El silencio y la memoria

Una vez cada cosa, sólo una vez. Una vez y nada más.
Y nosotros también una vez. Nunca más.
Pero ese haber sido una vez, aunque sólo una vez:
haber sido terrenales no parece revocable.
Y entonces nos forzamos, y queremos lograrlo,
queremos contenerlo en nuestras pobres manos,
la mirada colmada y el corazón sin voz.

-Rilke, de La novena elegía

Hemos de cuidarnos de hablar de más. No podemos ir por el mundo, como si nada, diciendo cosas tremendas sobre realidades tremendas. Como si hablar fuera poca cosa, como si las palabras no fueran lo que hace del mundo una casa. Más cuando se trata de asuntos como la memoria, el pasado, nuestros recuerdos o, incluso, nuestra propia identidad. Más silencio y menos ruido. En el silencio nos recogemos y ordenamos la existencia, damos morada a los sucesos del día, los integramos, los significamos. El ruido, en cambio, estalla y desordena. Es  básicamente desproporción.

El silencio suele conducirnos, como inevitablemente, a la memoria, hondura plena, abismo de abismos, que como cencerro permanente nos va diciendo quienes somos. En su novelita La ignorancia, Kundera dice que sería una maldición recordar absoluta y completamente todo lo que nos ha sucedido. Semejante vida no sería ya una vida humana. Dejar cosas en el pasado es muy sano. Pero también hay que notar que recriminamos a aquél que tergiversa, con su testimonio, los acontecimientos, a quien cuenta su propia versión, a quien es parcial en sus relatos. Sin embargo, tampoco tenemos de otra. Debemos asumir, de una vez por todas, que nuestra memoria es frágil. Fragilísima. Pequenísima. Del pasado, la memoria sólo es capaz de retener una pequeña parcela. Es selectiva y ambigua. ¿Por qué recuerda ella unas cosas y otras las entierra en el olvido? ¿Por qué, por ejemplo, si dos amigos viven lo mismo, lo recuerdan diferente? Condenados estamos, por ello, a la reconstrucción y a la recreación.

Es irresistible hablar aquí de Funes, aquel borgiano hombre que lo recordaba todo absolutamente y con una perfección inaudita. Era aquél que, con pensar las cosas una vez, las retenía para siempre. Funes proyectó, una día, un idioma que poseyera para cada cosa, para cada individuo, para cada singular y particular, un nombre propio. Al final, lo desechó por ser demasiado ambiguo. El personaje de Borges no recordaba solamente cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces en que la había recordado. Funes, en ese sentido, estaba eternamente condenado a la cárcel de la hipersingularidad, a la imposibilidad de pensar generalidades, a la carencia de una idea que uniera una cosa con otra, a la falta de unidad en su vida.

Por eso la desmemoria es una maravilla. No es que nos gocemos aquí en el olvido. No es del olvido de lo que estamos hablando. Un hombre entregado al olvido es un hombre condenado al destierro. Y al destierro de sí mismo, en primer lugar. No es el olvido a quien cantamos. Nos gozamos, aquí, más bien, en la ambigüedad del recuerdo con sus matices e imperfecciones, con sus aristas borrosas, en sus zonas difuminadas, en su clinamen, que permite recrear nuestro pasado y, con ello, darle un nuevo sentido.

Si bien nuestra historia es siempre definitiva, y lo bailado nadie nos lo quita nunca, la memoria tiene la virtud, por su imperfección, de dejar entrar en ella la redención. Desde Agustín de Hipona la memoria tiene un papel redentor inigualable pues, si bien ella nos recuerda quiénes somos, y con ello el bien y el mal que hemos hecho, es en la reconstrucción de nuestra vida en donde podemos modificar el pasado. Y no porque nos inventemos un nuevo pasado, sino porque podemos darle un nuevo sentido a lo ya vivido, a la luz del presente, y eso es posible por la plasticidad de la memoria. Claro que el pasado ocurrió y se ha entregado, como la arena del reloj, a no volver nunca. Pero la memoria, que es el abismo insondable de la interioridad; la memoria, que es el lugar en donde habita la Verdad y el Bien; la memoria –habitación de aquel misterio que es más íntimo que yo mismo– puede, si nosotros lo permitimos, colaborar en la resignificación del pasado, dar la vuelta de tuerca y permitir que las cosas que parecen viejas vuelvan a ser nuevas. No estamos condenados, así, por la historia, sino que cada momento puede volver a ser un inicio.

No somos Funes. Y sabemos que en nuestra vida, aunque haya ocurrido el mal, es posible encontrar un significado que no veíamos antes, pero si solo hay ruido en nuestra vida, el pasado en su antiguo y doloroso significado estará siempre latente y configurará nuestro presente. Es necesario, imperativo, dejar que el silencio haga presencia en la vida, que penetre en las honduras del abismo de la memoria y la reconstruya desde la novedad de un presente siempre nuevo.