José Roberto Pacheco-Montes [1]
Hace unos cuantos días, navegando por redes sociales, me encontré con un post en X que decía más o menos lo siguiente: Comunidad de docentes de Filosofía, es nuestro trabajo estar a la altura de las inquietudes de nuestros alumnos, no al revés.[2] Sin embargo, lo primero que me vino a la mente fue: ojalá nuestros estudiantes tuvieran inquietudes. Me explico, pues no quiero realizar una suerte de falacia de generalización apresurada para dar respuesta a una idea, sino para plasmar una preocupación. De hecho, quise establecer ese enunciado tan tajante (que me salió del alma cuando leí la publicación) porque en el día a día noto una especie de desazón por la vida en mis estudiantes. Sé que están en el aula, pero no conmigo ni sus compañeros. Sé que están en la escuela, pero muchos no quieren estarlo. Sé que hay cosas que les preocupan, pero tal vez no lo suficiente como para darles respuesta. Sé que viven, pero los veo infelices. Y me pregunto: ¿qué seguimos haciendo mal que nos mantiene en una suerte de “emergencia educativa”[3]?
Ahora, parece reveladora esta pregunta porque tematiza a la educación; sin embargo, Nembrini (2015) acertadamente establece que el educar implica afirmar la positividad y grandeza de la vida (puesto que solo así el hijo o el educando puede encontrar respuesta a una inquietud existencial, el asegurarse que vale la pena el haber venido al mundo[4]), entonces, si esto es así, para él, el gran secreto de la educación es el de no tener el problema de la educación. Y va más allá, si estamos en ese problema de educar, por ejemplo con los hijos o los alumnos, entonces sí tenemos un problema.
En particular con los estudiantes el problema parece más que evidente. En consecuencia, el primer paso es reconocer que seguimos estando en una emergencia educativa, grave, no por la falta de recursos (que también la hay), no por la carencia de ideas (aunque cada vez más la pedagogía es un reciclaje de técnicas), ni siquiera por la falta de asistencia de los jóvenes a nuestras escuelas, sino por la ausencia de una hipótesis de vida que afirme que vale la pena vivir. Ahora, parece preocupar más una cuestión pragmática: asegúrame que con lo que estamos viendo voy a hacer dinero. Cosa curiosa, pues siempre afirmo lo siguiente: si con lo que sé se pudiera hacer mucho dinero, entonces no estaría dando clases. Sin embargo, pese a la precaria vida de un docente, sí considero que debemos considerar las consecuencias próximas de esta emergencia educativa, pues cada vez es más difícil enseñar algo a alguien y hacer ejercicio de nuestra necesitada vocación. Así, tenemos alumnos que nos ven, pero no nos miran y que no solo no son capaces de encontrar que su vida vale la pena, sino que son incapaces de hallar lo importante en el mundo, de hallar algo que los motive. Añado, tampoco es conveniente si lo que ven es a profesores que consideran que la docencia misma tampoco vale la pena.
Dicho lo anterior, pareciera que para salir de esta emergencia educativa, nos hemos quedado en resolver el síntoma. Es decir, el alumno se encuentra impasible en el aula; por tanto, hay que moverlo. ¿Qué les gusta a nuestros jóvenes? Se preguntan algunos. La tecnología, responden los más ‘avispados’. Pues hagamos uso de ella en el aula, deducen con facilidad. Y es así como llegamos a conceptos como los de gamificación, TICs, entre otros. O se cuestionan que ya no pueden estar atentos 50 minutos. ¿Qué hacemos? Vuelven a preguntarse. Nuevamente los ‘audaces’ afirman, dividamos la clase en ciclos de máximo 10 minutos para la explicación, 30 minutos para una actividad, 10 minutos para la retroalimentación. Pero claro, siempre marcando un estímulo que mantenga al estudiantado interesado. Claro, siempre hay uno que piensa que, si es así la cosa, entonces que las clases sean de 20 minutos. No obstante, olvida que, si pasan menos tiempo en la escuela, los padres ya no pagaran lo mismo. Ya no es negocio. Aun así, volvamos al problema. No quiero que se malinterprete el uso de estas nuevas herramientas. En algunos casos pueden no solo ser deseables, sino necesarias. El problema que veo es que se han convertido en los recursos sin los cuales no se puede salir de la emergencia educativa y, a mi parecer, el centrarnos en ellos como la salvación profundiza en esta crisis.
