El día de los cuatro Papas y un solo Concilio

El domingo 27 de abril será recordado como el día de los cuatro papas. Francisco canonizó a Juan XXIII y a Juan Pablo II, con la discreta presencia de Benedicto XVI. Un acontecimiento excepcional explicable solamente por el Concilio Vaticano II y la lógica de la santidad.

El Concilio, como bien sabemos, es el suceso más importante en la historia contemporánea de los católicos, cuyas consecuencias se han vivido mucho más allá de las fronteras de la Iglesia. Su cometido fue entablar el diálogo con el mundo, no solamente el occidental, recuperando lo mejor de la historia y la tradición católicas. Tres movimientos recurrentes explican su dinámica: volver a las fuentes, purificar el presente y dialogar con el mundo. Así, la Iglesia recuperó su estado natural, que es la reforma constante.

El Concilio, a pesar de la sorpresa, no salió de la nada. Fue el momento en que convergieron y tomaron cuerpo los movimientos de reforma en la teología, la liturgia, la pastoral y la relación con el mundo iniciados a finales del siglo XIX. Poca sorpresa, justo el tiempo de la vida de Juan XXIII, quien los vivió como profesor de historia eclesiástica, en la intensidad de la vida diplomática en Bulgaria, Turquía, Grecia y Francia, y como pastor en Venecia. Cuando fue elegido pontífice, al final de su vida, tenía la sabiduría y los arrestos necesarios para convocar al Concilio Vaticano II. Comprendía que el momento de las grandes definiciones había llegado. Fue un profeta en el más profundo sentido bíblico.

Juan Pablo II, a su vez, participó en el Concilio y lo vivió con gran arrojo en Polonia. Su aplicación era asunto urgente y abrió cauces pastorales de la mayor relevancia para resistir la persecución religiosa bajo la dictadura comunista. Después, como Papa, sacó el concilio de Europa —donde es fecha en que no logran articular su cabal recepción— y propuso al mundo sus líneas maestras en el diálogo cultural, interreligioso y ecuménico, sin por ello negociar la identidad católica. Su fuerte personalidad se conjugó con una valentía que, en ocasiones, rayaba en la temeridad.

Por su parte Joseph Ratzinger ya puede ser considerado el teólogo del Concilio quien, con aquella brillante generación de pastores y pensadores, lo articuló como propuesta desde una teología centrada en la persona. Fue su gran defensor frente al progresismo adolescente —ese que piensa que algo por ser nuevo debe ser bueno, según explicó Francisco—, pero sobre todo contra un tradicionalismo a ultranza, mezclado con turbios intereses, con quienes sostuvo grandes batallas, de manera especial durante su pontificado. Al ser elegido sucesor de Pedro su teología se integró al magisterio pontificio. La mejor explicación del Concilio nos la entregó en su memorable discurso a la curia del 22 de diciembre de 2005.

El Papa Francisco, en un solo movimiento, confirmó la obra de sus predecesores, expuso el sólido fundamento de su proceder y garantizó la continuidad del camino recorrido por la catolicidad desde hace más de un siglo. Este insólito acontecimiento implicó también, por así decirlo, la canonización del Concilio Vaticano II.

El lance de Francisco tiene más implicaciones. Juan XXIII y Juan Pablo II han sido el objeto de las críticas de tradicionalistas a ultranza y progresistas adolescentes, hasta hacer de cada uno el ícono de sus pequeñas guerras, Juan Pablo II de los “tradis” y Juan XXIII de los “progres”. Pero al hacerlo muestran lo limitado de su ideario y el tamaño de sus obsesiones. Olvidan que ambos fueron pontífices de la misma Iglesia y que ésta encuentra en la diversidad de sus carismas la razón de su riqueza y unidad. Fueron hombres de personalidades distintas, decididos y auténticos, entre los cuales hubo clara continuidad y unidad de propósito visible en la historia reciente de la Iglesia. Lo demás es gusto personal.

Fueron canonizados por el Papa Francisco no porque sean modelos de perfección, sino porque fueron pecadores. Quien les busque defectos y errores de palabra, obra y omisión los encontrará sin esforzarse mucho; pero al hacerlo equivocará el juicio. La santidad no es un estado de iluminación ética, ni se alcanza por el cumplimiento de un programa político. Es el camino de los pecadores que buscan honestamente a Dios. Un sendero siempre personal pero nunca privado, pues implica la comunión con la Iglesia, en servicio a la humanidad. Fueron hombres leales a sí mismos que vivieron a plenitud su camino en la fe, guiados por la razón, un poco a tientas, confiados en el Nazareno. Recorrieron su camino a Damasco y por eso serán declarados santos.

Pero esto no será el final de la historia. Queda pendiente la pronta beatificación de Paulo VI. Juan Bautista Montini fue quien llevó adelante el Concilio en su mayor parte por la muerte de Juan XXIII, para luego sufrir los crueles embates de los radicales de diversas posiciones ante los cuales jamás se arredró. Como la sorpresa es el estado natural de Francisco, no sería extraño que lo exentara del segundo milagro para inscribirlo en el libro de los santos, como hizo con Juan XXIII. Como simple laico opino que sería una decisión conforme a la voluntad de Dios, un gozo para la Iglesia y un acto de justicia. Su arrojo y su capacidad para enfrentar la adversidad fueron fundamentales para que el Concilio y la Iglesia encontraran un presente tan promisorio, como el que ahora vivimos bajo el pontificado de Francisco.

Jorge Traslosheros es investigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y miembro del Consejo del CISAV.

* Artículo publicado en Diario La Razón: http://ow.ly/wfKpX