Mucho se habla sobre la sujeción de las mujeres en las civilizaciones antiguas. Se dice que no eran más que objetos bellos para la contemplación de los hombres, o que no tenían acceso a ningún tipo de educación, a propiedades e incluso a una opinión propia. En muchas ocasiones, las mujeres eran moneda de cambio para la realización de intercambios económicos, también en la opinión de algunos que ahora son considerados grandes pensadores de la antigüedad, las mujeres no eran más que receptáculos para la reproducción de la especie humana o criaturas desprovistas de inteligencia y habilidad.
Sin embargo existen honrosas excepciones a esta condición. Una de ellas es la civilización egipcia, en donde, en contraste con muchas de las culturas circundantes, las mujeres vivían casi en completa libertad. Se sabe que si bien su importancia cultural no fue mayor, un número nada desdeñable de mujeres (13) logró acceder a los puestos de poder más importantes de esta sociedad, desde Merytneit hasta Cleopatra. Aun así, este no tendría por qué ser nuestro único punto de referencia: las mujeres de la vida cotidiana también gozaban de una libertad inmejorable según la situación – al menos continental, es decir, del Mediterráneo – de la época.
En el Egipto antiguo, las mujeres podían tener propiedades y donarlas o heredarlas a quienes quisieran de manera libre, eran capaces de ser requeridas en casi todas las actividades que sustentaban el desarrollo civilizatorio (agricultura, artes, política, economía, educación, etcétera), podían tomar la decisión de casarse o permanecer solteras sin tener que ser presionadas socialmente y tampoco eran estigmatizadas por tener una vida sexual activa sin haberse casado. Lo más intrigante es que, paralelamente a estas libertades, se ejercía un control cultural muy estricto sobre todos los habitantes egipcios que era denominado Maat, una especie de “orden divino” que determinaba el papel de cada quién en la sociedad, y que, de paso, sustentaba la estructura de clases en la que se vivía. Esta especie de “ley divina” (para usar términos accesibles a nuestra época) tomaba la forma de una deidad, que representaba la verdad y el orden en todos los planos de la existencia. Moralmente se le ligaba al faraón, cuyo gobierno se regía bajo las estrictas reglas de su ley.
La conexión entre el Maat y las prácticas libres de las mujeres poseía un vínculo tal vez no tan aparente: la misión final del orden “divino” era la justicia y la prosperidad del pueblo egipcio, simbolizada por el gobierno faraónico. Por lo tanto, para los egipcios no existía una discrepancia entre estos principios y las libertades de las mujeres, como sí sucedía en otras culturas. Después de todo, parece ser perfectamente lógico que si el objetivo del orden – entendido bajo estos términos – es la justicia y la prosperidad, tanto hombres como mujeres tienen derecho a ser partícipes del mismo. Lo irracional o lo no-lógico, si se quiere, sería pensar lo contrario.