México se encuentra ya dentro de la dinámica que marca la lucha político-electoral. La feria de encuestas arroja sus primeros resultados: Peña Nieto a la cabeza, Josefina Vázquez Mota en segundo lugar y Andrés Manuel López Obrador en tercera posición (según los datos de GEA/ISA y Mitofsky). Los analistas arriesgan hipótesis: la caída de Moreira impactará negativamente en las preferencias hacia el PRI; AMLO cambia de discurso para adoptar un perfil que recuerda a Javier Sicilia y simultáneamente emprender una estrategia de alianzas con una parte del sector empresarial; por su parte los panistas no logran hacer unidad en torno a quien de acuerdo a los números parece ser su única – aunque difícil – posibilidad: Josefina.
Estas y otras apreciaciones miran la realidad política de México en base a los sucesos de coyuntura, es decir, toman el pulso a partir de lo que pasa en momentos muy puntuales con un radio de acción de 72 horas a la redonda. Si bien son válidos, los análisis coyunturales son casi evanescentes: duran un instante. Los grandes procesos sociales y políticos de una nación si bien se construyen con las decisiones cotidianas se insertan en procesos más profundos definidos en cierta medida por las tendencias culturales que existen hoy en México y en el mundo.
En otras palabras: nuestra nación no es un ente aislado en el mundo global. Muchos elementos le afectan y lo condicionan aunque en ocasiones no seamos conscientes de ellos. Un caso emblemático de esta situación es el escepticismo ante las ideologías político-partidistas. No nos referimos en primer lugar al escepticismo de la ciudadanía respecto de las grandes explicaciones teóricas de los partidos. Nos referimos más bien a la crisis interna en cada uno de estos partidos en materia de pensamiento y definición. Antaño el PRI poseía una ideología característica: el liberalismo revolucionario. Un buen priísta admiraba a Plutarco Elías Calles y solía leer a Daniel Cosío Villegas para así entender a qué le apostaba. En los partidos de izquierda que dieron lugar al PRD también hubo épocas en que se estudiaba con devoción alguna modalidad de marxismo y se escuchaban con atención los discursos de Lombardo Toledano. En Acción Nacional, por su parte, no sólo se citaban parrafitos de Manuel Gómez Morín en caso de necesidad sino que se estudiaba a Jacques Maritain, a Chesterton y se conocía bien la Doctrina social cristiana.
Aquellos momentos han pasado. Todos los partidos se encuentran inmersos en una anomia (y anemia) ideológica profunda. No es extraño que los ciudadanos corrientes no distingamos con precisión las diferencias en materia política, económica o social de un instituto político o de otro. Pero lo más grave es que hacia adentro de la vida partidista las ideas han quedado desplazadas por las encuestas, los berrinches y los intereses individuales o de grupo.
Alguien dirá que la política siempre ha sido así. En parte tendrá razón pero en parte no. Hay algo nuevo en el escenario que aún no terminamos de procesar. Desde mi punto de vista, estos fenómenos se encuadran en el desencanto generalizado ante los racionalismos. Desencanto que los filósofos, los sociólogos y los politólogos suelen calificar con dos conceptos emparentados: “crisis de la modernidad” y “ruptura postmoderna”.
En efecto, las grandes explicaciones totalizantes casi en cualquier tema han entrado en un momento de revisión y desplome. El mundo de la política es víctima privilegiada de este proceso cultural que erosiona a la razón y a la verdad. Cuando leemos a Cicerón, a Tomás de Aquino, a Maquiavelo o a Rawls podemos encontrar ideas diversas y desacuerdos importantes. Sin embargo, en todos estos hombres habita la pasión por hacer de la política algo más que un juego de poder.
Siempre que en la historia el poder político avanza sin la amistad de la razón y de un referente con pretensiones de verdad, el poder enloquece. Una política post-ideológica es fácil víctima del pragmatismo y del irracionalismo. Una política así es peligrosa. En momentos en que nuestra sociedad vive la tentación de la violencia y de aceptar con resignación el avance del crimen organizado, tal vez sea ya el momento de volver a pensar – sin abusos y exageraciones – antes de actuar. Pensar para actuar y actuar con fundamentos reales que hagan de la política una acción responsable es lo que en secreto muchos ciudadanos esperamos de nuestros gobernantes y de nuestros eventuales candidatos. Partidos definidos, comprometidos con ideas, podrán hacer de nuestra democracia un espacio humano, en el que se discuta racionalmente y no en dónde campee la pura fuerza y vanidad como motores de las contiendas.