Por Ramón Díaz.
En la liturgia de la misa, hay una oración colecta que dice en su primera parte: “Concédenos, Señor, una constante disposición a pensar con rectitud y a practicar el bien con mayor diligencia…”.[i] Es ante todo la primera fórmula la que atrapa mi atención; me parece profunda, aunque misteriosa. En cambio, el sentido de la segunda fórmula es claro y no da lugar a dudas: para hacer el bien no hace falta otra cosa que actuar con celo, sin descanso o titubeos.
I
La primera cuestión a elucidar es saber en qué consiste pensar “con rectitud”. No creo que esta frase tenga una connotación psicológica, como si se tratase tan sólo de pensar de forma “positiva” (aunque hay personas que albergan dentro de sí pensamientos “oscuros” o “turbios”). Tampoco creo que haga alusión a un rasgo emocional, como si el pensamiento debiese expresar nuestro “entusiasmo” (si bien hay personas cuyo “pesimismo” o “desaliento” asoma en su pensamiento). Pero me resisto igualmente a admitir que se refiera a cierto carácter “moral” de los pensamientos (como pensar “cosas buenas”, por más que abunden personas con pensamientos “retorcidos” o de cierta “doblez”).
Tal vez la “rectitud” del pensamiento no hay que buscarla en el pensamiento mismo o, en un sentido más amplio, en el sujeto que piensa. Pensar es un acto que hace referencia necesariamente a ciertos contenidos —las cosas pensadas— sin los cuales este acto no se realiza. Mas la rectitud del pensamiento no adviene cuando sencillamente se piensan cosas, pues de lo contrario, nuestro pensamiento sería recto por el sólo hecho de pensar. Más bien, adquiere esta cualidad cuando se “ajusta” al sentido de las cosas, se “pliega” al sentido que ellas tienen en sí mismas. O, en lenguaje cristiano, cuando se “ciñe” al sentido que Dios le dio a cada una apenas sacarlas de la nada.[ii] Pensar las cosas, nada más, a lo mucho puede aportarnos conocimiento, aumentar nuestra información, pero no ha de conducirnos a la sabiduría que nos salva.
Pero apartarse de ese sentido no sólo es falsear la naturaleza de las cosas; también tuerce y retuerce el acto del pensamiento. Ambos peligros son incalculables. Por un lado, se alejan las cosas de Dios para hacerlas depender de lo que pensamos, pues sin su sentido originario sólo se reducen a ser “objetos” —y no ya seres autónomos— donde el acto de pensar es el único soberano. Por otro lado, el pensamiento que ya no piensa en las cosas para adecuarse a su sentido propio tarde o temprano sucumbe ante la tiranía de los deseos, ante la dictadura de las pretensiones del hombre. Hecho para descubrir el sentido de las cosas y adecuarse a éste, el acto de pensar termina justificando, incluso, los deseos o las pretensiones que las destruyen; lo cual quiere decir, a su vez, que termina falaseándose y derrocándose a sí mismo.
II
Cada vez que salimos al encuentro de una cosa somos invitados a pensarla con “rectitud”. Esto puede ser un hecho aislado, un caso único, excepcional, movido tal vez por la importancia propia de las cosas. Pero, en realidad, estamos invitados a convertir esta forma de pensar las cosas en un hábito, en una práctica constante, hasta volverla en una auténtica virtud; extendible, además, a todas las cosas, sin exclusión alguna, pues todas merecen el mismo homenaje de nuestro pensamiento.
Todo esto parece descarsar en un esfuerzo propio, pero no es así. La experiencia nos pone al tanto de las dificultades que tenemos para alcanzar a configurar esta actitud hacia las cosas. Continuamente nos falta esta “disposición” hacia ellas. Tal vez por eso, la oración colecta se introduce bajo la forma de una súplica: “Concédenos, Señor…”. Forma sencilla de reconocer que queremos, pero no siempre podemos; que lo intentamos, pero las más de las veces fracasamos. Y todavía más: que, sin ayuda de Dios, no podemos resistir a la tentación de pensar las cosas en función nuestra, según nuestro provecho.
Los grandes sabios del pasado vieron con claridad la necesidad de esta súplica. Antes de empezar sus eximios trabajos sobre ciertas cosas, dirigieron sus plegarias al Autor de cada una para que encaminara los esfuerzos de su pensamiento. Así, por ejemplo, Agustín de Hipona, al comienzo de sus Soliloquia: “A ti te invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las cosas verdaderas. Dios Sabiduría, en ti, de ti y por ti saben todos los que saben. Dios, verdadera y suma Vida, en quien, de quien y por quien viven las cosas que suma y verdaderamente viven. […] Dios, Bondad y Hermosura, principio, causa y fuente de todo lo bueno y hermoso. Dios, Luz inteligible, en ti, de ti y por ti luce inteligiblemente todo cuanto inteligiblemente luce”.[iii]
Lo mismo hizo Buenaventura de Bagnoregio, en las primeras palabras de su Itinerarium: “En el principio invoco al primer Principio, de quien descienden todas las iluminaciones como del Padre de las luces, de quien viene toda dádiva preciosa y todo don perfecto; es decir, [invoco] al Padre eterno por su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, a fin de que […] tenga a bien iluminar los ojos de nuestra mente para dirigir nuestros pasos por el camino de aquella paz que sobrepuja a todo entendimiento”.[iv]
Anselmo de Canterbury fue más lejos todavía, pues intentó acercarse a Dios mismo con su pensamiento; por eso no puede decir más que con humildad y con piedad al comienzo de su Proslogion: “Y ahora, ¡oh Señor, Dios mío!, enseña a mi corazón dónde y cómo te encontrará, dónde y cómo tiene que buscarte. Si no estás en mí, ¡oh Señor!, si estás ausente, ¿dónde te encontraré? Desde luego habitas una luz inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa luz inaccesible? ¿Cómo me aproximaré a ella? ¿Quién me guiará, quién me introducirá en esa morada de luz? ¿Quién hará que allí te contemple? ¿Por qué signos, bajo qué forma te buscaré? […] Ten piedad de nuestros trabajos y de los esfuerzos que hacemos para llegar hasta ti, sin cuyo socorro no podemos nada. Tú nos invitas, ayúdanos. […] Enséñame a buscarte, muéstrate al que te busca, porque no puedo buscarte si no me enseñas el camino. No puedo encontrarte si no te haces presente. Yo te buscaré deseándote, te desearé buscándote, te encontraré amándote, te amaré encontrándote. […] No intento, Señor, penetrar tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi inteligencia; pero deseo comprender tu verdad, aunque sea imperfectamente, esa verdad que mi corazón cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para llegar a comprender. Creo, en efecto, porque, si no creyere, no llegaría a comprender”.[v]
[i] Jueves I de Cuaresma.
[ii] “La mayor y más auténtica apreciación de un bien [= un ser, un objeto] es posible únicamente cuando lo vemos situado en su lugar objetivo dentro de la jerarquía del ser, marcada por Dios”. D. von Hildebrand, “Religion und Schönheit”, en Das trojanische Pferd in der Stadt Gottes, Habbel, Regensburg, 1968, p. 294.
[iii] Libro I, 1, 1. En Obras de San Agustín, volumen I, edición bilingüe, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1949.
[iv] Prólogo, 1 (con leves modificaciones). En Obras de San Buenaventura, volumen I, edición bilingüe, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1945.
[v] Capítulo I. En Obras completas de San Anselmo, volumen I, edición bilingüe, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1952.