Por Darío García Luzón.
Entre las escenas con las que prefiero recordar al papa Francisco está una muy precisa: su entrada a la Plaza de la Revolución de La Habana previo a la celebración eucarística del 20 de septiembre de 2015. Ese recorrido se convirtió en un largo encuentro de miradas y gestos de cercanía del santo padre con la gente de Cuba. El canto de bienvenida, La luz de Francisco, era interpretado de continuo por el coro y la orquesta en una versión cubanísima que se prolongó, iniciando más de una vez, durante todo el recorrido. En el alba de lo que se presentaba un nuevo tiempo histórico, la alegría del pueblo de Cuba, celosamente custodiada en medio del sufrimiento, se notaba especialmente en ese canto. Algunas grabaciones de aquella misa inolvidable omiten ese dilatado comienzo, quizás pensando que se trataba de un elemento prescindible. Antes bien, por el contrario, esa extensa introducción contiene un profundo sentido teológico y político que serían pedagógicamente explicitados, minutos más tarde, en la propia homilía del papa Francisco.
La teología latinoamericana del pueblo, raíz del pontificado de Francisco, es una teología de la historia compenetrada con las formas culturales en las que se encarna el Evangelio. La entraña del pueblo, entonces, es lugar teológico fundamental en que el anuncio de la Palabra se adentra en el corazón del hombre como una sonrisa cotidiana. Al respecto, sin que esto fuera un efecto intencionado de la cobertura televisiva, contrastaba el movimiento de Francisco, de una esquina a otra de la Plaza de la Revolución, su afectuoso intercambio con las personas de a pie, frente a la actitud de ciertas figuras políticas, nacionales y extranjeras, pacientemente sentadas en primera fila. Las anteriores visitas papales a Cuba ya habían conseguido cambiar el guión habitual, y poner a los poco acostumbrados representantes del Estado en el lugar de los que escuchan.
Esa escucha respetuosa en ámbito público de una palabra distinta a las tautologías del poder, además de un sano principio de convivencia, anunciaba también una sensible alteración en la atmósfera política. Esta vez, en ese mismo escenario que pertenece a la historia latinoamericana y mundial, el papa Francisco realizaba además esa coreografía desconcertante que convertía la Plaza de la Revolución en plaza de Pedro. Esa espléndida mañana habanera, Francisco iba y venía besando humildes niños cubanos, alentando uno a uno a los enfermos de la Edad de Oro, reconociendo amigos en la multitud, saludando fraternalmente a todos.
Yo estaba al fondo de la plaza ese día, después de varias barreras de seguridad, y ciertamente esperaba escucharlo, pero no verlo. Francisco llegó al encuentro de los últimos, y entonces noté la importancia de su presencia para el pueblo cubano en esa hora. Mientras Francisco se acercaba, las personas entorno, que muy probablemente no habían leído sus encíclicas ni se percibían como especialmente familiarizados con la liturgia de la Iglesia Católica, empezaron a susurrar su nombre, y más alto lo llamaban mientras más se acercaba. En general, el pueblo de Cuba sabía de las gestiones del papa Francisco en el proceso llamado de normalización de las relaciones con EEUU. Había esperanza y también incertidumbre. La gente quería conocer de cerca al papa latinoamericano que había colaborado en ese giro sorprendente de los acontecimientos, abriendo una grieta en el áspero muro de hostilidades entre Cuba y Los Estados Unidos (aquellos anuncios presidenciales, hay que recordar, se hicieron públicos el 17 de diciembre de 2014, como regalo de cumpleaños al papa Francisco).
En otro de sus profundos gestos, Francisco incluso habría unido a los dos países históricamente enemistados en un mismo viaje apostólico; con lo cual comunicaba al mundo de entonces otra novedad: que se podía hablar coherentemente en La Habana y en Washington, sin temor a las acusaciones de partes, desde la fidelidad radical al Evangelio. Esto sigue siendo cierto y muy difícil. No hay que negar que hubo incomprensión y escepticismo, lo que hacía relevante e incluso urgente profundizar en la palabra de Francisco entre los cubanos y los estadounidenses, ampliando la conversación a instancias no gubernamentales.
Aunque en Cuba no se transmitió con la misma intensidad los eventos del papa Francisco en EEUU, la hermenéutica global de ese viaje exigía no interrumpirlo en las fronteras, sino recrear una continuidad, por ejemplo, entre las palabras que nos dijo a los jóvenes en el Centro Cultural Padre Félix Varela con las que pronunciara en el Congreso de EEUU, en favor de la vida humana y de los migrantes, o en la sede de Naciones Unidas en Nueva York, en favor de un derecho del ambiente y la libertad religiosa. Todo esto desde una dialéctica que desafiaba por igual los reduccionismos polarizadores que ya comenzaban a manifestarse en cada uno de estos escenarios.
Ante esto, y por el deseo de alimentarnos de su sabiduría, unos años después, junto con algunos amigos, promovimos la presentación en La Habana del volumen Jorge Mario Bergoglio: una biografía intelectual, con el Dr. Massimo Borghesi (autor del libro), el Dr. Rodrigo Guerra y el Dr. Roberto Méndez. Nos parecía que un papa tan amado por los cubanos también necesitaba ser comprendido a fondo. Francisco, a través de la teología del pueblo en acto de esos días en Cuba, nos había preparado para descubrir la profunda senda del Concilio Vaticano II en América Latina, la misma senda que su pontificado hizo visible a la Iglesia toda.
¡Gracias Francisco!