Los Acuerdos de San Andrés: un ejercicio para pensar la otredad

El tú nada tiene en su ser que tan sólo provenga de mí.

Es una fuente propia de valor y sentido, irreductible a mi yo

Luis Villoro

El 16 de febrero de 1996 el Gobierno Federal y el EZLN firmaron en el municipio chiapaneco de San Andrés Larráinzar, cuatro documentos conocidos como los Acuerdos de San Andrés, en los que el gobierno mexicano reconoció que los pueblos indígenas han sido objeto constante de distintas formas de injusticia social y se comprometió a incluirlos en la Constitución Federal y a respetar sus derechos a la libre determinación.

Los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena fueron el fruto de un ejercicio democrático que fue un parteaguas en la historia de México. La pregunta que debemos hacernos a 20 años de su firma es ¿qué podemos aprender de ellos?

La respuesta a esta interrogante puede tener dos perspectivas, una desde el análisis del proceso y la segunda resaltando sus resultados. Desde mi punto de vista, lo más valioso es lo que supuso la experiencia de la construcción, negociación y redacción de los acuerdos, es decir, el proceso; en lo que refiere a los resultados y sus respectivos indicadores (la pobreza, la marginación y la desigualdad) el rezago tristemente se mantiene.

¿Qué podemos aprender del camino que forjaron los pueblos indígenas, la sociedad civil y la Iglesia católica representada por don Samuel Ruiz en San Andrés?, me parece que son tres lecciones. La primera –que da fundamento a las otras dos– es ética, y se trata de educar la mirada para valorar al otro en cuanto otro. La segunda, es la importancia del reconocimiento de los pueblos como sujetos de su propia historia y la tercera, como consecuencia de la anterior, una nueva forma de comprender lo justo en el terreno del derecho.

Educar la mirada para aprender a apreciar el valor del otro, significa intentar comprenderlo en cuanto otro y reafirmarlo como una fuente de valor y sentido irreductible a mi yo; es salir al encuentro del otro sin pretensiones de superioridad, sino con la intención del encuentro mismo.

Los valores de los pueblos indígenas representan hoy ante la crisis ambiental, el consumismo y el individualismo, una importante lección. Han sido ellos pioneros en nuestro país en confrontar la visión utilitarista, individualista y consumista de la tierra y los recursos.

Los Acuerdos de San Andrés no sólo fueron un reclamo regional por la protección de los derechos de los pueblos indígenas ubicados en el territorio de Chiapas, ellos supusieron un reclamo universal por la defensa de los pueblos y de las persona; son signo de un momento histórico en el que la rebelión por la causa indígena supo incluir el reclamo nacional y sumar voces de distinta índole.

El diálogo que dio origen a los acuerdos fue una experiencia latinoamericana innovadora en el abordaje de conflictos. Abrió espacios en varios temas y creó el ambiente necesario de confluencia entre los pueblos indígenas, la sociedad civil y los académicos que pretendieron reflexionar sobre las demandas indígenas y la forma de estructurarlas para darle coherencia a nivel nacional.

Derivado de lo anterior, la solución a la injusticia social en la que viven los pueblos indígenas requiere de la participación del gobierno y la sociedad civil, pero sobretodo, de la participación de los pueblos indígenas como sujetos de su propia historia y no como simples espectadores.

Los Acuerdos de San Andrés hicieron visible que los pueblos indígenas poseen las condiciones políticas y sociales para reclamar ser reconocidos como sujetos de derechos. Su firma implicó una serie de acciones y actitudes de la sociedad civil y del Estado que provenían desde una lógica no homogeneizadora que permitía valorar la diferencia y su riqueza. El gobierno federal debía reconocer los derechos colectivos de los pueblos y esto suponía una manera distinta de concebir la justicia y en cierto sentido, la concepción de los derechos humanos.

Estas lecciones implican un gran reto no sólo en el ámbito jurídico sino en el propio ejercicio del pensamiento filosófico y, por supuesto, no sólo en el ámbito especulativo sino especialmente en el recinto práctico de la ética, el derecho y la política.