En torno al crecimiento poblacional, la aporofobia y el neo-liberalismo de masas (II parte)

 

Por José Miguel Ángeles de León|

 

Sin embargo, aunque parece que lo propio de todos los sectores “pro-vida” es oponerse a a todo lo anterior; también es cierto que, en algunos casos, parece que a este “pro-vidismo” lo único que le importa es que nazcan las personas, y que a partir de ello, dependerá de su tenacidad y de su “aptitud” el poder ser incluidos en el mercado (es decir, ser mano de obra para el mercado y ser consumidores es lo que en esta economía salvaje significa “inclusión”); a este pensamiento le suele acompañar la idea de que una mayor población beneficia al mercado, porque se aumenta la población económicamente activa, y por ende, la demanda de trabajo, lo que significa, según las leyes de la oferta y la demanda, una disminución a los salarios; y un aumento al precio de las mercancías, al aumentar la demanda de las mismas. Para estos “pro-vida”, también utilitaristas, mayor población significa más consumidores y más mano de obra, lo que significa mayor ganancia.

Lo anterior en el mejor de los casos, pues en algunas posturas contradictorias (como las de los cristianísimos Donald Trump o Viktor Orbán), esto está determinado por el lugar de origen y por la raza. Así, por ejemplo, mientras se defiende la vida de la nacionalidad que “se defiende”, y entre ella se fomenta el natalismo; se criminaliza la inmigración que va en búsqueda de un mejor futuro; en ambos casos, exaltando un orgullo nacionalista que poco tiene que ver con la defensa intrínseca de la dignidad de la persona humana. Aunque es evidente que ante el fenómeno de la inmigración no se puede ser ingenuo, y que es un tema harto complejo, que aquí no ahondaremos. Y esto se muestra patente en realidades como la francesa o la belga, donde la inmigración masiva de personas con cultura subsahariana-musulmana, tiende a una paulatina “deshegemonización” de la cultura francesa, cuando ambos países ya viven, desde finales de la Segunda Guerra Mundial, un proceso acelerado de Secularización que viene desde la Revolución Francesa. 

Debido a la pobreza espiritual de estas huestes que migran (en el sentido de que su única meta en la vida es ser incluidos en el mercado, es decir, poder consumir como se consume en el llamado “primer mundo)” y a su inherente desesperación, es frecuente que no pocas veces algunos de estos sufrientes se dediquen a actividades ilícitas, lo que parece darle la razón a los que los desprecian. Pero esta situación también beneficia al capitalismo depredador, pues la migración, al aumentar la población, también empobrece el salario. En ocasiones, el trasfondo de una política abierta a la migración, es la voluntad de empobrecer el salario; lo que evidentemente perjudica a la población local.

La disminución de los salarios por inmigración también es uno de los argumentos más fuertes y utilizados por aquellos que, sistemáticamente, pretenden impedirla a toda costa. Todo lo anterior deviene en neo-nacionalismos, que fomentan el natalismo de la población local en “pro de la raza·; y desprecian, profundamente, la inmigración. Lo que no sólo va acompañado de aporofobia (fobia a los pobres), sino también de racismo. La “defensa de la raza” suele ser un agregado a la “defensa de los valores eternos de un pueblo”, que ante la hegemonía cultural de la inmigración (que como hemos visto, su fin no siempre son las mejores intenciones), se imponen como una contracultura; que en estos sectores, ante lo que perciben como “nueva hegemonía”, suele auto-denominarse “políticamente incorrecta”. 

Lo peor sucede cuando se asocian tales “valores eternos de un pueblo” con una raza, pero también con una religión. Esto desde luego le da la razón a aquellos que tildan a los religiosos conservadores (casi siempre cristianos) de racistas, segregadores y hasta genocidas. Esto sucede, por ejemplo, cuando en España o en Francia, se dice que lo propiamente español o francés es el catolicismo, lo que crea una identidad nacionalista-católica. Donde el ser cristiano se reduce a una identidad “contra-hegemónica”, aunque no haya ni luces de conversión personal y permanente.

