Modesto comentario al Tríptico del desierto de Javier Sicilia

A Julio Hubard, quien me descubrió The Waste Land.

Desde que lo recuerdo, el mar ha sido para mí un refugio del tráfago del mundo. Mis padres aman el mar. Frente a mis ojos, el mar arrastra hasta la arena un oro que no se puede comprar ni vender, a la vez que termino de confiarle al misterio enorme que todo lo acoge los versos del Tríptico del desierto. Su autor, Javier Sicilia, concibe al poeta como la  voz de la tribu. Ahora que lo es más que nunca, aunque en un registro que nunca imaginó para sí, y en cumplimiento de su cariñosa embajada, le comuniqué a las olas todo el amor y todo el dolor que lo habitan. De su mano, muchos hemos aprendido a tocar el misterio.

Tal vez sea el Tríptico su poema más ambicioso. De largo aliento, está estructurado en tres partes, de las que quisiera comentar puntualmente una estanza de la primera, «Las cuentas en los dedos». Se trata de quince estanzas que van haciendo el camino del Rosario a través de los misterios de gozo, de dolor, de gloria. La versificación evoca el rezo en voz alta, el paso de las cuentas entre los dedos. La primera parte del poema, «Gozo», celebra las nupcias de la carne y el misterio. El mundo se revela, en sus versos, como una maravilla constante. Recrea la música callada que se oculta tras las cosas. «Dolor», la segunda parte del poema, excava el misterio de la traición que la Iglesia comete al volverse de espaldas contra el mundo, sobreinterpretado. Un mundo que, desencantado a manos de la lógica del dominio, se ha vuelto indescifrable para los hombres, ahora incapaces de reconocer en la carne, en la mirada, en las cosas creadas, cómo palpita aún el misterio. «Gloria», la tercera parte del poema, se recrea en el mundo redimido.

Para Javier, uno solo es el Autor de la poesía. Se vale, a veces, de la mano de los poetas que, sólo cuando los visita, logran escribir verdadera poesía. El recurso de la intertextualización, al que aquí acude a menudo, sólo revela que él no quiere imponer su voz -no le interesa-, sino dejar hablar a la Palabra en su carne, «que no desdeña nada» porque está siempre a la espera, atenta a aquella música callada con que habla el viento.

Uno de los lenguajes que mejor entiende Javier es el de la poesía de TS Eliot, tan análoga en tantos sentidos a la del propio Javier. El momento del poema que quiero comentar guarda íntimas relaciones con un poema de Eliot. No sé si cuando dio nombre a su Tríptico, Javier tenía en mente el título del que acaso sea el poema más importante del siglo pasado, The Waste Land. Seguramente. En cualquier caso, la primera estanza de dolor está estructurada de forma muy semejante al que Eliot consideraba el momento más original de su poema: «A Game of Chess», y creo que esta no es el único guiño que Javier le hace aquí a Eliot.

«A Game of Chess» es un poema sobre las relaciones amorosas. Son concebidas, precisamente, como un juego de ajedrez en el que cada jugador vulnera al otro: de eso se trata el ajedrez. El poema representa dos escenas. En la primera aparece una pareja en su cuarto, discutiendo mientras se prepara para salir de noche. Esta parte guarda el tono desolado que tenía la propia relación que Eliot y Vivian, su primera esposa, sostuvieron. La segunda parte del poema es una conversación de taberna en la que se discute la infidelidad. Quien habla le advierte a una mujer, cuyo marido está por volver del ejército, que le conviene espabilarse si no quiere un par de cuernos. «¿Para qué se casan, si no quieren hijos?», le espeta. Una verdadera tierra baldía. Abandonada y árida.

El momento del poema de Javier que quiero comentar tiene que ver con otro desencanto amoroso, digamos. Si el Cantar de los cantares tiene que ver con los amores de Cristo y su Iglesia, según la Tradición, la primera estanza de «Dolor» trata sobre el conflicto amoroso de la Jerarquía y el pueblo de Dios. El sujeto del poema es un profeta veterotestamentario: Ezequiel. Profeta terrible, donde los haya, es Ezequiel. El profeta tuvo una visión pavorosa. Yahvé  lo conduce en medio de la vega donde toda la casa de Israel aparece pavorosamente representada por un osario espeluznante. Yahvé le manda a Ezequiel profetizar sobre los huesos que, habiendo oído la voz de Yahvé, se incorporan y reúnen, llenándose de tendones y músculos, hasta que toman carne.

