La dicha inolvidable

Probablemente no haya otra cosa que nos interese más que la alegría. Pero la pregunta que solemos ser para nosotros nos detiene de vivirla por entero. Y hay, pues, que posponerla. El mal y el dolor nos visitan, nos confunden, interrumpen. Y parece que hay que posponer el gozo.

Nuestra existencia es tiempo, es historia y biografía. Es ruta. Nuestra condición es de viajeros. Vivimos siempre dejándolo todo, en permanente duelo con el mundo. Tan pronto asimos una experiencia, un consuelo, vienen más preguntas que empujan a otro rumbo. No somos estanque sino río.

Pero no venimos tampoco de la nada. Si la alegría absoluta es nuestro deseo más vivo, pocas realidades hay tan importantes como las alegrías de los otros que han hecho ya la ruta. Somos pregunta, madeja de líos, pero al mismo tiempo vemos que hay quien ha encontrado la alegría, que ha encontrado algún atisbo del cielo, que ha advnido a él alguna gracia. No es irracional esperar que la alegría pueda venir de otro lugar que no somos nosotros mismos. Y el camino, entonces, ha de comenzar o tomar rumbo con el reconocimiento de que siempre nos precede una presencia.

Esta idea no cabe solamente para el joven que mira a sus ancestros. Cabe también para el hombre que se ha hecho mayor y que ve niños, pequeños, que vela por ellos. Que trabaja por ellos. No solamente nos preceden los abuelos. También nos preceden los niños. La labor del viñador que, en sus trabajos y sus días busca saciar su anhelo de infinito, es precedida por la labor de quien habita en él, de sus niños: ellos van antes en el camino a la alegría. No somos tan originales como pensamos y ni nuestro origen ni nuestro destino están en nosotros. Venimos de una alteridad y hacia la alteridad vamos. Por eso el deseo que se desea a sí mismo es torpe y errático, porque reniega de su condición de peregrino, de inquilino.

Probablemente sea la condición de viajeros la que permite ordenar la vida hacia un destino más alto que la vida misma. El peregrino espera. Y ese ordenamiento escatológico puede dar sentido a cada instante lleno de contingencias y peligros. Decía San Agustín que “estamos salvados en esperanza, así como somos felices en esperanza. Lo mismo la salvación que la felicidad no las poseemos como presentes, sino que las esperamos como futuras, y esto gracias a la paciencia.” (De Civitate Dei, XIX, 4) Porque la vida completamente feliz, la alegría perfecta, no puede ser ésta que tenemos ahora: si existe una felicidad total ella deberá ser algo mucho más sublime y bello que el mundo gris y en sombras que habitamos, la alegría infinita estará libre de todo temor y de toda inquietud, de toda inseguridad y de toda traición. Solamente en la esperanza esta felicidad sublime puede hacérsenos presente.

Y debemos ser pacientes. Y debemos ser amantes. Porque sólo el amante sabe esperar a su amada el suficiente tiempo. Solamente el caballero que aguanta las mil noches y los mil días bajo el pórtico encuentra en el amor la fuerza de soportarlo todo. Y para amar así, en la paciencia, necesitamos lo que Charles Péguy llamaba “mística”: vivir de cara al Absoluto, nutrirnos de él, tener lo más alto y lo más bello como el único horizonte. Porque vale más perder una partida con un jugador bueno que ganarla frente a jugadores débiles. Por eso no se nos pide que siempre seamos vencedores, sino que seamos nobles, y que mantengamos en el mundo un cierto nivel de nobleza.

Es aquí en donde surge la terrible paradoja inextricable de la vida: todo el que ama sufre, porque amar es ser sensible hasta la médula, es estar vivos con la vida nutrida del bien perfecto, y nadie como el que ama está más atento al dolor ajeno, dolor que comparece ante el amante de manera especialísima. Si amar es ver más, el amante ve más belleza y más bien, pero ve también más dolor pues la alegría perfecta se revela casi siempre como ausente, como no estando todavía en el presente y aunque se anuncie a contrario como el destino final de toda la vida. Por eso el amante vive en la noche, por eso vela en armas, atento: y no solamente por el mal que pueda advenir de fuera, sino por el mal que pueda salir de dentro de sí. Porque no podemos ser ingenuos al grado de afirmar que quien ama tiene la vida resuelta, que quien vive de la esperanza en el futuro obtiene de ahí todas las serenidades. Más bien al contrario. La vida es con frecuencia para el amante más problemática aún. Él percibe con mayor claridad los horrores y las debilidades humanas y no puede sino ser presa de una compasión y una ternura infinita ante el espectáculo de los otros inocentes; y presa también de una responsabilidad infinita, al constatar su permanente culpabilidad y su obligación de redimirla. Su obligación es la de ser digno. La de mantenerse noble. Nadie que ame con toda el alma, con todo el corazón y con todas sus fuerzas puede decir legítimamente que lo ha hecho todo. Por eso la única felicidad que el amante tiene es la de la esperanza. Por eso tal vez sea que la derrota al paganismo no se dé tanto en la afirmación unilateral de un Dios único, o en su demostración racional y el establecimiento de mil religiones, sino en la capacidad de derramar lágrimas por los otros.

Solamente quien mira a través de los ojos del amante sabe que todo otro está también hecho de barro, y que no hay sino un sólo anhelo: el de ser amado en la alegría infinita. Camus lo vio con claridad: si no ser amado es ya motivo de tristeza, más triste aún es no amar. Porque en el amor que damos se realiza y se sostiene la nobleza que debemos mantener en el mundo. Porque nadie puede obligar a otro a que nos ame: eso es un don y pertenece por eso al ámbito del milagro. Pero sí podemos mostrarnos nobles y jugar, honrosos y con el pecho en alto, la mejor partida contra el más grande de los oponentes. Y es que no podríamos renunciar a esa lucha aunque supiéramos que tal oponente es muy superior a nuestras fuerzas, sobre todo porque no sabemos quién realmente puede ganar. Por un solo tanto, por un solo tiro puede perderse la partida. No lo sabemos. Ahí está el motivo más grande de esperanza: si llegó el dolor de manera inesperada, aunque éste resulte inexplicable, puede advenir también la dicha. Si el dolor no tocó a nuestra puerta y de pronto lo tuvimos ya ahí, instalado, bebiendo la taza de té junto a nosotros, quizá tampoco la dicha lo haga, quizá tampoco ella se anuncie, y se instale también, en medio de nosotros, de manera inolvidable.