¿Quién mató a Carlos Manzo?

Quién_mató_a_Carlos_Manzo

Por José Miguel Ángeles de León [1]

 

En memoria de todos aquellos que han sido asesinados por creer en el bien común,

 

A Carlos Manzo lo asesinó un pueblo agotado de sí mismo, de su violencia y de su desmemoria; lo mató un pueblo herido que aprendió a sobrevivir desconfiando y a cerrar los ojos para no sentir más. Lo mató la indiferencia —esa costra moral que se forma cuando el horror se vuelve costumbre—, lo mató el miedo que se maquilla de prudencia y la rutina que va anestesiando el alma. Pero lo mató también la corrupción: la institucional que vende impunidad, la cotidiana que normaliza el soborno, la simulación y la mentira, la moral que se flexibiliza hasta convertirse en transacción.

Vivimos entre cadáveres y desaparecidos, entre cifras y excusas; cada asesinato se disuelve en la marea del siguiente, y la indignación dura lo que un titular antes del siguiente escándalo. Hemos aprendido a convivir con el terror, a integrarlo en la rutina. Ya no nos preguntamos cómo detener la violencia, sino cómo esquivarla. Calculamos por dónde circular, a qué hora salir, en qué lugar podríamos sentirnos menos expuestos, qué medidas tomar para no convertirnos en una estadística más. Vivimos haciendo estrategias de supervivencia en lugar de exigir justicia.

Algunos, quizá, tenemos el privilegio de saber que, si desaparecemos, alguien nos buscará. No porque “valgamos más”, sino porque ciertos privilegios —la educación, el trabajo, los contactos, la visibilidad— nos han hecho menos anónimos. Pero millones no tienen siquiera ese consuelo: si los matan, nadie pregunta; si desaparecen, nadie los nombra. Esa es la verdadera dimensión del horror: un país donde la vida ha dejado de ser noticia, y la muerte se ha vuelto escenografía.

Así, la violencia y la mentira se convirtieron en nuestra gramática común, en un ruido blanco que ya no perturba el sueño. Nos acostumbramos al miedo como quien se acostumbra al clima: lo comentamos, lo padecemos, pero rara vez lo enfrentamos. Y en esa normalidad insensible, en ese hábito de sobrevivir sin esperanza, se sigue escribiendo la tragedia silenciosa de México.

Nos hemos vuelto expertos en mirar hacia otro lado y en sacar ventaja de la desgracia ajena; hemos domesticado la compasión en favor del interés propio. En cada esquina late una guerra de todos contra todos: el conductor violento que agrede, el vecino que desconfía de todos, el político que roba, el sicario que asesina. La corrupción enseña que todo precio tiene quien lo pague; la desconfianza convierte al prójimo en enemigo. Se instala la lógica perversa: si no lo engañas, te engaña; si no lo marginas, te margina; si no lo eliminas, él te elimina. La violencia ya no es sólo el disparo: es la indiferencia con que cruzamos la calle, la “palanca” o el soborno que sustituye a la justicia, la deshumanización que convierte rostros en obstáculos.

A Carlos Manzo lo mató ese pueblo de México donde la sangre dejó de escandalizar, donde la crueldad es fondo y la paz, una arenga de tiempos electorales. Lo mató el cansancio de un país que perdió la capacidad de buscar el bien común y la costumbre de tratar al prójimo como descartable. Mientras sigamos viviendo de espaldas, justificándolo todo y buscando provecho en la desgracia, lo seguiremos matando cada día con nuestras pequeñas traiciones cotidianas.

Lo mató el pueblo de México porque aquí el que piensa demasiado incomoda, el que sueña se vuelve sospechoso y el que denuncia termina solo, cercado por el silencio. Lo mató un país que ha hecho de la resignación su doctrina y del cinismo su estrategia de defensa. Lo mató el desdén con que los políticos —de todos los colores— pronuncian la palabra “justicia”, vaciándola de todo contenido, y el hambre —desgraciadamente, no solo de comida— que obliga a los pobres a vender su fuerza y, a veces, su conciencia, por unas cuantas monedas.

