Una consideración sobre la vejez

Pienso que actualmente hay cierta relación entre la exaltación de la autonomía del hombre (y con ello de toda cualidad que dé muestra de la capacidad de auto-determinarse) y la manera de concebir la vejez. En ello, la ciencia y la técnica, cumplen un rol importante. Con ellas, se ha propiciado que la humanidad pueda tener dominio sobre cualquier dimensión de la vida teniendo como objetivos la utilidad y el bienestar. Por eso la consideración de las propias posibilidades de acción ha atravesado la manera en que el hombre se entiende a sí mismo, la posibilidad de transformar todo en función de sus necesidades le ha hecho comprenderse como auto-determinante y esto no puede menos que modificar su manera de relacionarse. Recuerdo a Voltaire cuando en la vigésimo quinta de sus Cartas filosóficas, en la que comenta y critica los pensamientos de Pascal, escribe: “Es este amor propio, que cada animal ha recibido de la naturaleza, el que nos advierte que respetemos el de los otros”.1

La juventud, en este sentido, es harto valorada porque representa la máxima manifestación de la posibilidad y de ejercer la autonomía: en ella la fuerza física encuentra su punto álgido y, más aún, en ella es posible desarrollarla y ampliarla con una rapidez y naturalidad incomparable, así mismo, la belleza se exulta y la inteligencia es ávida y aguda. La juventud por momentos hace acariciar el estado de autosuficiencia al que el hombre moderno aspiraba y que el hombre de estos tiempos cree haber alcanzado, pese a lo que sigue insatisfecho. No por nada ese afán de prolongar la juventud que mueve a millones de personas a ser clientes de multinacionales que sintetizan este o aquel producto para lograr parecer 10 o 15 años más joven de lo que de hecho se es.

Por el contrario, no hay duda de que en nuestras sociedades la vejez representa confusión, es una “situación” para la que no se ha pensado, o si se ha hecho, ha sido sobre cómo evitarla;  pocos miran más allá de la vida completa que propone cierto discurso dominante en los anuncios de mass media. Vida y acción sólo se entienden desde ciertas categorías del paradigma tecnocrático: eficiencia, rapidez, calidad, producción. Por ello, la vida de los otros, cercanos nuestros, que han llegado al momento de la ancianidad, son las más de las veces golpeadas por la indiferencia y el desprecio. La vida del viejo ya no satisface lo que debería. La debilidad física, la paulatina pérdida de la vista, el oído, la memoria, la capacidad de caminar al ritmo del estilo de vida del mundo contemporáneo desquicia. Es incomprensible. Quizás sólo cierto puritanismo mantiene velada, callada, por lo pronto, la idea del aparente sinsentido de la vida anciana.

La mirada hacia el otro está cercada por ésta manera de disponernos en el mundo, si las cosas no son rápidas, eficientes y productivas entonces deben de ser sustituidas. La propia vida aspira a ser productiva y a ser recompensada por desarrollarse al par del ritmo que se le exige. Por eso, la lentitud y pasividad de la vejez que busca descanso y calma, provoca exasperación y rechazo. Pero, y eso es lo que quiero proponer, la vejez no es precisamente la decadencia de la vida, bueno, no sólo eso, sino la explicitación de la conciencia de las carencias e insuficiencias que durante la vida madura se mitiga al satisfacer nuestras necesidades elementales, es decir, la pretendida autosuficiencia que tiene su climax en la juventud no es más que eso, una pretensión, y la vejez da muestra, como pocas situaciones lo hacen, que necesitamos siempre de otro, que cada uno de nosotros es para sí mismo insuficiente, yo no me basto ni afectiva ni materialmente. Para ser necesito de otros, soy irremediablemente social, mi condición es estar entre otros y no puedo alcanzar mis profundas aspiraciones sino con el otro junto a mí, que muchas veces está más para remediar mis carencias que para ser yo remedio de las suyas. Por eso, creo que es preciso volver la mirada atenta y dispuesta a los que nos dan muestra de nuestra fragilidad, no para compadecerlos, ni para advertir en ellos el futuro irremediable, sino para constatar que la medida del otro no puede ser nunca la de esas categorías que ahora permean nuestra vida, que los otros son siempre otros conmigo y yo siempre soy con otros, que entonces me les debo, en tanto que por ellos me construyo y me defino.

1. Voltaire, Cartas filosóficas, Alianza, Madrid, 1988., p. 191.

Foto de Andrzej Dragan