Los intríngulis del amor: Parte III

Si el amor no puede ser nunca amor de mí mismo es porque el amor no responde a un deseo cualquiera de la multiplicidad de deseos que nacen en mí, sino al deseo último, al de lo más hondo y lo más íntimo: al deseo de comunidad plena y de abrazo y de afirmación del bien. Por eso cuando amo no deseo nada más contemplar sino también, de alguna manera, involucrarme con aquello que amo al punto de ser modificado y renovado, al punto de que esa persona transforme mi vida.

Para que esto sea posible yo debo hacerle un hueco en el centro del interior de lo que soy, debo vaciarme de mí mismo para que la persona pueda entrar en mí y transformarme. Ese vaciamiento de mí mismo no ha de ser de ninguna manera la negación o aniquilación de lo que soy. Más bien al contrario: debo tomarme a mí mismo y entregarme a esa persona a la que amo. Es entrega, no eliminación. Si, como enamorado que soy, quiero que esa persona me transforme verdaderamente, debo entregarme verdaderamente, y eso no es otra cosa que ponerme a su servicio de manera total.

Por eso el amor es justamente lo contrario que una técnica, que un procedimiento por el que yo conquisto a otra persona y la hago mía o la deslumbro con mis cantos y encantos. El amor no es tampoco deseo de poseer: eso es más propio de un consumidor que de un amante. El consumidor quiere para sí. El amante lo da todo fuera de sí, es plena disposición, es vaciamiento de sí para que el amado haga y deshaga, pero no por un impulso de abajamiento y renuncia sin más, sino porque el amante ha visto en quien ama un bien, un bien fantástico, gozoso y maravilloso que lo salva y lo redime.

Dicho en primera persona amar es, pues, no solamente entregarme, sino entregarme para buscar el bien de aquella persona a la que amo. El amor reconstruye mis heridas y suple mis carencias. El amor es curación, es hospital, y no solamente hospital para mí, sino que amar significa constituirme en hospital para el otro, no porque yo tenga la cura y represente enteramente el bien para aquella persona que amo, sino porque en el amor verdadero ya no estamos encerrados en una relación entre los amantes, sino que los amantes, juntos, caminan hacia un tercero, un nuevo tercero que surge de entre los dos, que es mucho mayor que ellos y que es precisamente el bien.

Como el amor es vidente, y no solamente hospital, el amor me señala tanto mis propias flaquezas como también las de la persona a la que amo. Pero como el amor no sólo es vidente sino videntísimo, me hace ver también que esas flaquezas pueden ser reconstruidas por el bien, un bien que ni soy yo ni la persona a la que amo, y hacia donde vale la pena dirigir nuestras flaquezas. Ése es el tercero que ha de reconfigurar realmente mi hondura y la hondura de mi amada.

Si bien este amor tremendo surge desde el centro de mi corazón, hay que decir también que no lo generé yo mismo en su totalidad. Él es más bien una visitación, es la presencia de algo que vino de fuera y que yo no decidí del todo que surgiera. El amor es por eso también adviento, es advenimiento y llegada de una novedad radical, de algo o de alguien que es mucho más grande que lo que yo pueda controlar y que incluso pone en crisis mi vida tal y como la concebía. Si antes de ser un amante yo planeaba mi vida, buscaba mil seguridades y el control de mi futuro, ahora que amo no pienso más en el cálculo del porvenir. El amor me otorga la valentía de valorar el presente como un presente siempre ya cumplido y definitivo. El amor da, pues, sabor de definitividad a mi vida, al punto de estar siempre listo y preparado para cualquier cosa que pueda sobrevenir. El control sobre el futuro es, así, sustituido por la esperanza, pues ya el horizonte de mi vida no está a mi disposición, sino a disposición del amor, que tendrá siempre la última palabra.

Por eso Orfeo no amó y no pudo amar: le faltó la valentía suficiente de ser capaz de morir por Eurídice. Orfeo quiso utilizar de sus técnicas de citarista para no estar en peligro, para entrar en el Hades vivo. Orfeo no quiso ponerse a sí mismo en una situación de riesgo, no quiso hacerse vulnerable y permaneció duro, tieso, cubierto por el caparazón de su cítara. Por eso no pudo entrar en su interior ninguna presencia que lo habitara y le diera la gracia de ser capaz de morir por quien amaba. He ahí el misterio que habita a los enamorados: un misterio que es magnífico, incontrolable y al cual el amante quiere entregarse aunque le vaya en ello la vida.

Por otra parte, si el amor me hacía ver mis propias carencias, pero también me hace querer ser lo mejor para el amado, me invita o más bien me conmina incluso a ponerme a trabajar en mi propia vida para ser bueno y digno de aquella a persona a quien amo. No vaya a ser que, con mis torpezas y rudezas, lastime ese corazón frágil y bello del cual estoy enamorado. El amor no es técnica de citarista sino virtud de héroe. Virtud, fuerza necesaria para vaciarme y que así haya el adviento de la gracia que con esperanza tanto anhelo.

Todo en el amor es, pues, fragilidad humana redimida por el amor. Todo en el amor es carencia reconstituida y fortalecida por el amor. Porque el amor saca a los amantes de sí mismos y los hace vivir de cara a un bien mucho más grande que ellos. Si el amor no me ha invitado todavía a perseguir el bien, no solamente para quien amo sino también para yo mismo ser bueno, entonces es que no amo todavía: soy apenas un seductor, un esteta que quiere poseer, un consumidor de objetos, un pobre diablo y no un amante capaz dar la vida.

Y es que el amor me revela que el problema más grande de mi vida no soy yo mismo. La cuestión crucial de mi vida no es qué haré conmigo, sino precisamente el bien de la persona a la que amo. El amor me enseña que vale la pena que yo me vacíe de mí mismo para afirmar al otro. Por eso el amor verdadero puede darle sentido a mi muerte: porque me doy cuenta que hay un bien mayor a mi propia vida.

Por eso el personaje de Malcolm Lowry no dice que no vale la pena vivir sin ser amado, sino que no vale la pena vivir sin amar. Cuando amo se resuelve el enigma de mi vida y adquiere un sentido que está más allá de ella. Por eso también decíamos que el amor se juega en su relación con la vida y con la muerte, no en los sentimientos o nervios más o menos agradables al ver a una mujer bella, ni tampoco en los goces del beso o enlazamiento  de los cuerpos, sino precisamente ahí en donde me doy cuenta de la singularidad irrepetible de otra persona y comienzo a no hacer más que intentar afirmarla en dirección al bien para que no desfallezca nunca y viva para siempre.