlamentaria (o a un artículo en un blog), sino que sea un hecho en el presente, tangible, por que el dolor si es tal, es necesariamente tangible.

En pocos días asistimos a las imágenes del rescatista que sostiene entre sus brazos el cuerpo exánime de un niño después un naufragio, al agente fronterizo que fraterniza con otro niño sonriente a su ingreso en tierra alemana.

Vale la pena observar cómo los países del ex Pacto de Varsovia, como Polonia y Hungría, que fueron de los más beneficiados por su integración a la Unión, mostraron un rotundo rechazo a la acogida de los prófugos. La aceptación del otro está en directa relación con la fortaleza de la propia identidad, el rechazo es síntoma de una peligrosa fragilidad interna; el otro es un bien para uno mismo, pero el otro es tal en cuanto distinto de mí y es posible amarlo sólo cuando sé quién soy y sé de quién de soy.

Algo análogo a esto es posible verlo también en la campaña de Donald Trump: monta el miedo al migrante y al indocumentado para atraer consensos de una parte de la sociedad insegura y olvidadiza de que Norteamérica es tierra de migrantes y que su bienestar se apoya en gran medida sobre los hombros de quienes siguen inyectando la savia vital de la esperanza en su país.

Esta emergencia migratoria abre nuevas puertas en la “vieja” Europa cuando en la “joven” América, Donald Trump, pregona su exacto contrario con la expulsión de indocumentados, recogiendo además importantes consensos al interior de la bancada conservadora de Estados Unidos, rejuveneciendo una y mostrando algunas arrugas de la otra detrás del maquillaje.

El rejuvenecimiento de Europa no es teórico, las migraciones mantienen la edad promedio en términos aceptables y la natalidad un poco por encima del punto cero. El Papa Francisco en varias ocasiones ha indicado cómo las distintas crisis a las que estamos asistiendo –y el problema migratorio es una de estas– no denotan simplemente algunos cambios que suponen un reajuste al interior de los esquemas vigentes, sino que indican que nos encontramos ante el explicitarse de nuevos paradigmas que nos obligan a una profunda reflexión acerca de la naturaleza de nuestra época, la que llamamos “posmoderna”, cuyos cambios están desplegando una realidad imposible de describirse con las categoría vigentes hasta hace pocas décadas.

Pensar en los términos “Modernidad”, “Posmodernidad”, como acuñados por corrientes de pensamiento que han impulsado la historia es reducido, existe una relación bidireccional entre los acontecimientos históricos y la reflexión que suscitan; la historia es un entramado de personas y de hechos en constante relación.

Desde esta óptica me pregunto si los paradigmas de liberalidad e individualismo que han abierto a la época que nos estamos todavía acostumbrando a llamar “Posmodernidad”, la describen plenamente, o si la Posmodernidad misma aún no ha mostrado su potencial. Por ejemplo, es necesario preguntarnos hacia dónde nos lleva la tecnología, si es fuente de progreso autónomo y si constituye por sí sola un factor de promoción humana y crecimiento para todos, o si levanta también muros entre personas tal como lo hicieron las máquinas de la revolución industrial al mismo tiempo que abrieron oportunidades impensables en términos de progreso y de una distribución más equitativa de la riqueza y del bienestar, por lo menos en Norteamérica y Europa.

En línea con los supuestos posmodernos, es un desafío interesante darse cuenta que es posible que nuestro pensamiento sea “débil” no por impotencia en el conocimiento de la verdad, sino por que la verdad lo rebasa constantemente y lo invita a no desistir del camino, lo atrae y lo seduce; que la singularidad e insustituibilidad del individuo a la vez que lo exalta, también lo responsabiliza en lo particular y en lo global y que entre estos dos extremos se establece una tensión polar que lo impulsa hacia delante.

La emergencia migratoria que asume dimensiones planetarias vuelve así a poner el acento sobre la singularidad de la persona y la respuesta a la misma se podrá encontrar a nivel macro si, y sólo si, pasa a través de la singularidad del individuo, del que sufre y del que socorre, de la familia alemana que acoge un sirio, de la parroquia que acepta la invitación del Papa a recibir una familia y a sostenerla en su inserción.

Contra factum no valet illatio: la mejor respuesta política al millonario Trump no se da en el plano del debate, sino que su misma posición es contestada por el hombre real. Es decir, que se contesta a través de la multiplicación de “Patronas”, esas mujeres que en México asisten a los migrantes haciendo caso omiso del problema si “indocumentado” signifique ser “ilegal”. El derecho a desplazarse en nuestra casa común, propio de cada persona, es contestada “de facto” por los miles de migrantes que cruzan la frontera y que (¡por arte de magia!) encuentran trabajo.

Seguramente no es suficiente el esfuerzo del individuo pero la dinámica de la legitimación parte de la realidad concreta para ordenarse en el sistema legislativo y no viceversa. Es el caso de las distintas batallas sobre el aborto, la importancia fundamental de defender la vida desde su concepción hasta la muerte, no basta que se libere solamente en las cámaras legislativas, es necesario que sepamos mirar también la realidad de todos aquellos que toman la dirección contraria aceptando la vida y preocuparnos por impulsar el bien en lugar de desgastarnos solamente en combatir el mal.
Esto significa que el principio realista, por el que la realidad dicta las condiciones para su propio conocimiento, no se limita al ámbito de la epistemología sino que obliga a dar cuenta de cómo la realidad misma determina la actitud ante sí misma para que esta cumpla su función de conducirnos hacia su significado y hacia el significado de nosotros mismos, lo que es nuestra máxima tarea.

La aceptación de esta responsabilidad implica la aceptación de la otra persona, su acogida, es la posibilidad de experimentar que se gana más en dar que en recibir, tanto a nivel personal como gubernamental. Si no tuviera miedo a ser demasiado mojigato citaría la parábola del buen Samaritano que introdujo en occidente este juicio, así que, por cobarde, les propongo este texto de Fichte:

Para cumplir con nuestra misión (la realización plena de nosotros), para cumplirla de la mejor manera, requerimos de una capacidad que es posible adquirir y acrecentar sólo mediante la cultura, precisamente una capacidad de doble especie: aptitud para dar, eso es para actuar sobre los demás a la manera en que se actúa sobre seres libres, y capacidad para recibir, es decir, obtener el mayor provecho posible, de la acción de los demás sobre nosotros […] De manera particular debemos tratar de guardar esta última, aún cuando poseamos la primera en grado excelso, si no nos detenemos en el progreso y por lo mismo nos volvemos atrás. Raramente un individuo es tan perfecto que no pueda ser ulteriormente perfeccionado por cualquier otro hombre, en algún aspecto que a lo mejor le parecía de poca importancia o que se le había escapado. Conozco pocas ideas más sublimes, Señores, que la idea de esta influencia ejercida por la humanidad entera sobre sí misma a través de la obra de todos sus miembros, que este incesante acudimiento de la vida y que esta tensión hacia lo alto, que esta competencia incesante para dar y recibir lo más noble que se le haya dado al hombre, de este universal engranarse una en la otra de innumerables ruedas que tienen como motor la libertad, y finalmente de la bella armonía que deriva de todo esto.