Lo que evidentemente nada tiene que ver con lo que realmente predican los Evangelios. Esta es la razón del neo-maurrasianismo que vemos en movimientos políticos actuales como Vox en España o en la plataforma política de Jair Bolsonaro en Brasil, donde el cristianismo se reduce a una “característica cultural”, que debe fomentarse en tanto que es un “rasgo cultural-identitario”, y no en tanto que invite a la transformación de la persona humana. Y así es como los valores eternos de la tradición, como puede serlo la defensa de la vida, se convierten en mera palabrería politiquera que “respalda” una “identidad cultural”; y que como ya hemos visto, suele convertirse en mera propaganda populista. Es decir, en este neo-maurrasianismo, una persona realmente no está convencida de la defensa de la vida porque contemple en ella la dignidad y la belleza de la vida humana; sino que la defiende porque “el buen ciudadano nacionalista de derechas está a favor de la vida”. Los populismos responden al “uno”, a esa muchedumbre informe imperativa, que dice siempre “uno debe…”. Ese “uno”, que desgraciadamente en la lengua española no es tan visible, pero sí en francés (l’on) o en alemán (das man), del que Heidegger hizo un concepto filosófico en Ser y tiempo (Heidegger, 1927).

Los neo-maurrasianos confunden la defensa de los valores eternos de la tradición (que han perdurado por ser verdaderos) con el aniquilamiento y con la marginación del diferente, so pretexto de “la patria»; cuando uno de los valores eternos que se defienden en los Evangelios es la caridad con los extranjeros y con los que sufren; siendo las personas que migran, extranjeras y sufrientes. Y son ellos, los que sufren, los bienaventurados del Evangelio, los que nos impulsan a la conversión permanente del corazón. Aunque también es cierto que no se puede romantizar la migración, ni todo lo que esté en las agendas de aquellos que pretenden demoler el paradigma cultural cristiano; pues muchas veces esta romantización va acompañada de una culpa sentimentalista, que suele devienor en buenismo.

Y lo que más se suele romantizar es la desesperación de los que sufren (en este caso, los migrantes), que en muchos casos, en su miseria, su única meta en la vida es ser incluidos en el mercado. Generalmente son los sectores “progresistas” y de “izquierdas”, anti-capitalistas, los que son solidarios con estos extranjeros que sufren (por lo que por los neo-maurrasianos los católicos solidarios con estas causas suelen ser despreciados), y  ellos suelen ser los únicos que levantan la voz ante los abusos de esos demagogos de derechas que usan, efectivamente, la “defensa de la vida” como un “dispositivo” y como un “biopoder”.

Aunque, tras lo que ya hemos expuestos, estos sectores de izquierda suelan defender la migración en una evidente contradicción ideológica, porque la mayoría de estos inmigrantes, lo que buscan es un pan terreno, que identifican con las bondades de la economía capitalista del “primer mundo”; renunciando, inclusive, a su sabiduría heredada. Al final, ambas posturas extremas le hacen el juego al mercado. Al final, ambas posturas, adoran al becerro de oro. Pero más allá de las posturas extremas, hay una síntesis cultural que parece ser la verdaderamente hegemónica entre los millennials, y que es la más peligrosa al estar completamente arraigada en nuestras sociedades contemporáneas. Esta síntesis cultural, guiada por el mercado, y por la noción de inclusión defendida por él (existir es poder consumir según los parámetros de mercado), es el “neo-liberalismos de masas”. Y este “neo-liberalismo de masas” (aunque dudo al utilizar el término “neo-liberalismo”, por el sentido en el que ciertos sectores de izquierda lo utilizan siendo estos, según este criterio también neoliberales), es la la fuente de donde brotan los clichés que mencioné en el inicio de este texto.

