La insurrección de la conciencia

Para Iván, quien me recuerda que este mundo no tiene la última palabra.


El momento actual no es sólo una época de cambios sino un cambio de época. Hoy es más difícil interpretar la realidad en términos de “bien” o “mal” absolutos. Observamos una gama de grises casi infinitos al intentar discernir los “signos de los tiempos”. La adhesión a un “metarelato” o a una ideología produce desconfianza y es mal vista, ya sea porque puede ser considerada una ingenuidad o, incluso, en el peor de los casos, una descarada corrupción por parte de aquél de quien se sospecha que presenta con un discurso noble para ocultar intereses torcidos.

Nuestras propias certezas personales y sociales sobre cómo deberíamos de ser y cómo acceder a la verdad están en mutación. En algunos casos, preferimos argumentar cómo no es posible acceder a la verdad, tomando como punto de partida esta posición como verdadera. Nos parece sospechoso que el Estado tenga una noción del bien y verdad porque ya no creemos ingenuamente en el progreso, porque hemos visto las injusticias que se han cometido en el nombre de sus ideologías, aunque, simultáneamente, refutamos al “sistema” utilizando las mismas premisas de las que pretendemos escapar. Criticamos las instituciones pero nos valemos de éstas para hacernos escuchar. Los paradigmas que nos servían para inclinarnos a una postura u otra ya no son tan claros porque la misma Historia nos ha demostrado que los modelos ideológicos no son perfectos: el capitalismo no nos ha otorgado la “verdadera libertad”, ni a los ricos ni a los pobres, ya que los primeros, esa minoría “feliz”, se han hecho esclavos del dinero y del poder y los segundos, carecen de los necesario para acceder a lo indispensable. Tampoco el comunismo como ideología ni el sistema socialista ha logrado los ideales por los que combatían: “la igualdad y la justicia social”. Hemos visto cómo los que iniciaban la revolución, al obtener el poder, se volvieron su principal enemigo. Las categorías con las que definimos el cambio, el progreso y la revolución “auténtica” están cambiando. Podemos preguntarnos qué es más eficiente: ¿una huelga de hambre?, ¿un levantamiento en armas?, ¿una manifestación silenciosa? o ¿una denuncia en redes sociales?, todas estas formas de protesta civil pacífica las hemos intentado y por supuesto que en su contexto han sido eficaces, incluso podemos decir que como sociedad hemos avanzado por el hecho de que hoy hay más ciudadanos exigentes y la cultura de la denuncia está aumentando.

El problema puede radicar en cierto desconocimiento de cómo hacer el bien por lo que es importante organizarnos como sociedad civil en la cultura de la denuncia. Sin embargo, me parece que el mayor  inconveniente radica en que la mayoría de las veces elegimos la manera más fácil para hacer el bien. Caemos en un ingenuo intelectualismo socrático al pretender que con sólo denunciar la injustica del otro es suficiente para erradicarla. Hemos sistematizado la revolución, la crítica y la denuncia y olvidamos el elemento más importante y el más eficiente, que a mi parecer es el moral.

Me parece que hoy en día, al menos, los pocos que contamos con el privilegio de acceder al Internet estamos inundados por campañas, mensajes y videos conmovedores para solidarizarnos con el prójimo y contribuir al cambio en nuestro país, pero, ¿cuál es la diferencia entre comprometerse con la causa a sólo ser participes en nuestras redes sociales de la noticias del momento? Vivimos en la época de la indiferencia globalizada y, por supuesto, existen labores valiosísimas que definitivamente contribuyen a la justicia; sin embargo, pienso que lo que prevalece en nuestra “era de la información instantánea” es el seguimiento descriptivo del sufrimiento y la máxima catártica de que es suficiente denunciarlo.

Nos sentimos más interesados por seguir el caso de cómo el “otro” ha sido injusto, intolerante o maldito a revisar nuestra propia práctica de justicia. Me atrevería a decir, que somos capaces de monitorear la agonía y subirla alguna red social antes de ayudar al que está muriendo, y todo porque en algunos casos nos interesa que los demás sepan que estamos enterados y, quizá, que nos premien con un “like”. Por supuesto, la denuncia colectiva que se ha promovido en las redes sociales virtuales es algo bueno y valioso, pero ¿es suficiente? La verdadera revolución no se da solamente en lo abstracto de la crítica de un sistema ni en las multitudes entusiastas, se da en el fuero interno y, para ser más preciso, en el corazón de la persona.

Una de nuestras principales batallas se encuentra no tanto en la crítica del sistema ideológico, que por supuesto es importante, sino en un cambio de la conciencia. Para decirlo en términos kantianos, más en el terreno de la moralidad, que en el de la legalidad. No estoy diciendo que las acciones que podamos hacer como sociedad civil o como gobierno no puedan propiciar un cambio en el mundo en el que vivimos, éstas son importantes y necesarias; lo que trato de enfatizar es que de poco sirven las acciones colectivas si no están enfocadas a propiciar la verdadera autonomía del ser humano, ya que, como hemos visto en nuestra propia Historia, la euforia es mudable y el entusiasmo por un ideal que no es verdaderamente interiorizado se diluye rápidamente.

Debemos procurar, aunque esto sea más difícil y “riesgoso”, ser capaces de elegir el bien, independientemente de que este sea popular, incómodo o doloroso, y a este respecto, me parece que la máxima del filósofo de Könisgberg Sapere Aude! todavía tiene algo que decirnos. Kant, en su famoso texto “¿Qué es la ilustración?”, concebía que no se encontraba en una época ilustrada sino de ilustración, asumiendo como nosotros, una forma peculiar de situarse en la historia. Para Kant, la Ilustración supone la liberación del hombre de su culpable incapacidad, y claro que hemos experimentado esa culpabilidad, ya que la causa de las tinieblas no reside en la inteligencia sino en nuestra propia decisión. La manera en que define la revolución en este texto es muy interesante: dice que si bien mediante una revolución acaso se logra derrocar el despotismo personal y acabar con la opresión económica o política, nunca se consigue la verdadera reforma de la manera de pensar; sino que nuevos prejuicios sustituirían a los antiguos, y servirían de riendas para conducirnos.

¿En dónde, entonces, radica la verdadera revolución que puede llevarnos al a mejorar como humanidad? Aquella que incluye la denuncia pero que no se reduce a ésta. En principio, la propuesta kantiana, es en el uso de nuestra libertad. El uso público de nuestra razón es el que traerá el progreso, sin embargo, éste no puede ser interpretado como sólo un ejercicio de crítica al clero, Estado o sociedad sino sobre todo, como una continua formación de nuestra propia forma de concebir la libertad en nosotros.

Hoy podemos decir que hemos avanzado en la cultura de la denuncia pública, paso que debe considerarse valioso, pero es importante preguntarnos qué tanto hemos avanzado en la formación de nuestra libertad, aquella que no se reduce a lo que los otros alcanzan a aplaudirnos y que, en muchos ocasiones, supone todo lo contrario. ¿Somos capaces de denunciar, incluso, lo que la mayoría piensa que está bien?, ¿de dar un donativo sin que esto suponga una deducción de impuestos?, ¿de luchar como empleadores por la justicia social sin buscar un certificado de calidad ética que presumir en nuestra página web?, ¿de impulsar una educación en nuestros alumnos que suponga que nos superen?, desde mi punto de vista, este tipo de reflexiones son las que debemos procurar cuando nos cuestionamos sobre el significado de la “auténtica” revolución, aquella que no es ingenua en tanto que supone ir a la raíz del problema y que jamás será estática para suponer un estadio acrítico, ya que somos infinitamente perfectibles.