Notas sobre Filosofía moral y democracia

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Por Darío García Luzón.

 

Bajo ciertos aspectos fundamentales, la filosofía moral abrazaría tanto a la filosofía política como la filosofía de la educación; no sólo las unifica especulativamente, también convierte su propia práctica investigativa en un ejemplo de prudencia política obediencial. Con esta expresión, proveniente de la terminología realista, el filósofo y jurista argentino Arturo Enrique Sampay quiso definir el tipo de operaciones singulares que realizan personas que, sin tener responsabilidades directivas en una sociedad, se involucran de manera mediata o inmediata en el bien común de la realidad comunitaria a la que pertenecen. Más allá de la expresión, que puede sonar un poco arcaica a nuestros oídos postmodernos, la realidad que esta comunica tiene mucho que ver con los desafíos que el actual contexto socio-político reclama a la ciudadanía mexicana y de otras partes del mundo: una participación no solo más activa sino cada vez más auto-consciente del sentido de la propia actividad.

Se podría recordar como, en el oscurecimiento de la dignidad de la persona que representó la experiencia totalitaria del siglo XX, lo que más sorprendió a Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal fue la modalidad pseudo-racional, típicamente moderna, con la que Eichmann ilustraba su caso a partir de una lectura torcida de Kant. El signo posmoderno, en cambio, pareciera subordinar la realización del bien a la facilidad operativa, lo que implica una “banalización” del bien, advertido como una cierta inconsciencia en camino de la neutralidad moral.

El déficit operativo pareciera deberse a una erosión afirmativa del bien. Más que la voluntad de poder o la propia banalidad del mal, este déficit puede expresar la inclinación específica a la indiferencia moral en nuestra época. El oscurecimiento de la dignidad de la persona pareciera situarse, de un modo aparentemente inexorable, entre las asombrosas capacidades para el manejo de la tecnología y las sinceras dificultades socio-afectivas para afirmar la dignidad de la persona.

El tema aparece connotado en la influyente reflexión de Romano Guardini como: “el problema central en torno al cual va a girar la tarea cultural del futuro y de cuya solución dependerá todo, no solamente el bienestar o la miseria, sino la vida o la muerte” (Guardini, 1981: 102) Se trata del “problema del poder”, en todo su peligro y alcance existencial. El problema del poder, nos dice Guardini, no es “el de su aumento (…); sino el de su sujeción, el de su recto uso” (Guardini, 1981: 102). La filosofía moral, en su alcance, nos previene sobre esta distinción.

Sin embargo, hoy no es difícil notar que en la manera ordinaria de entender, defender o incluso promover la democracia sí parece existir una fractura teórica entre el problema de la sujeción del poder, por un lado, y el de su “recto uso”, por otro. No están inmediatamente implicados, y da la impresión de que pueden estar incluso contrapuestos. Esta “cesura” o “corte” con frecuencia aparece como una excusa de la libertad personal para no ejercer la prudencia política obediencial, y exhibe entre los efectos de los que tendríamos que hacernos cargo, como preocupaba a Simone Weil, el convertir la “democracia” en un lema, en una forma vaciada de sentido, como si de esto dependiera todo.

Este es, a mi juicio, el peligro idolátrico que debe conjurar la democracia en la transición epocal que experimenta hoy el mundo. Si la idolatría es sobre todo un desorden, también la afirmación facilista de la democracia es una forma de idolatría política, y ni la democracia, ni ninguna otra forma de organización del poder en la historia, es inmune a ello. Jacques Maritain pudo escribir en El Hombre y el Estado que la sana democracia obedecía a un modelo según el cual el acuerdo práctico en las cuestiones fundamentales de la convivencia podía alcanzarse a condición de no preguntar el porqué. Esta democracia difícil, así teorizada por Maritain, puede simultáneamente generar acuerdos prácticos y sostener diferencias teóricas. En este sentido, el pluralismo democrático no resulta de un flujo preferencial en el desarrollo de nuestras actividades, sino de fomentar, a lo interno de las distintas tradiciones valorativas, el ideal de convergencia hacia los acuerdos prácticos.

 


 

Bibliografía:

  • Romano, G. (1981). El ocaso de la edad moderna. En Obras. Vol. 1, Cristiandad.
  • Maritain, J. (2023). El hombre y el Estado. Ediciones Encuentro.