Feminismo: desde el patriarcado al paternalismo

Una reflexión sobre la marcha del 15 de Agosto

Giampiero Aquila

En la tarde del pasado 16 de agosto los tambores de los periódicos, de las redes sociales y de las emisoras televisivas, redoblaban, debido a las consecuencias vandálicas de la marcha del día anterior; al día siguiente todavía habrían seguido transmitiendo las imágenes y comentando.

No es simple atisbar un juicio sobre lo sucedido, demasiado cercano, demasiado empapado de violencia, sin embargo, considero que el silencio coincide con poner una lápida sobre dos dolores: el de las mujeres que gritan su hartazgo ante la violencia del acoso, de la violación y del feminicidio, impunemente perpetrado, y el dolor de una ciudadanía que se ve vilipendiada en el patrimonio común de monumentos y servicios públicos destrozados.

Desde hace tiempo me ha llamado la atención que en nuestra capital se ha caminado hacia la protección a la mujer y lo más evidente es el transporte público “reservado”: el bus Atenea y los primeros vagones del Metro, son ejemplo de esta discriminación positiva.

Desde un principio mi impresión ha sido que se estaba relegando a las mujeres, se estaba renunciando a reconocerle un derecho de ciudadanía pleno y resignándonos al hecho de que no les es posible circular libremente o, si lo hacen, es bajo su propio riesgo; ya la sociedad no es responsable, mejor dicho, nadie se hace responsable de lo que les pueda pasar, no de jure pero de facto es así; fuera de la reserva la cacería es libre (perdóneseme la expresión cruda).

El deslizamiento que esto genera es el cambio que, desde una actitud patriarcal, del padre/patrón, raíz del machismo familiar e institucional, se orienta hacia el paternalismo del “yo te protejo” con tal de que nada cambie de raíz, ni las jerarquías ni los poderes.

Sucede algo análogo a las cuotas de género en las instituciones: a mi entender una triste necesidad. Las mujeres tienen derecho a un mismo salario, al mismo acceso a los puestos de trabajo por sus capacidades y competencias, trátese de que obtengan el 100% o menos que ello, no necesitarían de cuotas garantizadas, sin embargo, una discriminación atávica hace necesario la introducción de cuotas que les permita participar como protagonista de derecho en las actividades políticas o del emprendimiento que consideren.

¡De acuerdo con esto! Pero no es suficiente, no cambia de raíz una postura discriminatoria, no se elimina la violencia de género, y el pasado reciente y menos reciente está a demostrarlo. Los datos horrorizan (1), pero muestran que las estrategias usadas hasta la fecha no bastan o, peor aún, están equivocadas y son parte del mal que pretenden contrarrestar.

La curva de una de las gráficas reportadas en nota muestra que del 2007 a la fecha el incremento de feminicidios ha sido drástico, después de una leve inflexión en 2015 (de 4.6 a 3.8 feminicidios por 100 mil mujeres) ha vuelto a crecer de manera aún más drástica.

Sin embargo, “las mujeres” no son una minoría étnica, ni siquiera una variable socio-política. Menos aún se pueden considerar un mero objeto de conocimiento o una variable estadística, ellas representan la cuota mayoritaria de la población mundial y son las referentes de la gran parte de las políticas sociales, desde los organismos municipales hasta los  internacionales pasando por los estamentos intermedios. Representan la riqueza más viva de nuestro tiempo, caracterizado de acuerdo a muchos autores por la “ausencia del padre”, por el desdibujarse de la figura del varón. ¿Entonces porqué sucede esto?

Se estima que el 35 por ciento de las mujeres de todo el mundo ha sufrido violencia física y/o sexual por parte de un compañero sentimental o violencia sexual por parte de otra persona distinta a su compañero sentimental (estas cifras no incluyen el acoso sexual) en algún momento de sus vidas. Sin embargo, algunos estudios nacionales demuestran que hasta el 70 por ciento de las mujeres ha experimentado violencia física y/o sexual por parte de un compañero sentimental durante su vida (2).

¡El 35% de mujeres que han sufrido violencia y en determinadas naciones el 70% (¡Sin contar el acoso!). Simple y llanamente nos dicen que ser violadores, feminicidas o acosadores es de gente normal, tanto en sentido estadístico como psicopatológico. Violadores y asesinos, no sufren de trastornos, pasarían tranquilamente cualquier screening psiquiátrico. 