Este “neo-liberalismo de masas” consiste, básicamente, en la inclusión plena en lo que entienden por “mercado”. Lo que muchas veces implica postergar todas las actividades humanas que disminuyan la capacidad de consumo de placeres (como es el tener hijos, o hacerse de un patrimonio propio), hasta que uno se encuentre “plenamente establecido la vida” (es decir, en el mercado), hasta que uno tenga la seguridad económica suficiente para tener hijos (incluirlos al mercado) y sus gastos inherentes (educación, salud, vivienda, etc., según los parámetros culturales del mercado), y que esto no entre en conflicto con el consumo de placeres (acceso a tecnología, viajes de placer, estudios superiores, etc).

La capacidad de consumo de placeres, bajo los ojos del mercado, es el éxito. Y bajo este juicio, si no se supera tal conflicto, uno no es digno, ni está listo, para tener hijos; y por lo tanto, uno es un fracasado. Y cuando uno decide tenerlos, si no se cumple con lo anterior, será juzgado de irresponsable, no sólo consigo mismo (porque se “truncan” los “proyectos personales”, sino con el planeta porque se criarán “personas incorrectas, producto de irresponsabilidades que sólo traerán más miseria a este mundo miserable”. De ahí, por ejemplo, el desprecio de algunos al nacimiento de “nuevos pobres”.

Todo esto, aunado a la pobreza laboral de los millennials, y a las ideas culturales buenistas que se defienden al respecto de la vida, y que ahora son paradigma cultural: la ecología entendida como “disminuir la huella humana en el planeta”, las relaciones sexuales estériles, la familias “diversas”, los “derechos” de los animales, etc, devendrán paulatinamente en la disminución de la población; al menos en los países “civilizados” (entendidos como aquellos que están incluidos en el mercado). Esto significa también que las opciones políticas mayoritarias de los años venideros, emanadas de esta hegemonía cultural, no tendrán en sus prioridades, políticas en pro de las familias y de su conservación; sino que simplemente se limitarán a garantizar la inclusión de los individuos en el mercado (aumentar su capacidad de consumo) y sus libertades sociales (ahora entendidas derechos basados en la no intervención de terceros como el Estado o la familia en “decisiones individuales”, como lo pueden ser el consumo de drogas, el aborto, la eutanasia, la eugenesia, que se entienden como ejercicios personales, libres e individuales).

Así, la política se convertirá en la defensa de los “derechos” de los individuos, postergando así los derechos masivos (inclusión de los marginados en la sociedad, evidentemente no entendida como el mercado) y la búsqueda del bien común; lo que paulatinamente significará, una tendencia a la desaparición de las obligaciones civiles y colectivas, cada vez más juzgadas como una intromisión del Estado en la “libertad” de las personas. Ya hemos hablando del “antídoto” que se está creando en oposición a esta tendencia, lo que también está deviniendo en extremismos más radicales, tanto a la derecha como a la izquierda. De aquí el nuevo auge del anarquismo, tanto anarco-capitalista (a la derecha), como anarco-comunista (a la izquierda). Que si bien no coinciden en los absoluto en la forma como se debe crear y distribuir la riqueza, están de acuerdo en la completa apertura a las libertades civiles, tanto en la vida privada, como en la vida pública. Al final, ambos son hijos de la misma madre: el liberalismo. De ahí que la palabra “libertario”, sea valido tanto para los unos, como para los otros. Empero, la proliferación de estas posturas, dialécticamente, parece anunciar que los “populismos de derechas” tampoco desaparecerán, y que entre tanta confusión cultural, serían una férrea oposición política. 

