El de México es un caso particular, pero además sui generis, de la realidad de violencia, barbarie, corrupción e inseguridad que se muestra en la época actual en el mundo. Además de las cuestiones históricas que, sin duda, han contribuido mucho para llegar al statu quo que vivimos, se fue paralelamente gestando un individualismo ajeno al carácter originario de nuestra comunidad, que, al combinarse con otros factores, fue alejando a los mexicanos de la conciencia de pertenencia y a la disolución del carácter comunitario y societario de su ser.
A riesgo de repetir una idea muy manida, sí creo firmemente que la única posibilidad de revertir esta situación pasa necesariamente por un cambio en el proceso educativo. Es a través del ejercicio auténtico de una nueva forma de educación o, mejor dicho, de formación, que es posible que se dé un cambio, incluso en un corto plazo. Se trata de fundar una filosofía de la educación a partir de una noción de persona lo más completa posible, ya que una peculiaridad y un rasgo distintivo de la tarea educativa lo constituye el hecho de que parte del núcleo personal y se dirige, asimismo, hacia la esfera personal; de ahí la importancia de que cualquier pedagogía se funde en una antropología, además de destacarse que, de cómo esté tipificada ésta, se caracterizará la primera.
En México se ha dado un profundo olvido de lo que podemos llamar “educación humanista” en sentido auténtico, sucumbiendo a las modas de otras latitudes y mentalidades, pretendidamente “progresistas”; se trata de comprender que lo “humano” no es un vacío concepto o una mera fórmula, sino que ha de concebirse como un acontecimiento concreto, que encuentra su plena expresión en las personas que nacen para ser formadas y educadas paulatinamente. La recuperación de la dimensión humana, así entendida, como personal en nuestro sistema educativo puede ser garante de un cambio incluso en las generaciones inmediatas. Es fundamental, en este contexto, que el proceso formativo de una educación auténtica pase por una apuesta por la dimensión comunitaria, en donde la noción de persona se vea fortificada justamente porque, a diferencia del mero individuo o del sujeto, la persona se constituye como una realidad siempre “en relación” con los otros que, a su vez, cobran esa dimensión personal gracias al reconocimiento recíproco. Por eso, formar en aras a construir comunidad constituye el auténtico triunfo de la alteridad y la única posibilidad de derrota radical del egoísmo y el individualismo como los que, junto con sus secuelas de violencia, injusticia y desesperanza, lamentablemente, están tratando de imperar en la sociedad mexicana contemporánea. Así, puede ser totalmente factible instaurar lo que se conoce como “educación para la paz”, pero esto no puede más que formularse a través de la afirmación de los valores concretos que nos caracterizan y constituyen de manera positiva. Y aquí, quiérase o no, el papel que juega el sentido religioso es fundamental; de otro modo, no pueden comprenderse y sobre todo vivirse los valores en sentido estricto y profundo. Reconocer el papel de la religión en el proceso formativo es fundamental, porque fortalece el ya invocado sentido de pertenencia y la posibilidad de ir más allá de nuestra inmediatez y soberbia.
Ante lo señalado, podemos proponer acciones concretas que nos conduzcan a combatir las formas de injusticia, barbarie y violencia que han imperado en los últimos tiempos en nuestro país. Dentro de estas acciones están la de mostrar – a partir del núcleo familiar y luego ir ampliando como en círculos concéntricos hacia otros niveles – que no puede entenderse la violencia sin su opuesto, esto es, la no-violencia o bien, la paz; esta idea la puede comprender tanto el violento como quien es víctima de éste y esto los pone en común, los pone en relación. Se produce así una “conmoción” común, un sacudimiento – para usar una categoría de Jan Jan Patocka –, frente a una realidad alterada como es la nuestra. De este modo, podremos romper con actitudes maniqueas como las que en México dominan ampliamente y que nos han hecho caer en una sobre-simplificación que no contribuye en nada para aliviar la crisis humana, cultural y espiritual que nos quiere dominar pero que, estoy convencido, no tendrá la última palabra.