“No se puede vivir sin amar… as that estúpido inscribed on my house”, afirma contundente Geoffrey Firmin, el alcohólico embajador inglés protagonista de Under the volcano, novela en la que Malcolm Lowry nos narra el declive y desbarrancamiento de este diplomático en un día de muertos en la ciudad de Cuernavaca. Y es que de entre todas las cosas del mundo, lo que más nos importa es el amor. Pero, al mismo tiempo, no hay realidad más tremenda, difícil y radical que él. Es en el amor en donde nos gozamos, en donde sufrimos, en donde se nos juega la vida entera.
No es casualidad que la novela trate sobre un hombre que no hace más que buscar el amor y que, al mismo tiempo, se siente jalonado por la presencia terrible del aguijón de su muerte y fragilidad. No es casualidad, tampoco, que esta terrible historia de amor sea contada precisamente en el mexicano día de muertos: un día colorido, festivo, apocalíptico, sincrético y oxímoron de pe a pa. Podríamos, por ello, atrevernos a apuntar que el amor se juega en su más pleno sentido en su relación con la vida y la muerte.
Pero, ¿en qué consiste amar? A mi juicio, hay dos libros, ambos fundadores de Occidente, que nos han ofrecido interesantísimas claves para comprender o aunque sea vislumbrar aquello que pueda ser el amor. El primero en el orden del tiempo es aquél famoso diálogo que tiene lugar en un festín lleno de comida y de alcoholes espirituosos, es el texto fundador del mito del andrógino, malamente transformado en la moderna y kitsch metáfora de la media naranja. Me refiero, claro, al Banquete de Platón. El otro libro que menciono es el libro más profundamente subversivo de todos los libros que han tenido lugar en esta Tierra, el Evangelio. La historia de Jesús, la historia según la cual Dios, creador y señor de todo lo que existe, absolutamente poderoso y sumo Bien, se reduce al más miserable de los hombres y a morir en la más terrible de las muertes y a resucitar en la más gloriosa de las resurrecciones. El Evangelio es, en ese sentido, la más bella historia de amor jamás contada a los hombres, y también la más radical, la más difícil y, por ello, la más subversiva, si es que se atiende y se asume verdaderamente con toda la vida.
Pero es ahora el mito de Orfeo, tal como aparece contado en el Banquete en la voz de Fedro –uno de los comensales del banquete–, sobre lo que quiero centrar esta reflexión acerca los intríngulis del amor. Orfeo, músico, citarista, conocido en la cultura popular como el mago de los sueños, era un pastor que con sus cantos hacía descansar las almas de los demás trabajadores del campo. Un día, mientras caminaba después de tocar y cantar y encantar a los bucólicos hombres que por ahí paseaban, quedó prendado de una bella dama de nombre Eurídice, que encandiló sus párpados y a quien enamoró con sus técnicas de cantor y poeta lírico. Orfeo representa por eso al seductor que utiliza de artilugios para enamorar a sus amadas. Al dominar la técnica musical, fue capaz de cantar y encantar el alma de Eurídice y conquistarla para sí. Podría parecer, pues, que Orfeo es el campeón del romance, que debe ser el santo patrono de todos los donjuanes y casanovas románticos y poetas que quieran entregar su vida al amor y nada más que al amor.
Sin embargo, la historia de Orfeo no termina bien lamentablemente. La bella Eurídice fue, un día, letalmente mordida por una serpiente. Bajó al Hades, al lugar de los muertos, y con ello Orfeo se sumió en una profundísima situación de tristeza, tabardillo y ojo gacho. Tal era su desasosiego que prefirió entrar él mismo, vivo, en el Hades a rescatarla, para lo que utilizó también sus técnicas de seducción con los dioses, quienes le permitieron entrar e, incluso, le permitieron sacarla para que pudiera estar de nuevo con ella en el mundo de los vivos. Pero los dioses, orgullosos y duros de cerviz, le pusieron una condición: que la llevara por el inframundo de la mano atravesando por todos los sinuosos caminos, repletos de monstruos y peligros sin voltear a verla ni un sólo instante ni un sólo milímetro. Sólo podría mirarla, voltear a verla, una vez que estuvieran completamente fuera de todo peligro y el sol bañara por completo el cuerpo de Eurídice. Así hizo Orfeo, y cruzaron trampas y demonios y dioses y maldades horribles y peligrosas. Pero cuando él ya había salido del Hades fue presa del dominio de su deseo, de modo que sus impulsos, los de un amante eufórico que quiere ya gozarse en la contemplación de la amada, lo llevaron al fracaso. Flaqueó y volteó hacia atrás, pero al tener ella todavía un pie en el inframundo cubierto por la sombra, se desvaneció y desapareció para siempre en el mismo instante en que la miró.
Y es que el amor no es precisamente aquello que Orfeo tenía por Eurídice. El amor no quiere para sí, el amor no es ni puede ser, de hecho, una técnica que podamos mejorar y aprender. El amor no es aprender a tocar la cítara para lograr, como alguno de Hamelin, atraer a todos y encantarlos. Eso, no es amar.