El “neo-liberalismo de masas” ya es casi mayoritario en Europa Occidental, Estados Unidos, e inclusive en América Latina (tanto en las derechas, como en las izquierdas); regiones del mundo, donde hay desde el siglo XIX una tendencia a la secularización. Sin embargo, en el África Subsahariana, la región más pobre del planeta, la taza de natalidad sigue siendo muy superior al 2.1 hijos por mujer (5.46 hijos por mujer, en el caso de Nigeria, 6.0 en el caso de Niger), que es la taza de natalidad necesaria para conservar una población, afloran los radicalismo islámicos anti-occidentales, casi siempre anti-cristianos. (World Fact Book, 2019). Esta tendencia, por lo menos, a mediano plazo (2060), significa un gran aumento de población en esta inestable región del planeta. Y su inclusión en el mercado global parece estar muy lejana. Por ejemplo, en la actualidad, Niger es el país con el IDH más bajo en el mundo y el 187 de 194, en Producto Interno Bruto por Paridad Adquisitiva.  (World Fact Book, 2019). 

¿Esto significará una migración masiva aún más masiva a Europa, ansiando ser incluida en el mercado, que transformará para siempre el mundo occidental, y que vendrá a sustituir la población que no se reprodujo por el “neoliberalismo de masas” de inicios del siglo XXI? No lo sabemos, y toda estimación o pronóstico es poco seguro. Lo que sí sabemos es que estos panoramas nos rebasan ampliamente, y que aunque muestren un porvenir turbulento y complejo, son una oportunidad para tomar consciencia de nuestro tiempo, y para distinguir entre los acontecimientos que vivimos todos los días. Son invitaciones inmejorables al discernimiento de lo que uno hace con nuestra propia vida, y de lo que esperamos de ella.

Me queda claro que toda expectativa sobre el futuro, que no esté cimentada en una verdadera esperanza, tenderá a la desesperación. Jamás podremos predecir el sentido de la Historia. No podremos predecir el sentido de la Historia, pero sí es posible es discernir en torno a dónde tenemos el corazón puesto: qué es lo que añoramos, a dónde queremos ir; y ver la verdad que haya en ello, que es la única guía segura hacia la esperanza. Por esto, también me queda claro es que el porvenir de la humanidad no depende de los políticos, ni de los grandes acontecimientos; lo que no implica que no se proteja la dignidad de la persona humana, que no basta con que se reconozca, se debe amar, y para ella debe conocerse: no se ama lo que no se conoce. Nuestro afán histórico-temporal verdaderamente importante, depende del día a día, del jornal silencioso cotidiano, en el que decidimos hacia dónde ir. Que no sea el miedo, ni la incertidumbre lo que nos conduzca a la desesperación; mucho menos el fracaso en lo que el mercado entiende como éxito o progreso.

Huir a la desesperación de la Historia es imposible sin tener fe en una promesa de esperanza y de salvación, que le dé sentido a la misma; lo que sabemos de antemano que no nos defraudará. Y hallar esa promesa de esperanza que no defrauda es la mayor gracia de todas, porque es la primera. La Historia ha sido escrita silenciosamente por los afanes cotidianos de los hombres y mujeres alimentados de esperanza, quienes son los que de tal alimento espiritual han conseguido las fuerzas necesarias para trabajar por el pan suyo de cada día; y que por ese pan, dado por gracia, han transformado este mundo. Entendiendo por transformación no el progreso económico ni tecnológico; sino el advenimiento de un mundo más encarnado, con más caridad, con más esperanza y con más fe.

Todos los que hoy vivimos descendimos de ellos. Con sus virtudes y defectos, se abrieron al misterio de la vida. Y ellos pasaron por guerras, por hambrunas y por enormes incertidumbres; y a pesar de los pesares (y tómese como nunca el sentido más literal de esta expresión hecha) persistieron, y persisten. Y, sin embargo, todos sus hijos, hoy despreciamos su testimonio y su espera silenciosa. ¡Qué decepcionados estarían de nosotros que estamos inmovilizados ante el porvenir!; los que se inmovilizaron por miedo en el pasado, hoy están extintos. Es de este pan, y no del que se compra en el mercado, del que verdaderamente estamos hambrientos; tanto así, que el mercado insiste en venderlo. Sólo los verdaderamente pobres son dignos de este pan de vida eterna y verdadera. Y el pan material sólo es, en tanto y cuánto, no nos aleje de él. 

 

 

Referencias Bibliográficas