Algunas consideraciones filosóficas
Fidencio Aguilar Víquez|
Hace unos días se hizo viral en las redes sociales un #hashtag denominado #LadyPiñata, que mostraba un video de unos pocos segundos donde aparece una mujer joven golpeando un coche con una herramienta metálica; un señor, ya grande -que luego se supo era su padre-, y una señora un poco robusta y a la expectativa -que era su madre, según fue dándose a conocer- completan el cuadro de una acción que por su forma -el arrebato y la furia- mostraba a una familia agrediendo a la que grabó el video: una jovencilla menor de edad. Al final, el señor mayor, la golpeadora y la señora robusta, suben a su camioneta en actitud de marcharse de ahí.
De acuerdo a lo que los usuarios de las redes fueron mostrando, todo ocurrió en Tlalpan en la mañana de ese día y la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México abrió una carpeta de investigación a efecto de deslindar responsabilidades. De todo el universo de comentarios, memes y demás, apareció uno que llamó mi atención: «A mí sí me gustaría conocer la historia completa», decía.
De los asuntos humanos, sobre todo de aquello que nos llama la atención nos interesa con fuerza y persistencia «la historia completa», «lo que en realidad pasó», «la verdad» de esos acontecimientos. Nos interesan «las historias verdaderas», las que puedan mostrarnos «el fondo de las cosas» y, más aun, lo que «en verdad» somos. Aquí radica el núcleo de nuestro interés por la historia. Y va desde los temas cotidianos, como el aludido líneas arriba, hasta los grandes temas del acontecer humano general, la historia universal, la historia de la humanidad.
Son varias las consideraciones sobre la historia, algunas señalan que ésta es magistra vitae (maestra de la vida) y que su conocimiento nos es útil para la vida misma; otras más bien revisten interés científico, académico e intelectual. El sentido útil de la historia podemos encontrarlo, por ejemplo, en los textos de Maquiavelo (2014), quien con frecuencia acude a los casos históricos para mostrar la validez de sus asertos. Miremos un fragmento:
Ejemplo de descubrimiento de conspiraciones por conjeturas es el de la que tramó Pisón contra Nerón. La víspera del día en que iban a matar a Nerón, uno de los conjurados, Escevino, hizo testamento y ordenó que su liberto Melichio afilase un viejo y herrumbroso puñal, dio la libertad y dinero a todos sus esclavos y dispuso que se preparasen vendajes para heridas. Fundado en estos indicios, Melichio le acusó a Nerón. Fue preso Escevino, y al mismo tiempo que él otro conjurado, Natalis, con quien le habían visto hablar en secreto largo tiempo el día anterior; no declararon de acuerdo sobre esta conversación y tuvieron que convesar la verdad, quedando la conjuración descubierta y perdidos cuantos en ella tomaron parte. (Maquiavelo, 2014: 288).
Desde esta perspectiva, las grandes enseñanzas se encuentran en el pasado, y éstas ilustran y pueden iluminar el presente. Por ello, en las enseñanzas del florentino al príncipe, éste tiene que conocer la historia para resolver los problemas que le surjan.
La historia, sin embargo, reviste un interés más hondo que el meramente pragmático. Alcanza ese interés de tipo antropológico porque somos entes sometidos al tiempo y nuestra existencia consciente tiene como horizonte los términos temporales: Nació en tal lugar, hizo esto y aquello y lo de más allá, murió en tal fecha. Y en un sentido de hondura, el tema de la historia ocupa un lugar dentro de las preguntas perennes, las cuestiones de siempre.
La primera pregunta, sin duda, cuando somos conscientes de nuestro ser, es la que alude al propio yo. Es la pregunta central de la antropología filosófica: ¿Quién soy yo? Y en el horizonte amplificado: ¿Qué es el hombre? Paz relata esto con nitidez al tratar de ilustrar la semejanza de un adolescente con la historia de México (o, mejor dicho, de México como un adolescente):
El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos a través de juego o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante entre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El adolescente se asombra de ser Y al pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo, deformado por el agua, es el suyo. (Paz, 2008: 11).
Las preguntas, empero, no se quedan en nosotros, trascienden nuestro universo interior y apuntan hacia ese otro universo que llamamos cosmos, naturaleza, entorno. Todo lo que nos rodea se nos vuelve misterio, pregunta, interrogación. Al yo le sigue lo otro, el no-yo, lo que no soy yo. Y la cascada interrogatoria va más allá de lo otro como mero entorno. Apunta, en un tercer ámbito (el primero es el sujeto humano, el segundo es la naturaleza), al ámbito del otro que también es sujeto (como yo), el otro igual que yo: el tú. Se trata de nuestro ser relacional. Se trata del tema de la sociedad (el otro es un «socius»). Y que esto es una pregunta perenne puede verse también en que, a lo largo del tiempo, las preguntas por la forma de gobierno, por el estado, la democracia, los derechos humanos, la política, etcétera, persisten y aunque van variando no dejan de presentar el mismo núcleo: la relación entre los seres humanos y el modo de expresarse.
Ahora bien, ¿cómo se expresa esa condición relacional? Aquí es donde viene (en cuarto lugar) la pregunta por la historia. Porque esa condición con «el otro», con «los otros» iguales que yo, y que al entrar en relación formamos la sociedad o «lo social» se da en una dimensión temporal, se da a lo largo del tiempo, y en una amplitud más prolongada, lo que manifiesta es lo que llamamos «historia de la humanidad», historia de los pueblos, historia de las épocas o de las edades. Esta es -considero- la dimensión antropológica de la condición histórica del ser humano.