En este sentido, quiero expresar por qué esta emergencia educativa no cede, al menos como una hipótesis por demostrar. Lamento lo pobre de mis intenciones pues solo quiero dejarla como quien tira la piedra y esconde la mano, solo quiero enunciarla como parte de un proceso reflexivo que está en construcción.
En primer lugar, para poder enmarcar esta hipótesis, quisiera echar mano de uno de mis autores favoritos, Dietrich von Hildebrand, y en especial de su Ética. Cuando con sarcasmo hablo de las herramientas tecnológicas como la clave del éxito educativo, lo hago con la intención de no buscar la sobreestimulación de nuestros alumnos como el modo de mantenerlos ‘entretenidos’ y con ello pensar que están ‘disfrutando’ y ‘aprendiendo’. Pero ¿por qué tanta crítica a la sobre estimulación? Porque basarnos en las respuestas de dolor y placer no nos permite captar con precisión lo importante en sí mismo de los objetos. Hildebrand (2020) legó muy claramente la idea de que los orígenes de nuestras respuestas negativas o malas se deben o a la concupiscencia o al orgullo. De hecho, la primera deriva en estados mentales como: pereza, el afán por sensaciones nuevas y el dejarse llevar, hechos que día a día vemos en nuestros jóvenes. Buscar solo su estimulación es hacer que se la pasen bien en las escuelas (que incluso algunas toman como medición de calidad), pero seguimos sin responder al quid de la cuestión. Recordemos, el problema educativo es la falta de una afirmación y testimonio de lo valioso que es la vida. Los alumnos no necesitan ir a divertirse mientras aprenden, no necesitan medir sus conocimientos en términos económicos, necesitan esa mirada testimonial que les garantice que vale la pena vivir y que aquello que están aprendiendo es justamente lo que los llevará a vivir con plenitud su vida. Pero, si nos enfrascamos en estas metodologías disruptivas que solo buscan apaciguar su deseo insaciable de placer, su necesidad de estímulos, no nos sorprendamos que después estas personas no sean capaces de captar lo importante y lo moralmente relevante. La cura que estamos viendo no está funcionando, y la enfermedad cada vez avanza más. Es suficiente con entrar a un aula y ver en nuestros alumnos su cara de cansancio y hastío por la escuela. Por último, Nembrini remarca que el título más acertado para su libro hubiera sido “He visto educar”, en mi caso, se convierte en un anhelo y quiero ver educar.
[1] Masterando en Filosofía. Editor adjunto de Open Insight. Docente Prepa Tec y Universidad Anáhuac Puebla. roberto.pacheco@cisav.mx
[2] Pensándolo bien, quizá tampoco era novedosa esta idea. Ya Ortega y Gasset lo había expresado con mejores palabras y muchísimos años antes: «El hombre pertenece consustancialmente a una generación, y toda generación se instala no en cualquier parte, sino muy precisamente sobre la anterior. Esto significa que es forzoso vivir a la altura de los tiempos, y muy especialmente a la altura de las ideas del tiempo» (1966: 321).
[3] Entendida como Franco Nembrini la expone, previo al índice de su texto, El arte de educar: «A mis padres, Clementina y Darío, que me dieron la vida y con ella el sentimiento de su grandeza y positividad» (2014: 5 [las cursivas son mías]). La emergencia educativa descansa en la imposibilidad heredada a nuestros hijos y/o estudiantes de poseer ese sentimiento de grandeza y positividad ante la vida.
[4] Esta idea está maravillosamente explicada en la anécdota que tiene Nembrini con su hijo menor Stefano. En ella, nuestro autor cuenta que supo inmediatamente esta idea cuando se vio interpelado y atravesado por la mirada de su hijo mientras calificaba unos trabajos de sus estudiantes (véase Nembrini, 2015: minuto 15:00 en adelante).
Referencias
Nembrini, F. (2014). El arte de educar: De padres a hijos. Trad. Esp. De Silvia Guerrero Fontana. Madrid: Encuentro.
Nembrini, F. [Jesús Úbeda] (8 de abril de 2015). Encuentro con Franco Nembrini «El arte de educar» [Video]. https://www.youtube.com/watch?v=xL1bHr-GgAM
Ortega y Gasset, J. (1966). “Misión de la universidad”. En: Obras completas. Tomo IV. Madrid: Revista de Occidente.
Von Hildebrand, D. (2020). Ética. Trad. Esp. De Juan José Norro. Madrid: Encuentro.