Por : Giampiero Aquila |
En nuestra época la corrupción parece haber asumido el control de una porción importante de nuestra vida; florecen los institutos para la transparencia y se implementan políticas para contrarrestarla o por lo menos limitar los daños que causa a la economía de los países y al bolsillo de los ciudadanos.
Si bien es cierto que hay países donde se observa una mayor rectitud en los cuerpos gubernamentales y donde la cultura de la corrupción encuentra menos arraigo en los ciudadanos que en otros, el fenómeno parece estar presente de manera universal en todas las sociedades y en todas la épocas.
La corrupción tiene que ver con lo humano, Platón lo describió de manera magistral en el mito del auriga que conduce con mayor o menor destreza el carruaje a través del mundo de las ideas hasta que la concupiscencia vence de manera inexorable y arrastra el alma desde lo incorruptible al mundo mortal, es decir de lo corrompido o, que es lo mismo, de lo corrupto. Es el destino de todos, también de los mejores; si están de este lado del charco es porqué se han corrompido, son corruptos.
Decía San Francisco de Sales, (¡grande experto de lo humano!) “¿por qué te asombras de que la debilidad sea débil?” al referirse al pecado presente en las personas.
Hasta aquí la constatación antropológica; no somos perfectos! Tal vez una verdad de Perogrullo pero nadie se opondría a esta afirmación y por esto puede ser un buen punto de partida.
Dicho lo anterior es también cierto que esto no basta, hay mucho mal en la corrupción, mucho dolor, violencia e injusticia que clama venganza frente a Dios, como recita el catecismo de la Iglesia Católica para los pecados más nefastos, entre los cuales es de notar que está “no dar la justa merced a los trabajadores” como aplicación específica del segundo mandamiento, el del amor al prójimo.
No podemos quedarnos de brazos cruzados ante la afirmación de que como humanos, fallidos y limitados, somos imperfectos; también somos perfectibles y vive la regla de oro de no hacer al hermano lo que no quieres se te haga a ti, la persona es fin en sí misma y tiene que ser amada, afirmada como tal.
En este horizonte es donde me parece importante tener una lectura distinta acerca de la naturaleza de la corrupción; considero que si la observamos como síntoma de otra enfermedad social será más fácil comprender su dinámica y, consecuentemente tener de ella una visión más adecuada.
Iniciaría con observar que el término mismo que por su etimología remite a un fenómeno específico: corruit. Es latín, sin embargo este mismo término remite al griego rúo, (fluir, hacerse líquido)
Las partes se separan de la unidad como la cera que se derrite, cada una por su cuenta, egoístamente orientadas a la búsqueda utópica del beneficio propio dejando a un lado la unidad. Como un cuerpo que al perder su aliento vital inicia el proceso de descomposición, de corrupción, o como un ejército que responde al “¡sálvese quien pueda!” cada cual pisoteando al que tiene enfrente.
Lo mismo le pasa a nuestra sociedad, y afecta por igual todos los ámbitos la convivencia humana que deja de ser “vivir con” y se transforma en un vivir por sí solos, perdiendo de vista el esfuerzo por el bien común, es decir el intento cordial de construcción de las condiciones para que cada uno pueda alcanzar, en libertad y responsabilidad, la propia realización plena.
La enfermedad de la que hablo es justamente el egoísmo, es la tentación de la serpiente a nuestros padres bíblicos (serán como Dios, autosuficientes).
El egoísmo es un culto de la peor especie, la egolatría, que trastoca la razón y su capacidad de dar cuenta de la realidad más allá de la propia imaginación y que afecta el sentido común, que le impide percatarse de que la realidad es don gratuito y su finalidad se inscribe en un orden superior al de las decisiones personales.
Por el egoísmo podemos destruir ecosistemas enteros, construir relaciones retorcidas que se vuelven en contra de nosotros, lanzarnos a llenar tanques de gasolina que manan a chorros de un oleoducto, o permitir que en un pueblo de “buena gente” sea la capital de la trata de personas, dejar que cientos de migrantes se mueran en el mediterráneo. Todo esto coludidos, murmurando en nuestros adentros o rasgándonos las vestiduras poco importa, si no se modifica la autoreferencialidad ante las circunstancias.
¿De dónde se origina esta perversión? Sí, porque el egoísmo es perversión, torcedura de un ímpetu originariamente sano que da fundamento a la norma práctica “ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Cuando se trató de contestar a la pregunta “¿y quién es mi prójimo?” La respuesta indicó a un otro que más “otro” no podía ser para el fariseo que preguntaba: un samaritano. La distancia de la alteridad pide ser anulada por la proximidad al diverso reconocido “como a mí mismo”.