Y como en la historia, incluso en la historia personal, no sólo ocurre lo que quiere la voluntad humana (siempre hay casos fortuitos, el azar, la fortuna, el destino, el sino, o, simplemente, Dios, el absoluto), sino también «la otra» voluntad, «la otra» mano, «el otro» espíritu, las preguntas perennes se ensanchan hasta tocar el tema de la trascendencia, de apertura a la trascendencia. Nace la pregunta por la eternidad y su vínculo y relación con el tiempo. Para el creyente, para el hombre y la mujer de fe, se trata de la presencia de Dios en el tiempo, con la convicción de que esa presencia es real y efectiva.
(…) Dios precede, acompaña y sigue. Sin embargo, este proceder eterno y gratuito no anula la apertura auténtica de la criatura en su éxodo hacia el Otro, sino que le da su fundamento y la asegura, liberando al hombre de la cárcel de sí mismo. (Forte, 2000: 197).
Una vez ubicado el ámbito de la historia en el contexto de las preguntas perennes (ser humano, naturaleza, sociedad, historia, Dios), tratemos de ubicar la pregunta -o preguntas- que busca resolver. Quizá la primera sea: ¿Qué ha pasado en realidad? Que la expresó de otra manera uno de los cibernautas del caso enunciado al principio: «A mí sí me gustaría conocer la historia completa». Nos interesa la verdad de lo que pasó, de lo que realmente aconteció. Ese fue el interés de los primeros historiadores, Heródoto y Tucídides, es decir, pasar de «lo que se dice» –legendum-, a lo que ha acaecido realmente. Y para ello se dedicaron a viajar para buscar vestigios, fueron tras los vestigios (in vestigium, investigare). El primer propósito de esa investigación es la verificación, ver o demostrar que «lo que se dice» realmente haya acontecido. En este primer sentido la historia es considerada una realidad sui generis, la de lo acontecido, lo acaecido. Y esto supone también una sutileza: por un lado, está lo acontecido ya, lo pasado, y por otro lado el acontecer mismo en su totalidad: pasado, presente y futuro. De manera que como realidad la historia es tanto lo pasado como el acontecer temporal en general. Sobre lo primero se ocupan los historiadores, sobre lo segundo los filósofos.
Aquí se abren otras preguntas más: ¿Qué tipo de acontecer conforma a la historia? ¿O todo acaecer, cualquiera que éste sea, es histórico por el mero hecho de caer en el tiempo? De ser esto último cierto, todo pasado -simple y llanamente- sería histórico, y habría suficientes razones para cuestionarlo porque hay hechos, o acciones humanas, que entran en el tiempo y se pierden con él (simplemente se pierden en el pasado). ¿Qué es lo que hace entonces que un hecho pasado no se pierda en el tiempo y se vuelva realmente histórico (nótese la insistencia en lo realmente)? ¿Qué peculiaridad tienen esos hechos que, precisamente porque no se pierden, tienen esa capacidad de persistir o permanecer a lo largo del tiempo? En la pregunta misma se encuentra ya una cierta respuesta: la permanencia, el persistir, el ser vigente en el presente, aunque haya ocurrido en el pasado. Es histórico aquel hecho que, ocurrido en el pasado, permanece vigente aún en el presente. ¿Qué es lo que lo hace permanecer vigente? ¿Qué tipo de vigencia es esta? ¿Qué o quién hace presente el pasado? ¿Lo hacen los historiadores cuando estudian o abordan un tema y lo traen al presente? ¿O son los hechos mismos los que se imponen resistiendo a ser devorados por el pasado?
Es verdad que algunos hechos del pasado son traídos al presente por el interés y el estudio de los historiadores; se trata de cómo el presente (el interés de los historiadores) influye sobre el pasado (los datos, documentos y/o monumentos). Sin embargo, hay determinados hechos que, por así decirlo, son de tal magnitud que parecen destacar por sí mismos y tienen influencia, magnitud, permanencia y vigencia en la medida en que inciden en los ámbitos de la interioridad humana, en esos aspectos que afectan la vida del espíritu, de la libertad, de los aspectos morales, éticos (incluyendo los políticos y los relativos a los derechos humanos).
Este primer aspecto de la historia que podríamos denominar la historia-realidad es lo que permite al filósofo determinar su objeto de estudio y sobre ello, ahora sí, señalar su modo de consideración. Por ejemplo, puede hacer una ontología de la existencia histórica, como lo hizo Millán-Puelles (1951), si considera las causas últimas de la historia. Entre esas causas también se encuentra la investigación acerca del fin del tiempo, cuya causa especial, según Pieper (1984: 29-33) se traduce en profecía.
Además de la historia-realidad también se encuentra la historia-conocimiento, o la historia como conocimiento; algunos consideran que esta es tarea propia de la historiografía, pero persiste la inquietud: la pregunta por el conocimiento de la historia o de «lo histórico», ¿no es también un problema filosófico? Porque es también posible una disciplina que sea la epistemología de la historia. Nos interesa, finalmente, conocer no sólo el pasado ni sólo todo el tiempo (pasado, presente y futuro). Nos interesa, sobre todo, conocer el significado de la historia. Y de nuestra propia existencia histórica. Aunque desde luego temas como el mencionado al inicio no dejan de despertar nuestro interés.
Referencias bibliográficas:
- Forte, B. (2000). La eternidad en el tiempo. Salamanca: Sígueme.
- Maquiavelo, N. (2014). El príncipe. Discursos sobre la primera década de Tito Livio (selección). Madrid: Gredos.
- Millán-Puelles (1951). Ontología de la existencia histórica. Madrid: Centro de cultura.
- Paz, O. (2008). El laberinto de la soledad. Postdata. Vuelta a El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica (col. Popular, 471).
- Pieper, J. (1984). El fin del tiempo. Barcelona: Herder.