Pocas cosas hay tan antitéticas y contradictorias como la perfección y la cordura. Pero quizás hagan falta un par de palabras para justificar esta idea.
Si bien en nuestra vida buscamos el bien, y queremos vivir nuestra vida de la mejor manera, constantemente nos enfrentamos a lo precario de la realidad, a la carencia de las bondades que esperamos y que queremos. Muchas veces esos errores en el mundo son introducidos en él por nuestra propia torpeza y muchas otras es un defecto ya de fábrica, respecto de cómo están las cosas hechas y dispuestas.
Es casi increíble pero, tan pronto como nos levantamos, ya estamos llenos de necesidades. Abrimos los ojos y necesitamos, ya, ir al baño. Nos duchamos, el hambre aparece con su aguijón, el café se nos presenta como un bien tremendamente apetecible y el sueño es la primera barrera que debemos superar. Si hace frío, necesitamos un abrigo. Si hace calor, comenzamos a sudar. Más tarde, nos planteamos metas y objetivos por cumplir, y nos encontramos con otras personas que quieren lo mismo y están dispuestas a arrebatárnoslo. No solamente tenemos ya que lidiar con nuestras propias limitaciones y carencias sino que estamos frente y junto a otros que quizás no estén demasiado dispuestos a ayudarnos. Eventualmente, la gracia nos visita y encontramos un amigo en el camino, o la familia nos extiende su brazo y nuestra madre nos sirve sopita caliente.
No obstante, en medio de todo este desastre, nos encontramos también con las maravillas de la vida cotidiana. Y claro que ahí está el cielito azul y los lirios del campo y las aves del cielo, pero no es eso a lo que me refiero. El punto sobre el cual quiero dirigir la atención es que hay cierta maravilla y regusto en lo que podríamos llamar “imperfección”. De hecho, el tema es que la perfección es un traje que nos queda demasiado grande, es un vestido mal cortado para nuestras medidas de pobrecillos seres humanos que intentan ahí, diariamente, ser un poco felices.
En uno de sus más maravillosos textos sobre arte, Walter Benjamin describe el proceso por el cual las obras de arte –y en concreto está pensando en la fotografía en comparación con la pintura– van perdiendo una característica que él llama “aura”, y la pierden debido a que son objetos sujetos a su reproductibilidad técnica. Benjamin se refería a esa especie de hálito que como aureola rodea a las más grandes obras de arte por su unicidad, por su irrepetibilidad, por el encanto de ser ellas mismas un “ephapax”, un acontecimiento único en el mundo, y que la fotografía nos hacía ya entrar en un modo de hacer y de crear en el que el arte no tendría más ese hálito de irrepetibilidad, esa “aura”.
En ese sentido, podemos decir que vivimos, nosotros, los que estamos inmersos en el capital, en la época de lo cien por cien reproductible, de lo reproductibilísimo: cada taza que usamos para el café, cada sandwich que nos comemos, cada bife que ingerimos, cada camisa que nos ponemos y cada ideal de vida bajo el cual vivimos son ideales completamente reproductibles y vendibles, ajustados a las necesidades que esos mismos vendedores nos han hecho creer que tenemos y completamente iguales a las necesidades de todo el mundo.
No soy un nostálgico del folclore. Lo que quiero hacer notar es que todo aquello con lo que vivimos es totalmente reproductible, gracias a las muchas técnicas de reproducción que nuestra Modernidad se ha inventado: las líneas de producción en las fábricas como reproductoras de automóviles y objetos idénticos; colegios y universidades reproductores de profesionales idénticos; cadenas de supermercados y de comida rápida productoras de alimentos y productos básicos idénticos, y no hay lugar ya para la variedad, para salirse de la regla, para no cumplir la norma, para ser un poco jipi, para romper los esquemas, para el negrito en el arroz, en fin, para equivocarse.
¡Es tan delicioso equivocarse! Es tan maravilloso y tan liberador y tan poético y tan risible y tan humano y tan minusvalorado también… Recuerdo con un poco de lástima a Nina Sayers, la bailarina interpretada por Natalie Portman en The Black Swan. Era tan bonita como su miedo a equivocarse. Temía tanto romper el canon, temía tanto dejarse llevar por algo más que el estándar de la perfección; temía tanto no poder lograr la máxima nota del máximo aliento del más grande movimiento de la más difícil tensión de sus extremidades, que terminó por reventar y no contener su impulso de perfección dentro de sí misma. Su deseo se devoró a sí mismo.
Pero no quiero mezclar los dos problemas. El primero, el de la reproductibilidad, representa la imposibilidad de ser diferente al resto, de escapar del modelo de reproducción que denunciaba Benjamin. El segundo, el de Nina Sayers, es la individualización máxima que no reconoce que la humanidad es siempre imperfecta. Ambos tienen algo en común: la negación de la singularidad, del error, la incapacidad para admitir fallos en el sistema.
Esto lo había notado ya Kierkegaard: cuando queremos que nuestra vida se ajuste por completo a un sistema perfecto, terminaremos en tragedia porque la vida subjetiva, la vida humana, la vida de las personas es todo lo contrario a la reproductibilidad sistemática de un ideal: ni el alcance del ideal de perfección como nuestro querido cisne, ni tampoco la imitación a escala y al mayoreo de un modelo igual a todos.
Por eso decía que la perfección y la cordura son antítesis la una de la otra. La vida es, pues, solamente posible y vivible en la imperfección de nuestra unicidad, en la risa frente a los errores y al fracaso, en la capacidad de asumir las irregularidades, en el abrazo a los fallos y a la traiciones. Una vida humana, en fin, solamente encuentra la cordura cuando su fundamento es el perdón.