Lo mató también una cultura que ha sustituido el valor del esfuerzo por la complicidad en la simulación. Un país donde trabajar con rectitud es ingenuidad y donde la honestidad no sólo no se recomienda, sino que se ridiculiza. Aquí quien se esfuerza de más es sobajado, porque su empeño revela la pereza o las limitaciones ajenas; se le llama “ingenuo” o “presumido” al que se esfuerza por hacer bien las cosas, y se premia la mediocridad, la trampa discreta, la obediencia útil.

México se ha convertido en una escuela de servidumbre al poder: se asciende no por mérito, sino por lealtad al amo de turno. El justo “carece de malicia”, y eso lo condena; el astuto, en cambio, es celebrado como ejemplo de éxito. Se ha confundido la virtud con la necedad, y la corrupción con la inteligencia. Aquí la vía honesta no sólo es difícil, es peligrosa: quien la elige termina aislado, burlado o eliminado.

A Carlos Manzo lo mató ese país enfermo de simulación, ese pueblo de México que castiga al íntegro y ensalza al servil; el pueblo de México que, habiendo perdido la fe en el bien, sólo respeta la astucia. Lo mató la cultura del “no te metas”, del “así es esto”, del “todos lo hacen”. Lo mató el cansancio de un pueblo que, habiendo renunciado a la verdad, se refugia en la mentira compartida.

Lo mató también ese pueblo de México que celebra a sus verdugos. Ese pueblo que escucha narcocorridos como himnos, que viste a sus hijos de sicarios en Halloween, que convierte la muerte en espectáculo y la violencia en estética. El pueblo de México que confunde el poder con el respeto, la crueldad con la hombría, el dinero con la dignidad. Lo mató una cultura que glorifica al criminal porque ya no cree en el héroe, que canta a la sangre derramada mientras olvida la inocencia perdida.

Y lo mató también el otro pueblo de México: el de los despachos y los relojes y trajes caros, el del político que desde joven entendió la política no como servicio, sino como privilegio. Aquel que no se rodeó de virtuosos, sino de cómplices con el mismo vicio. Los que cambiaron la vocación pública por la ambición personal, el bien común por la ganancia inmediata y casi ilimitada. En ambos extremos —en las sierras y en las cámaras; en los barrios y en el Palacio Nacional— se confunde —desde hace años— el bien con el poder, y el poder con el dinero.

A todos, al fin, los mueve lo mismo: el deseo de dominar, de poseer, de no quedar atrás. Se perdió el horizonte de trascendencia, la conciencia de que hay algo más grande que uno mismo. Ya nadie se pregunta qué significa ser justo, sino cuánto cuesta. Ya no se busca servir, sino ganar. Por eso mueren los hombres justos: porque su sola existencia desmiente la mentira generalizada.

Porque la pobreza de México no es sólo la del estómago vacío, sino la del alma vaciada. Es una pobreza de poder, de respeto, de sentido. Es el hambre de sentirse alguien en un país que hace creer que la dignidad se compra, que vale más quien tiene más, aunque sea robado, aunque sea manchado de sangre. Se ha confundido la virtud con el éxito económico, la nobleza con los privilegios, la libertad con la posibilidad de pisar al prójimo. Basta con tener un poco más que el vecino para sentirse más digno, para sentir que por fin se “es alguien”. Y para eso —para ese espejismo de respeto— no hay límites.

Esa es la miseria verdadera: la que no se sacia con pan, sino con vanidad. La que convierte la vida en una competencia sin fin, donde todo se mide en poder, en dinero, en apariencia. El alma se corrompe porque ya no sabe a quién servir. Se perdió el sentido de lo bueno, se desdibujó la idea de Dios. Es el nihilismo de la sociedad opulenta: la fe convertida en amuleto, la esperanza degradada en superstición.

