Los intríngulis del amor: Parte II

Si amar no es, como Orfeo, hacer todo lo que esté en mis posibilidades y bajo mis capacidades para rescatar a mi amada del Hades, ¿qué otra cosa puede ser amar? Si amar no es disponer de todas mis herramientas y de todas las técnicas para conservar lo que quiero, ¿qué puede ser amar?

También el Banquete nos ofrece ciertas claves que nos ayuden a comprender en qué consiste este acto de locura que es amar. Platón nos cuenta otra historia –tomada también de los mitos griegos populares– para mostrarnos que amar no puede ser jamás utilizar técnicas estéticas para burlar peligros y para encandilar y con ello conquistar a la persona que amamos.

La historia es la de Alcestis quien entregó su vida para salvar a su esposo Admeto. Y va, brevísimamente, como sigue: Admeto estaba completamente enamorado de Alcestis y quería que fuera su esposa. Al ir a pedir su mano, el padre de Alcestis le puso como condición conducir un coche tirado por leones y animales carnívoros que pondrían en riesgo su vida. Él, se atrevió y lo consiguió, pero con ayuda del dios Apolo quien, como dios caprichoso y duro de cerviz, lo traicionó y le pidió a cambio su propia vida. O la vida de alguien que estuviera dispuesto a morir en su lugar. Lo inaudito fue que ni siquiera sus padres quisieron salvarle la vida y, al enterarse del horror de perder a su amado para siempre, fue Alcestis misma la única que tuvo la valentía, el coraje y el entusiasmo de ir al Hades voluntariamente, con tal de que Admeto, el hombre de su vida y que había jugado con leones por ella, pudiera seguir habitando el mundo de los vivos. Alcestis se inmoló, pues, para salvar a su amado y, efectivamente, murió.

La maravilla de esta historia es que su final no es la desaparición de Alcestis en la muerte eterna, sino que ella es al final motivo de compasión de los dioses, su sacrificio fue visto por ellos con agrado y decidieron devolverle la vida, de modo que la trajeron de vuelta al mundo de los vivos: ella, como nadie más, mostró el valor de ir al Hades aunque esto implicara la negación de su propia existencia. Merece, por ello, vivir.

¿Qué cosa tan extraordinaria ha pasado aquí? ¿Qué acto tan espléndido y estremecedor, qué historia tan inenarrable y memoriosa ha ocurrido con Alcestis, que la llevó a sacrificarse por su amado aunque eso implicara la muerte? ¿Y por qué ese sacrificio, enteramente gratuito, tuvo como recompensa, también enteramente gratuita, la vuelta de ella al mundo de los vivos?

Es que amar no es disponer de nada. Amar no es ser mejor ni ser más grande. Amar no es exactamente lograr la inmortalidad ni la posesión del bien amado. El amor, en la carne de Alcestis representado, es estar dispuesto a perder incluso la propia vida por el bien de aquella persona a la que amamos. Alcestis nos ha venido a mostrar con su sacrificio que amar es dejarse poseer e inflamar por esa visitación de la gracia que recibe el amante y que le lleva a cometer la más grande de las locuras, al punto de concebir que hay algo más valioso que la propia vida y por lo que vale la pena entregarla.

¿Cómo es posible que el amor, en su más plena radicalidad, implique estar dispuesto a ir al Hades, pero no con cantos de cítara y permisos especiales obtenidos por la seducción, sino dispuestos a la desaparición de la existencia?

Si miramos el amor por el suficiente tiempo y con la suficiente atención, veremos que el amante es el más grande de entre todos los héroes de la historia y la economía del mundo.  Todo comienza porque el amante se ha dejado sorprender y maravillar por el magnífico misterio que habita en la persona de quien está enamorado. El amor no es para nada ciego sino vidente, videntísimo. El enamorado ve lo más hondo del corazón de aquella persona que ama y rescata la singularidad, unicidad e irrepetibilidad sagrada en su manifestación, al punto de que le renueva la vida y se la llena de sentido. El amante ve que aquello es tan grande y tan sagrado, tan lleno de significados y canciones, que no quiere ya poseerlo más sino todo lo contrario: quiere dejarse transformar por aquello que ha visto. Se comienza a amar cuando el deseo de posesión se transforma en deseo de conversión. Por eso el amor es precisamente lo contrario del consumo, no es nunca la posesión de aquella persona a la que amo sino la actitud de quien se deja poseer por aquello que lo ha enamorado. Amar es haber reconocido un misterio tan grande que me invita a seguirlo conociendo siempre: el amante quiere profundizar en aquello que ha transformado su vida, quiere enterarse bien de qué va esa realidad que le ha sorprendido sin haber podido prever ningún encuentro semejante.

Cuando estoy enamorado quiero ver cómo esa persona a la que amo puede transformar mi vida, pues no quiero ya simplemente contemplar –y mucho menos controlar– sino que, en la medida en que amo, quiero que esa realidad entre en mi vida y la transforme y reconfigure de pies a cabeza. En una palabra: cuando amo, he visto un bien tan magnífico y tan bello que espero que esa realidad me convierta (metanoia) radicalmente. El amor es así –aunque no solamente, pues esto es quizás sólo el comienzo de la peligrosísima aventura– un acontecimiento inesperado que transforma mi historia de una vez y para siempre.

Esta maravilla que el amor trae a mi vida implica, hay que decirlo, el riesgo de los riesgos, la puesta en peligro de mi vida misma, como sucedió con Alcestis. Y este riesgo tiene al menos dos caras. La primera consiste en el riesgo de la decepción: si amar significa pensar que mi vida será mejor si estoy cerca de esa persona a la que amo, esto trae inevitablemente consigo el riesgo de que esto pueda no ser así, pues tengo la incertidumbre de ver si, en efecto, eso que concibo como bueno y bello en verdad hará de mi vida algo mejor. Amar implicará pues, la confianza y la esperanza en que así será. Pero por otra parte, vemos en Alcestis que hay otro riesgo mayor: que si amo verdaderamente, eso implicará la entrega de mi vida entera, y por tanto, la entrada en el estado de vulnerabilidad. Amar significa, en este particular sentido, existir a la intemperie.

Por eso el amor no puede nunca ser amor de mí mismo. Lo que realmente puede dar sentido a mi vida no tiene que ver con la posesión de un bien del que puedo disponer, o de la entrada en un estado de bienestar que me proporcione seguridades (Orfeo), sino que el amor tiene que ver con el abandono de mi propio yo, es decir, con la entrega de mi vida a una realidad que me maravilla y me sorprende en su misterio fascinante. Pero esto no es tampoco, ni todavía, el amor en su total plenitud.