Hablar de matrimonio no es sencillo, más en una época en la que las palabras están cambiando su significado, las instituciones se están reformulando y existe una tensión perpetua entre los intereses personales y el bien común; la valoración de la vida frente a la libertad; y la intensidad de las emociones frente a la originalidad de la razón. Vivimos en medio de jaloneos constantes en la decisiones de vida, asintonías entre los ideales propuestos y las realidades cotidianas.
En todas partes nos venden el ideal de un amor puro, perpetuo, recíproco e intenso, pero no nos dicen cómo lograrlo, no nos educan para ello. Basta ver la tasa creciente de divorcios en México: de acuerdo al INEGI, al año 2008 se registraron 81 mil 851 divorcios, en 2007 fueron 77 mil 255 y en el 2006 la cifra se ubicó en 72 mil 396.
Fue en la Antigua Roma donde, por primera vez, la institución del matrimonio fue reconocida legalmente. En sus orígenes, estaba ligada directamente al interés del Estado por proteger la procreación, crear entornos seguros, responsables y comprometidos con las futuras generaciones. Por estos motivos, en general, el afecto de la pareja resultaba poco importante, lo realmente significativo eran los hijos que resultaran de esa unión. Para Roma casarse no era una opción, todo varón de más de 25 años debía de estar casado para cumplir con su deber frente al Estado. El matrimonio implicaba un compromiso, no sólo entre dos, sino principalmente con la comunidad, con las futuras generaciones. Es indiscutible que este hecho no sólo implicaba intereses para la progenie, sino que promovía un bienestar económico para las familias, organizaba la sociedad, determinaba responsabilidades de educación, salud y manutención no sólo para los padres sino para los familiares en caso de que ellos estuvieran ausentes.
Quizá para nuestras mentes actuales quitar el amor de la ecuación del matrimonio genera la pregunta: ¿entonces por qué se casaban?
La visión que se tenía no versaba en el momento, ni en el placer; estaba profundamente fincada “en el deseo mutuo de criar niños en conjunto”. (Abbott 2010) Se buscaba participar de un bien, de la vida y la trascendencia. El amor entre pareja existía, pero no era condición necesaria para el matrimonio. Por supuesto, nos puede parecer violento, frío y deshumanizante, sin embargo, me atrevería a preguntar: ¿Cuántas parejas conoces que verdaderamente gocen de un amor constante, digno de imitarse? ¿Cuántos de tus amigos, familiares, vecinos -incluso de cualquiera de tus conocidos- posee una relación estable que admires? Si verdaderamente fuéramos una sociedad que prioriza el amor en las relaciones… ¿No deberíamos tener mejores resultados?
No desconozco los avances sustantivos que históricamente hemos logrado en cuanto a la institución del matrimonio, especialmente en lo que se refiere al tratamiento de la mujer, la equidad y el derrocamiento del patriarcado. Ni yo, ni muchas de mis coetáneas hemos recibido por parte de nuestros padres, vacas, camellos ni puercos como dote; nuestros matrimonios no fueron arreglados entre los patriarcas de dos casas, ni fueron “debutantes” en las que tenían dos temporadas para conseguir marido antes de caer en la vergüenza social. Ahora las parejas llegan a sus propios acuerdos, ahorran y dialogan en conjunto, la “edad casadera” no es tan rígida como antes y distribuyen, o al menos tratan, la carga del trabajo doméstico y laboral.
Sin embargo, también es cierto que cada vez hay más miedo al compromiso, que la palabra ‘siempre’ en el “te amaré por siempre”, resulta más apegada a un ‘mientras lo sienta’. La volatilidad social que estamos experimentando ante esta postura tiene un precio considerable en la felicidad de las personas y la estabilidad social.
Por supuesto los sentimientos importan, y las voluntades personales son prioritarias. No obstante, el matrimonio no sólo puede ser visto como un contrato para proveerse ayuda mutua, mientras se quiere y sin ningún interés por la comunidad. Tampoco puede sustraerse de su forma más básica, tenemos que pensar en las nuevas generaciones. Por otro lado, tampoco puede ser meramente relegado a ellas sin importar la felicidad personal.
El matrimonio como obligación procreativa garantizó la estabilidad social por varios siglos, pero también prolongó un ordenamiento vertical entre los sexos, subordinó los intereses personales a los estatales y menospreció la vida afectiva. La propuesta del matrimonio actual debería incluir las bondades de ambas: necesidades humanas, un amor profundo y real, pero en consonancia con una conciencia de futuro. Un matrimonio comprometido en el amor.
Bibliografía
Abbott, Elizabeth (2010) A History Of Marriage, Nueva York, Seven Stories Press/NONE Edition.