Por Fidencio Aguilar Víquez.
A don Mario de Gasperín, en su cumpleaños 90,
por su enseñanza, su acompañamiento
y su amistad. Con afecto filial.
Los primeros dos temas de Spe salvi, de Benedicto XVI, abren el horizonte de esa especial esperanza cristiana que va más allá de toda esperanza efímera, pasajera, incompleta; se trata de la esperanza a la que aspiran los deseos más profundos del corazón humano. Es la esperanza en virtud de la cual “podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino.” (Spe salvi, n. 1).
La relevancia de tal meta (tan grande que valga todo esfuerzo y empeño, incluso la vida misma) la ilustra el papa Ratzinger con la vida de santa Josefina Bakhita (nacida hacia 1869), que sufrió esclavitud y maltrado por mucho tiempo (había nacido en Dafur, Sudán), hasta que encontró a un «dueño» distinto, ya en Italia (después de 1882). Fue entonces que conoció a Jesucristo, el Señor bueno, por cuyo encuentro había valido la pena todo lo que vivió. Su consagración a este nuevo «Paron» la liberó definitivamente (Ib., n. 3).
Es lo que ocurre con esa esperanza: realiza en el presente, de algún modo, la meta prometida. Esta convicción, dada por la fe en ese Señor, es lo que brinda la certeza de que se trata no de una ilusión, sino de una realidad viva, profunda y sustancial, que llena los deseos más profundos del corazón humano. Es lo que pasó con Bakhita y lo que pasa con todo hombre y/o mujer que se convierte a Jesús, el Señor. La vida cambia y, con ella, cambia el presente, el aquí y el ahora, aunque la meta esté más allá de esta vida.
Me llamó la atención al respecto la alusión de Benedicto a la Carta a Filemón de san Pablo (Flm 10-16). El Apóstol, encarcelado, envía a Onésimo a Filemón, su amo, de quien había huido. Le pide que lo trate como «hermano querido». Este trato, más allá de toda condición civil (amo-esclavo), es el fruto de la esperanza (Ib., n. 4) que también es fe: búsqueda, aceptación y certeza de lo que ya está presente, si bien de forma misteriosa, y que tendrá plenitud en la consumación final de todo tiempo.
Spe salvi, señala que, desde los primeros tiempos del cristianismo, en los ataúdes, frente a la realidad de la muerte, la pregunta por el sentido último de la vida se respondía con los signos de Cristo como filósofo y pastor: “Él nos dice quién es en realidad el hombre y qué debe hacer para ser verdaderamente hombre”. Además, citando el salmo 22, 1-4 (“el Señor es mi pastor, nada me puede faltar”), plantea que Cristo conoce la oscuridad del camino, que Él mismo atravesó (Ib., n. 6).
Un término que vincula la fe y la esperanza es la noción de hypóstasis, traducido del griego al latín como «sustancia», lo verdaderamente real y auténtico, la vida verdadera y definitiva, más allá de toda apariencia y accidente. Por la «sustancia» “ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera.” (Ib., n. 7). De ahí que la fe, ya en el momento presente, se vuelve una certeza de lo que ha de venir, y esto es precisamente la esperanza, la esperanza que no defrauda.
Spe salvi hace notar otra noción asociada tanto a la fe como a la esperanza; el término es hyparchonta, traducido del griego al latín como bonorum: bienes para el sustento cotidiano. En la Carta a los hebreos, san Pablo se dirige a los cristianos apuntando que éstos han aceptado con alegría la confiscación de sus bienes necesarios para vivir porque sabían que poseían ya otros “bienes mejores y permanentes” (Hb 10, 34). Esto también es fruto de la esperanza concreta, aquí y ahora, como fe: certeza en lo que ha de venir, y que ya está de alguna manera presente, incluso en el sufrimiento y la pena.
Otra noción más que menciona el documento de Benedicto XVI es hypomone, traducida como «paciencia». Quien cree en Cristo ha de esperar soportando «pacientemente» “las pruebas para poder «alcanzar la promesa»” (Ib., n. 9). Lo anterior no significa cobardía o retraerse por temor, sino “espíritu de energía, amor y buen juicio” (Tim 1, 7). El Apóstol, en otra carta, escribe: ¿Quién podrá separarnos del amor a Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? (…) En todo esto somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. (Rom 8, 35 y 37).
Frente a Spe salvi vinieron a mi mente varias imágenes. Una fue la de Albert Camus y su libro El hombre rebelde. No era este Nobel francés un creyente, sin embargo, su fuerte sinceridad le hizo ver algo que sólo con ella se mira. Frente a este mundo absurdo, delante de esta existencia sin sentido, la principal alternativa del ser humano, acaso la única, es plantarse con dignidad. Si la vida no tiene sentido, como muchas veces parece ser, la dignidad es la única actitud que el ser humano puede tomar para seguir siendo humano.
Para el hombre o la mujer de fe, sin embargo, el horizonte cambia. No porque deponga su dignidad, sino siendo más consciente de ella. La otra imagen que me vino a la mente es la de Charles Pèguy y la pequeña niña esperanza, especialmente la que muestran sus obras El pórtico del misterio de la segunda virtud y El misterio de los santos inocentes. Ahí muestra que la fe y la caridad son las hermanas mayores, quienes conducen a la esperanza, una niña pequeña.
En realidad, dice Pèguy, es la esperanza la que conduce a aquellas. Porque los mayores trabajan por los niños, como el padre que, a pesar del frío intenso, tiene que ir a trabajar; le cuesta, incluso el frío le engarrota las manos y le tensa todo el cuerpo, pero al pensar en sus hijos que se quedarán jugando en casa, al imaginar cómo estarán jugueteando, toma la fuerza necesaria para trabajar, sin importar el clima ni nada. Así es la esperanza, como esa niña, como esos niños que no trabajan, pero por los que se trabaja.
La tercera imagen que me vino a la mente, y con ella concluyo mi reflexión, es la del libro de Romano Guardini, Una ética para nuestro tiempo. Al hablar sobre la paciencia como la fuerza del amor, sobre todo del amor de Dios por el mundo y por el ser humano, me vino a la mente su oración al final de su reflexión sobre esta virtud: “Señor, tenme paciencia, y dámela, para que las posibilidades que se me han concedido crezcan y den fruto en el breve lapso de este tiempo, del tiempo de mi vida.”