Este bien originario que llamo amor a sí mismo es un bien relacional, es decir que lo puedo experimentar sólo en cuanto me es donado gratuitamente y se hace evidente dentro de la relación con el (los) otro(s). El egoísmo es este bien (yo mismo) afirmado ante una relación ausente, es reconocido en el otro sólo en cuanto alter ego.
Se trata de una relación y no de una simple interacción, la diferencia entre ambas es importante, esta ultima describe los vínculos interpersonales solo fácticamente, en el presente, mientras que la primera quiere describir la calidad de estos vínculos engarzando pasado, presente y futuro no se constituye de manera genérica sino con una connotación específica cargada de simbolismo y afectividad: es un bien relacional que en lo familiar revela su carácter propio.
Es por esto que la familia no es sólo un elemento estructural de la sociedad, aunque constituye un núcleo descriptivo de la misma, como si fuera una ficha de un rompecabezas de tal modo que, ficha tras ficha, se va componiendo el cuadro de la sociedad.
Es mala metáfora la del cuadro, la sociedad es dinámica y multifacética, no estática, diversa y se adapta a las circunstancias y las épocas históricas que atraviesa al mismo tiempo que es creadora de nuevas formas y estilos de relaciones: es morfogenética.
La metáfora clásica de la familia como “célula de la sociedad” oculta esta realidad dinámica. Resulta mucho más rico y adecuado mirar a lo familiar como el “genoma de la sociedad”, para permanecer en el campo semántico de la biología.
Así como el genoma informa la dinámica evolutiva al mismo tiempo posibilita nuevas y más ricas expresiones de la vida biológica igualmente lo familiar, en las dimensiones de filiación, conyugalidad, paternidad y maternidad constituye los elementos que caracterizan la relacionalidad social y expresan el don recíproco de sí mismos que constituye el intercambio social por antonomasia.
La egolatría como enfermedad, cuyo síntoma es la corrupción, se origina, a mi manera de ver, justamente en la anulación de esta experiencia de haber sido donados gratuitamente a nosotros mismo según unos modos que son “familiares”.
Este desmantelamiento de las relaciones familiares ha iniciado históricamente con el vaciamiento del vínculo conyugal que ha dejado de ser don objetivamente otorgado transformándose en un contrato entre individuos cuya durabilidad descansa únicamente en la buena voluntad de los contrayentes, ya no es don sino sólo un “esfuerzo individual(ista)”, la filiación como vínculo de dependencia objetivo ha dejado de ser un don para los padres para volverse, en el mejor de los casos el derecho para adquirir un producto, con o sin padre o madre, de tal forma que se vacía también el don de la maternidad (matri-monio) o de la paternidad (patri-monio) hasta la natura propia del género que se vuelve opción a elegir.
Me parece que a falta de una vinculación originante, que conecta entre sí las generaciones en una clara transmisión de responsabilidades y riquezas de tradiciones e historias que transmitir a las generaciones que suceden viene a menos la relación horizontal de la fraternidad. El otro, justo en su alteridad deja de ser don ofrecido, riqueza y novedad imprevista, sino que es aceptado sólo en cuanto cabe en el esquema pre-figurado pero si es migrante, discapacitado, incómodo por cualquier razón, será eliminado o invisibilizado en cuanto otro, es así que ser pueblo, comunidad resulta últimamente vaciado de contenido y sólo queda el ego y sus antojos que no llegan a ser ni siquiera intereses (para que así sea se necesita el “inter” que define la relación subsistente – esse – con el objeto del deseo) y en esta soledad solo queda los ídolos de siempre: el sexo como uso del otro, el dinero como símbolo de control (a todos se le llega al precio) y el poder que anula el imprevisto.
Comprendo, por lo menos intento hacerlo, que la complejidad de la vida actual se ha incrementado de manera importante y que estamos ante fenómenos sociales que antes era difícil observar pero también podemos considerar si esta trayectoria que ha ido intentando desmantelar la los vínculos primarios de la familia (conyugalidad, maternidad, paternidad, filiación y hermandad) no participe también en la creación de estas situaciones y que tal vez convenga dar marcha atrás y tratar de apostarle al fortalecimiento de la dinámica de la familia en pos de una sociedad más sólida y menos líquida, en lugar de apostar sobre su eliminación, tal como se ha venido haciendo en los últimos cincuenta, sesenta años.
[1] munus en latín significa don