Por Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
La división entre las personas y los grupos humanos, desgasta y destruye la convivencia; provoca, además , grandes atrasos en un progreso humano integral tan urgente y necesario para todos. División que contradice esencialmente la estructura de la persona, la cual está orientada a la comunión. Para la identificación del propio yo, es necesaria la relación al tú, para coincidir en un nosotros. Este es el fundamento humano de la dialogicidad, que supone esa actitud de escucha para dar una respuesta, base de la comunicación humana y de la comunicación de las existencias, para la paz, el desarrollo, la justicia y el amor.
Abonar a la división, produce mayores atomizaciones y posibles enfrentamientos.
A veces quien busca ser líder para controlar a los grupos o masas humanas, utiliza la calumnia y la mentira para erigir su propia superioridad y dominio, porque señala supuestos malos comportamientos, y así agremiar a sus seguidores. Vive el permanente maniqueísmo: los otros que no piensan como yo ni se someten a mi visión, son los malos y los causantes de nuestras desgracias y males.
Por supuesto, la raíz de toda división se encuentra en el corazón humano, debido a la ruptura con Dios que incide en la ruptura entre hermanos.
En la perspectiva cristiana, Jesús viene a realizar la comunión entre todos. ‘El Padre envió al mundo a su Hijo unigénito para que hecho hombre, regenerara a todo el género humano con la redención y lo congregara en unidad’ (UR 2).
Esa misión que el Padre le encomienda se pone de manifiesto cuando volvió a Nazaret; cumple en sábado con la liturgia semanal en la Sinagoga para la oración, la escucha y la explicación de algún texto de la Palabra de Dios, sea de la Torá o de los profetas; se levanta y le ofrecen el volumen o rollo de Isaías (61, 1ss) y lee: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor’. Y comenta: ‘hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír’ (Lc 4, 14-20).
Porque Jesús es el Ungido, ya que el Espíritu del Señor está sobre él, lo llamamos Cristo-Mesías, que significa ungido, sea en su fonética griega o en la hebrea. Por el Espíritu, fuerza y persona divina, tiene la Potestad para realizar su misión que el Padre le ha encomendado. Los discípulos y seguidores de Cristo, debemos de poseer ese Espíritu Santo según nuestras diversas condiciones.
Esa Buena Noticia o Evangelio de Jesús, es devolver la esperanza a los pobres, a los oprimidos, a los que sufren, a los cautivos, a los ciegos. Ser sembradores de libertad, de luz y de gracia. Una Buena Nueva que se proclama y se vive en los campos diversos.
La opción preferencial por los pobres no es consigna política, sino es la opción del Espíritu que anima a Jesús.
No puede existir el Reino de Jesús, mientras no exista la justicia; esto a veces ofende a los que buscan sus intereses o su poder eminente. Pero, a éstos el futuro no les pertenece: al fin, como todos, tenemos que morir. El futuro les pertenece a los que ‘llevan en su frente y en su mano el signo de Jesús’, según el Apocalipsis.
También, es un escándalo la división entre grupos cristianos; por supuesto hay causas de diversa índole, -históricas, sociológicas, antropológicas, y no solo doctrinales. Ya san Pablo en la Primera Carta a los Corintios, nos señala que, como Iglesia, no obstante ser diversos miembros somos un solo Cuerpo de Cristo. Hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Todos hemos bebido de un solo Espíritu (12, 12-30). Por eso debe de ser consustancial a la Iglesia la unidad, y abjurar toda división sectaria.
De aquí la importancia de orar por la unidad; unidos a la oración de Jesús: ‘Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros, a fin de que el mundo crea que tú me has enviado’ (Jn 17, 21).
‘La Iglesia prolonga en la historia la presencia del Señor resucitado, especialmente mediante los sacramentos, la Palabra de Dios, los carismas y los ministerios distribuidos en la comunidad. Por eso precisamente, en Cristo y en el Espíritu la Iglesia es una y santa, es decir, una íntima comunión que trasciende las capacidades y las sostiene’, según Benedicto XVI (24-01-2010).
El Concilio Vaticano II, a través de su documento programático sobre el Ecumenismo (Unitatis Redintegratio), pone de relieve la conversión del corazón y del espíritu para descubrir la importancia de la unidad de los cristianos: ‘El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior. Porque es de la renovación interior, de la abnegación propia y de libérrima efusión de la caridad de donde brotan y maduran los deseos de la unidad’. (UR 7).
El Papa, obispo de Roma y sucesor de Pedro, quien preside el Colegio Episcopal en quien pervive el Colegio Apostólico, es el que presta el servicio a la unidad y es el garante de esta misma.
San Juan Pablo II, a través de su encíclica ‘Ut unum sint’-que sean uno (25 Mao 1995), el ecumenismo experimenta un gran impulso. La unidad de la Iglesia querida por Cristo, requiere un trabajo paciente; para llegar a un acuerdo de fe, recalca estos puntos: 1) las relaciones entre la Sagrada Escritura,-norma suprema de la fe, y la Sagrada Tradición para la adecuada interpretación de la Palabra de Dios; 2) la Eucaristía, sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor, ofrenda y alabanza al Padre, memorial y presencia real de Cristo y la efusión del Espíritu Santo; 3) la ordenación como sacramento del ministerio episcopal, presbiteral y diaconal; 4) el magisterio de la Iglesia, confiado al Papa y a los obispos en comunión con él, de modo que se entienda como responsabilidad y autoridad ejercida en nombre de Cristo, para conservar intacta la pureza de la fe; 5) la Virgen María, Madre de Dios e icono de la Iglesia, quien intercede por los discípulos de Cristo y la humanidad (Ut Unum Sint, 79).
La preocupación ‘ecuménica’, debe ser un anhelo y un misterio vivido en comunión con la Iglesia, desde la comunión trinitaria, raíz sublime de toda unidad auténtica.