Hoy se le reza a San Juditas y a la Virgen de Guadalupe, pero no como signos de trascendencia, sino como patronos del milagro inmediato, del favor rápido, del éxito personal. Son los santos del deseo satisfecho, no del amor redentor. Se les pide dinero, poder, protección en los negocios turbios; no conversión ni justicia. Hemos vaciado incluso a Dios de su misterio, lo hemos reducido a instrumento de nuestras carencias.

Carlos Manzo fue asesinado por ese pueblo que ya no distingue entre el bien y la conveniencia, entre la fe y el fetiche, entre la pobreza y el orgullo. Lo mató una nación que perdió su alma, y que, sin alma, sólo sabe devorar a los suyos.

A Carlos Manzo lo mató un pueblo desalmado, un pueblo que ya no cree en nada más alto que en su propia supervivencia. Y mientras no aprendamos a amar lo que no se compra —la paz, la verdad, la justicia, la vida—, seguiremos fabricando verdugos con nuestras canciones, nuestros votos y nuestros silencios.

El autor material del asesinato de Carlos Manzo, seguramente, no fue un monstruo. Fue un hombre roto: engañado, usado, manipulado. Un hombre que partió de la miseria, del abandono, de la rabia. Alguien que creyó servir a una causa, o que simplemente obedeció a quien le ofreció lo que este país nunca le dio: reconocimiento, dinero, sentido. Detrás del gatillo no hay sólo maldad; hay historia. Hay un niño que creció sin esperanza, una familia que nunca encontró justicia, un barrio donde la vida no vale lo que una bala. En ese vacío —ese que el Estado Mexicano dejó pudrir— se gestan los verdugos de los hombres justos.

Y detrás de ese hombre hay otro: el autor intelectual. Tal vez un narco poderoso al que sirven los políticos, o un político al que sirven los narcos poderosos. Tal vez un empresario que financia ambos, o un sistema entero que prefiere el silencio a la verdad. De fondo, lo mismo de siempre: la codicia, el poder, el dinero. La verdadera espera del pueblo de México.

Las heridas sociales se volvieron paisaje: el abandono es cultura, la corrupción, costumbre, la desesperanza, herencia. Vivimos sobre un cementerio moral que aprendimos a llamar “país”. ¿Cómo seguir soñando en medio de tanto escombro? ¿De dónde sacar esperanza cuando lo santo y lo terrible se alimentan de la misma tierra?

Porque aquí —en este México que todo lo confunde y todo lo absorbe— el más santo de los santos y el más terrible de los terribles son hijos del mismo pueblo. No son extranjeros, no son extraterrestres. Son hijos de la misma historia, de la misma madre herida que parió tanto al mártir como al verdugo. Y mientras no reconozcamos que ambos nacieron de nuestras entrañas, seguiremos engendrando nuevas muertes, nuevas sombras, nuevas traiciones al sueño de un país que, incluso muerto, sigue pidiendo redención.

A Carlos Manzo lo mató el pueblo de México, pero no el pueblo de México de los héroes ni el de las banderas limpias: lo mató el pueblo de México roto que todos habitamos. El México del desencanto, el que se acuerda de sus muertos y olvida a sus vivos; el que convierte en rutina la tragedia y en espectáculo la injusticia. Lo mató el país que él quiso sanar con su palabra y con su servicio, el mismo que lo necesitaba y que, sin embargo, terminó devorándolo.

Carlos Manzo no murió por ambición ni por venganza. Murió defendiendo a los suyos, a su gente, a su amada Uruapan. No mataron solo a un alcalde: mataron a un padre de familia, a un hijo, a un hermano, a un patriota, a un constructor del bien común. Mataron a un hombre cansado de los cansados, que todavía creía que la paz era posible, que la justicia podía tener rostro humano, que la política podía volver a ser vocación y no botín. Su sangre se suma a la larga lista de los justos que, en esta tierra dolida, se atrevieron a intentar algo.

