Dos autócratas en América Latina

Dos autócratas en América Latina

Dos autócratas en América Latina. Los casos de Nicolás Maduro y Daniel Ortega.

Por Cristóbal Barreto.

 

En estos días que la reciente polémica por el resultado de la elección presidencial en Venezuela, generada por la incertidumbre de no saberse con certeza quién ganó la elección, si el actual presidente que se reelige por tercera ocasión o Edmundo González, principal candidato opositor y la polémica por los modos de la cuarta reelección presidencial en 2021 de Daniel Ortega en Nicaragua, vale la pena reflexionar sobre las formas en que estos gobernantes se han sometido al escrutinio ciudadano y sus resultados gubernamentales en términos humanitarios.

Hay democracias que sucumben por la vía de los votos, dicen Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias), otras caen por la vía de los golpes militares o las invasiones, señala Adam Przeworsky (Las crisis de la democracia). Los hechos dicen que en los últimos años en Latinoamérica se ha hecho por la vía del sufragio; los ciudadanos en su libertad de elección así lo han decidido. Tanto Venezuela como Nicaragua son referentes de dos gobiernos autoritarios que llegaron al poder mediante los votos depositados en las urnas; procedimiento semejante fue para los gobernantes de Bolivia con Evo Morales, El Salvador con Nayib Bukele y México con López Obrador, aunque estos países están en la clasificación en vías al autoritarismo. En todos los casos los ciudadanos fue lo que escogieron, conscientes o no de lo que vendría después con el poder que le otorgan a su candidato y luego gobernante.

Los electores, en un acto de libertad decidieron conferir su poder a quien creen que realizaría una buena función gubernamental o simplemente lo hicieron por identidad ideológica, sin importar lo que pueda ser el ejercicio gubernamental. En toda democracia ese es el deber ser de la función electiva, decidir a favor de quién se cree puede entregar mejores cuentas a sus habitantes. Sin embargo, cuando los ideales democráticos en el ejercicio gubernamental no se cumplen, ejercer la función con sentido de bien común, rendir cuentas, regirse bajo las leyes, respetar los contrapesos, pero aun así el gobernado decide ratificar en la función al gobernante, se genera un ciclo perverso que a la larga termina mal para la mayoría de la población: el autócrata se somete a las urnas y la población, convencida o coaccionada vota por él.

Dichos gobernantes, que llegaron al cargo legitimados en los votos, al igual fueron ratificados en la reelección, al paso del tiempo crean mecanismos para sostenerse en el cargo mediante la coacción, la represión, el chantaje y la violencia; es el caso de Venezuela y Nicaragua. Ambos gobernantes para asegurar su permanencia en el poder han contado con en el apoyo de las fuerzas armadas y hasta de grupos delincuenciales. Unos y otros han hecho la función de presionar, intimidar, espiar y violentar a opositores y electores, en la idea de conseguir la mayoría de los votos.

Éste ha sido el mecanismo recurrente por los autócratas para mantenerse en el cargo. Así lo ha practicado Daniel Ortega cuando menos en dos veces de sus tres reelecciones, en 2016 y 2021; además, con el contubernio del organismo electoral, decide quién puede competir en su contra, a quién se le niega el registro y a quién se le acusa de delitos mayores para encarcelarlo o expulsarlo del país; convirtiendo la competencia por el cargo en una elección controlada, sin riesgos para triunfar.

Procedimiento semejante al de Ortega lo ha llevado a cabo Maduro, lo hizo en las elecciones de 2019 como en las de 2024; proscribió la participación de los opositores con mayor peso político y posibilidades de ganarle la elección y dejado a quienes valoraba que no eran competencia real o eran leales al régimen. Incluso, en las del presente año permitió bajo la presión internacional que un opositor apoyado por los partidos y candidaturas que había negado compitiera en su contra, no sin antes haber sacado ventaja en tiempo de campaña a su favor.

Tanto Maduro como Ortega han logrado reelegirse varias veces aun los malos resultados gubernamentales, no sin enfrentar cuestionamientos de violación a las reglas democráticas. Esto ha sido posible porque cuentan con organismos electorales controlados por ellos. El proceder de dichos organismos ha sido de parcialidad y contentillo a la autoridad: negando candidaturas, quitando opositores en la competencia y en el peor de los casos anunciando triunfos sin sustento en los votos. Resultado, autócratas en el poder que se ofrecen respaldo mutuo ante el cuestionamiento local e internacional.

Uno y otro presidente llegaron al cargo legitimados por los votos ciudadanos; Maduro lo hizo por primera vez en las elecciones de abril de 2013, antes había sido presidente interino ese mismo año a la muerte de Chávez; Ortega lo hizo en 2007; ambos, al paso del tiempo han generado mecanismos y formas no legales ni democráticas que los mantenga en el poder mediante las urnas (sistemas electorales no competitivos y con un partido hegemónico de Estado).

Los dos gobernantes, clasificados por organismos internacionales como autócratas, han usado todo el poder gubernamental a su alcance e internacional de gobiernos aliados, para mantenerse en el cargo, sin importarles las consecuencias humanas de sus acciones.

Ortega y Maduro se dicen hombres de izquierda, de ideales, cercanos a enseñanzas del Evangelio y de luchar por causas justas y de los más pobres. A nombre de esas causas han generado pobreza y migración de su población hacia otros países, al grado de provocar problemas con las naciones vecinas.

A las grandilocuencias de los resultados que dicen alcanzar los autócratas la realidad los desmiente, en sus pueblos hay tristeza, miedo y crecimiento de males como virtudes para la sobrevivencia: engaño, mentira, traición, robo, violencia y hasta trata y tráfico de personas.

Los autoritarismos no son la salida para ninguno de los pueblos latinoamericanos, ni para ninguno del mundo, a pesar de que algunos de ellos se legitimen una y otra vez en las urnas. Sus triunfos, una vez apostados en el poder, partiendo de que han hecho un bien a su pueblo, que han logrado impartir justicia, bajar los niveles de pobreza, ofrecer educación y salud a los más necesitados, se fundan más en la dependencia a los bienes económicos que entregan, a la coacción que ejercen las fuerzas armas y los delincuentes, más que al pleno convencimiento de los electores.

En esta lógica, los autócratas, siempre populares, queridos, idolatrados, con amplia aprobación, al paso de los años se convierten en verdaderas pesadillas para su población, al grado de infligirles altos niveles de sufrimiento y desesperanza. Los autoritarismos no son la salida a los grandes problemas nacionales, porque al paso del tiempo dichos problemas no son solventados, sino que se agravan.

 


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