Javier alude a esta escena del Antiguo Testamento para recrearla y relacionarla con «A Game of Chess»: el profeta sube por Reforma, camino al Tepeyac, cuando es sometido a una visión tan espantosa como aquella a la que alude, al ver en la multitud que corre en todas direcciones, entre los bocinazos de los coches, un montón de «secos cuerpos que crujen con el viento como huesos».  Entre todo aquello, «removido sólo por agencias funerarias», la mirada del profeta se centra en una mujer que yo imagino elegantísima, la señora Corcuera, a quien ve «apagar la novela de las cinco, mirar el celular y esperar al obispo con el café servido». La casa es rica y principal, según el mundo. Cuando al fin llega el obispo, ella está inquieta, como la mujer en el poema de Eliot, mientras que Ezequiel padece la visión (de la Iglesia rica -sic!-) con ojos azorados. La inquietan el fuego y el viento, cuya música es incapaz de comprender, y la aterra: «Tengo miedo del viento y del crujir del fuego. ¿Nunca ha temido al viento? ¿No escucha cómo grita?».

El obispo no la conforta. Le dedica palabras melosas y gastadas y alaba bastardamente su «caridad», una vez, eso sí, que recibió el cheque que ella le extiende «para sus pobres». Ella suplica al obispo que se quede con insistencia pero, cumplido el propósito de su visita, se marcha, habiendo escuchado sus estúpidas quejas sobre la servidumbre, a la que ambos critican con espíritu burgués. No tiene nada qué decirle sobre el viento y el fuego que tanto la inquietan, sobre el Espíritu que habita los elementos. En lugar de hacer lo que debería hacer un pastor, el obispo abandona la angustia de la señora al Valium.

Javier quiere mostrar el oxímoron que resulta la caridad de la señora, que hace donaciones pecuniarias a la jerarquía a la vez que desprecia y maldice a su hermana, María, la sierva. A Juan, el amado, tampoco le cabía en la cabeza que se pudiera amar a Dios sin amar al prójimo. Pero el obispo parece no tener ningún problema. Al admitir el donativo y alabar la caridad de la señora, implícitamente la abandona a la idea de que está obrando bien. No le recuerda las Escrituras, ni las vidas de los santos, en quienes la caridad no se manifiesta como un donativo de dinero, sino como la donación de la propia vida al prójimo. Ella no tiene un prójimo en su sierva, a quien maltrata, por mucho que la haya «sacado de un chiquero». El burgués obispo solamente se lamenta, más bien indiferente, de la servidumbre, y la abandona. Le da la espalda a la grey que se le confió, para quien no tiene la parábola del samaritano sino una condescendencia cómplice.

Una condena muy semejante a la que hace aquí el poeta se puede encontrar en el libro de Ezequiel, un poco antes del pasaje que refiero. Por su pertinencia, lo recreo íntegro:

Hijo de Hombre, profetiza contra los pastores de Israel. Dirás a los pastores: así dice el señor Yahvé: ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar el rebaño? Vosotros os habéis tomado la leche, os habéis vestido con lana, habéis sacrificado las ovejas más pingües; no habéis apacentado el rebaño. No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la perdida; sino que las habéis dominado con violencia y dureza. Y ellas se han dispersado, por falta de pastor, y se han convertido en presa de todas las fieras del campo; andan dispersas.

Al fin, el profeta se marcha «a orillas de lo incierto», a compartir el pan con los deportados: con quienes han sido arrojados de su casa a buscarse la suerte entre extranjeros, y aún de ahí han sido expulsados. Pero la voz de Yahvé lo persigue: «Hijo del Hombre, ¿podrás hacer vivir estos huesos? ¿Podrás hacerlos vivir?».

El que tenga oídos para oír, que entienda.