Su muerte no fue un accidente: fue un espejo. En él se refleja la herida colectiva de un pueblo que ha perdido la capacidad de llorar, que ya no se indigna porque aprendió a convivir con su propia desgracia. Carlos Manzo no murió sólo por una bala: murió por el agotamiento moral de un pueblo que ya no distingue entre lo justo y lo útil, entre la verdad y la conveniencia.

¿Importa realmente saber quién fue el autor intelectual de su asesinato? Quizá sí, pero no del modo en que creemos. Porque en estos magnicidios —como en todos los sacrificios de los justos— abundan los chivos expiatorios, las cortinas de humo, los nombres arrojados a la prensa para calmar la conciencia pública. Se repite, una vez más, el mecanismo girardiano: la multitud, incapaz de afrontar su culpa, busca un culpable que la purifique. Se detiene a un hombre para salvar al sistema. Y así, el crimen se cierra en falso, la herida se cubre sin sanar, y el ciclo continúa: un inocente es sacrificado para que el orden aparente sobreviva.

Pero el verdadero autor intelectual de la muerte de Carlos Manzo no tiene rostro. Es el sistema entero que convirtió la vida humana en moneda, que hizo del poder una religión y de la impunidad su liturgia. Es el espíritu de una política sin alma, de una sociedad que ha perdido el sentido de lo verdaderamente humano. Su muerte no fue sólo un hecho político: fue un signo espiritual, una revelación de nuestra decadencia.

Decía Péguy que todo comienza en mística y termina en política. Cuando lo que nace del fuego interior del alma —de la pasión por la verdad, de la compasión por los otros, de la fe en la justicia— se corrompe en el cálculo, en la estrategia, en la conveniencia, entonces la muerte violenta se hace inevitable. Así le ocurrió al propio Péguy, caído en el frente de batalla, y así le ocurrió a Manzo: un hombre de convicciones hondas que, al pasar de la mística del servicio a la política real, se convirtió en obstáculo para los que sólo saben negociar con la mentira.

Por eso su muerte no debe reducirse a un expediente judicial, sino leerse como un llamado. Mientras no reconozcamos que lo que lo mató está dentro de nosotros —en nuestra cobardía, en nuestra indiferencia, en nuestra renuncia a la verdad—, seguiremos repitiendo su sacrificio.

¿Y qué hacer, entonces? Lo primero, valorar la vida. La propia y la ajena. Recuperar el respeto elemental por el prójimo, por el hermano, recordar que no somos enemigos. Resistir: no tener miedo de los que pueden matar el cuerpo, sino de los que pueden matar el alma. Reaprender la ternura en medio del horror, la esperanza en medio del cansancio. Porque cada vez que alguien ama en esta tierra herida, cada vez que alguien dice la verdad aunque tiemble, cada vez que alguien se niega a corromperse, Carlos Manzo vuelve a vivir un poco. Y México también.

Que descanse en paz Carlos Manzo, y que luzca para él la luz perpetua. Y que el perdón se derrame sobre todos sus asesinos, donde yo me incluyo.

 

[1]  Es maestro en Filosofía por la Universidad Iberoamericana. Actualmente es coordinador y profesor investigador de la División de Filosofía del CISAV.

El propósito de este documento es identificar los posibles impactos sociales de
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En este trabajo se reúnen algunas facetas de la filosofía actual. Recientemente se han destacado algunas de sus corrientes, a las que conviene atender, para estar al día en nuestro conocimiento filosófico. Pues todo depende del diálogo que logremos sostener con esas escuelas o tradiciones. Dentro de ellas se encuentran: la filosofía analítica, la fenomenología, la hermenéutica, con especial énfasis en la hermenéutica analógica y el nuevo realismo.

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