Zygmund Bauman en un agudo ensayo sobre el Holocausto (3), identificaba la necesidad de analizar las pautas normales de la racionalidad de la modernidad, para comprender cómo fue posible que personas “normales” perpetraran un genocidio de esas dimensiones; sin embargo, mutatis mutandis, no tan lejos de los números de feminicidios que reportamos arriba.

En la introducción a su ensayo nuestro autor, citando a Herbert Kelman, indica tres condiciones que posibilitaron que alemanes normales se transformaran en asesinos en masa. En opinión de Kelman, las inhibiciones morales contra la atrocidad se cumplen bajo tres condiciones, por separado o juntas: cuando la violencia es autorizada; cuando las acciones están dentro de una rutina; cuando las víctimas están deshumanizadas como consecuencia de un adoctrinamiento.

Rehúyo pensar que la violencia a la mujer sea autorizada, pero me cuesta poco trabajo considerar que la impunidad de los delitos representa una autorización implícita, de que sí existe una rutina inducida a través de los medios de comunicación, internet en particular que, a su vez, deshumanizan a la mujer y su cuerpo, en la pornografía en particular y en el comercio.

Me aventuro en formular lo que considero un simple inicio de un itinerario aún largo y complejo.

Un indicio lo encuentro en la naturaleza propia de la discriminación positiva: Cuando no es parte de un proceso de mayor respiro, que llega a la raíz del problema, lo que hace es confirmar la lógica que está en el origen del problema, que, a mi parecer, es este: que el encuentro con la otra persona, en la plenitud de su dignidad y de su diversidad, es una amenaza, un factor de posible limitación de mi deseo, de mi ser lo que quiero ser como sujeto autónomo.

La violencia como negación del otro, en cuanto otro, hace de la expresión “el extraño enemigo” un axioma violento, trasformando el atributo en sustantivo, y viceversa, el sustantivo en atributo: todo extraño, extranjero, diferente o simplemente el otro con toda la carga de alteridad, es enemigo.

La consecuencia de la enemistad es la aniquilación del otro, primeramente de su dignidad y consecuentemente podrá ser esclavizado, violado, asesinado.

Esta circunstancia no es privativa de la violencia sobre la mujer, tiene que ver con la violencia que observamos diariamente en nuestras calles y en las calles del mundo y de allí podemos intuir el tamaño del problema. Pero el caso de la violencia de género es la más significativa en absoluto, porque toca la diferencia más radical y objetiva que atañe a los humanos, la diferencia de género.

Esto considero que es el contexto al interior del cual se ha desarrollado la manifestación del 15 pasado. Pero, en la violencia manifiesta y en la radicalización de las acciones, contiene su misma derrota: el reconocimiento de la imposibilidad al diálogo, la resignación a que el único camino para resolver el conflicto es un muro contra muro, que no existe una parte sana de la cual poder reiniciar, que no me puedo fiar de nadie “salvo de mi escopeta”.

¿No es acaso esta una de las conclusiones, tal vez la más probable, a la que podemos llegar?

El grande T.S. Eliot, decía en sus Coros de la Piedra: “en un mundo de fugitivos, el que tome la dirección contraria parece que huye”; así que, al amparo de su autoridad, me atrevo a formular un camino, una hipótesis de salida de este impasse. El lugar por antonomasia de la conciliación de las diferencias, las más originales: la diferencia de género y entre generaciones es la tan vilipendiada familia, la que conocemos: mamá, papá, hijos, abuelos y abuelas y tíos, tías, esa que se reúne de vez en cuando en fiestas y cumpleaños.

Decía “vilipendiada” porque desde hace décadas está bajo ataque, con un proceso legal y cultural de desmantelamiento iniciado el siglo pasado que la hace anacrónica, fuera del tiempo. ¿Pero no es acaso allí donde es más fácil aprender qué quiere decir defender el bien común, donde aprender el respeto al otro, el sacrificio de sí?

Sé que lo que estoy escribiendo suena algo impopular, pero si confrontamos los datos sobre bienestar social descubrimos que es en ese espacio donde esos índices encuentran mejores condiciones de desarrollo (4) y que el incremento de los datos de divorcio van de la mano con el crecimiento de los datos de violencia a la mujer, de maltrato a los menores; tal vez valga la pena preguntarnos si ya es hora de invertir la ruta.

Referencias: