¿Cómo reconocernos el rostro humano en este anti-mundo? Es verdad que experimentamos primariamente el ser como una dicha, que la experiencia primera de la existencia es un gozo, pero parece que ella se borra en la ignominia y la estupidez que gobiernan el mundo. No es una cosa de mirar los periódicos. Es asunto de mirarnos a nosotros mismos. Hay mal por todo lados, pero nosotros somos pura carencia. La pobreza nos constituye, somos pura pregunta. Con todo, no dejamos nunca de pensar en la alegría. De buscarla. De quererla.
Toda cultura y toda época ofrecen un horizonte de sentido, un sistema de significados que hacen tolerable el dolor o, mejor, que hacen posible sufrir el dolor. Ante un mismo estímulo, siempre doloroso, puede haber diferentes grados y modos de sufrimiento, que dependen a su vez de la cultura, la atención, la interpretación o la ansiedad con la que se viva la experiencia dolorosa.
Los judíos, los árabes, los cristianos, los huicholes, los estoicos, cada cultura posee una serie de relatos, imágenes, mitos, medicinas, compañías, recursos varios que permiten padecer los dolores y sufrirlos y atravesarlos, lo que vale tanto para los dolores físicos como para los dolores emocionales y espirituales. El dolor, y su sufrimiento, ha implicado para la mayor parte de la historia humana un camino de salvación, de purificación, de aprendizaje, incluso de redención. Sería posible, en este sentido, hacer una historia de la experiencia del dolor y el sufrimiento. En cualquier caso, sin embargo, aniquilar el dolor había implicado comúnmente aniquilar la libertad, o aniquilar también al sujeto. El dolor, y su sufrimiento, habían sido una pedagogía.
El mundo moderno, medicalizado, no ve en el dolor sino un error del sistema de salud y al que hay que suministrarle analgésicos. La civilización médica, producto de la democracia moderna –ingenua medida de la verdad para el siglo XXI–, es incapaz de no ver en el dolor más que algo que hay que evitar. La civilización medicalizada lo considera una reacción que puede verificarse, medirse, regularse y a la que hay que hacer desaparecer. Al no ver en el dolor más que una experiencia accidental –no esencial al mundo– y esencialmente mecánica, nos ha sido robada también nuestra capacidad para sufrirlo, escucharlo.
Cuando sufro un dolor, lo primero que se abre en mi existencia es una situación inquisitiva, una pregunta, que puede ser formulada de diversas maneras. ¿Por qué vivo este mal? ¿Cuánto durará? ¿Por qué yo? ¿Cómo puedo superar esto? La experiencia del dolor es una suspensión del sentido. Es el dolor signo de algo no contestado. Me sitúo ante el mundo no ya como quien lo domina sino como quien está ante el misterio. El acontecimiento doloroso me obliga a replantear mi existencia como una pregunta cuya respuesta no está siempre del todo clara.
Si las civilizaciones del mundo han contado con diversos medios para ayudar a cada persona a sufrir el dolor: palabras, medicamentos, mitos, modelos, el mundo moderno ha fomentado la hipertrofia –para decirlo con Iván Illich– del medicamento y provocado la decadencia de los otros. Elimina así tal sociedad el esfuerzo, el trabajo, que implica la vida en su naturaleza, y genera sujetos que han olvidado el arte de sufrir.
Sería ciclópeo decir que el dolor es bello o que haya que amarle. No podemos constituirlo nunca en ídolo. Pero hay que decir, fuerte, que una cultura incapaz de sufrir el dolor será también incapaz de gozar la alegría. Porque el dolor es el primer signo del esfuerzo, del trabajo, de la molienda primigenia de la que el hombre constituye su alimento, es decir, su vida. Aunque no toda dicha proceda del esfuerzo, sin esfuerzo no hay dicha. Y es ella lo que nos importa. El problema no radica simplemente en el olvido de la alegría, o en la decadencia de nuestra sensibilidad ante ella. Lo espantoso es que si el dolor es la experiencia de lo que no tiene sentido, es porque en él comenzamos a conocer el mal. Y si se oculta el dolor, también se oculta el mal.
Si hay algo verdaderamente perverso en el mundo moderno es que ha querido, en sus intentos de eliminar el dolor, vivir de espaldas al mal. Y lo primero que necesita el mal para su multiplicación es precisamente no ser visto. Una sociedad que hace del dolor un tabú, hace también un tabú del mal. Y sabemos ya, por historias hórridas, lo que pasa cuando de algo no se habla, cuando el mal se esconde. El dolor –y el mal con él– es el apestado del mundo moderno y por eso está perfectamente inoculado, sembrado y bien alimentado de manera sistemática: crece escondido detrás de la aspirina, las teleseries y Google maps.
Aunque seguimos anhelando las realidades más hermosas, y ese anhelo será siempre un resquicio de posibilidad para la esperanza, tal anhelo vive hoy en connubio con el engaño que le hace creer que su objeto es fácilmente alcanzable. Pero lo más hermoso es también lo más difícil y, si no alicatamos el alma nuestra para aprender a sufrir el dolor, estaremos también discapacitados para vivir el amor más grande.
Pienso que en toda vida humana hay un núcleo santo que escapa frecuentemente a nuestra mirada distraída, pero ese tal núcleo es aquello de lo que se nutre la realidad misma y por el que el dolor aparece precisamente como dolor: si no hubiera en la interioridad humana una bondad santísima no habría experiencia de contraste frente al mal; no conoceríamos el dolor. El anti-mundo dejará de serlo y se convertirá en casa para el ser humano cuando recuperemos nuestra capacidad de sufrimiento. No por amor a él, sino por amor a la alegría. Pues la sensibilidad ante el dolor también es el principio de la compasión y de la ternura. Y la ternura es el único fundamento posible del mundo.