¿Qué es lo “cristiano en el cristianismo” según Kierkegaard? (1)

Por José Miguel Ángeles de León (2

Agradezco profundamente al Dr. Luis Guerrero por su conferencia. El Dr. Guerrero nos ha presentado con autoridad la inquietud kierkegaardiana de vivir un “cristianismo verdaderamente cristiano”, de la posibilidad de superar la “condición de cristiandad”; la posibilidad de un cristianismo “vivo” dentro de la cristiandad. Contrastada desde un método filosófico (el socrático a manera de Kierkegaard) que pretende “demoler” la ilusión de que se cree; de que en serio se es, o se ha llegado a ser, cristiano.

En este sentido Kierkegaard, quien no pocas veces ha sido llamado el “Sócrates cristiano”, nos insta a la esperanza o al menos la posibilidad de que exista terrenalmente, al menos, una sociedad más cristiana, en el sentido de que aquellos que se denominan cristianos sean congruentes con su “fe”. Y digo “fe” (entre comillas), porque para ser congruentes con ella es preciso asumir que se comprende (o al menos se intenta) lo que la fe sea. Ya en el prólogo de Temor y temblor, Johannes de Silentio (seudónimo de Kierkegaard) sacude a sus lectores, a partir de la figura de Abraham caballero de la fe, a replantear y, sobre todo a sospechar, de aquellas filosofías sistemáticas que consideran haber encontrado un suelo firme (cierta noción de “razón”), desde el que presumen haber superado la fe, sin siquiera pretender comprender (ya si quiera entender) lo que sea la fe y las implicaciones “existenciales” que puedan venir consigo. Lo que también aplica para aquellas creencias religiosas que consideran la fe sin asumirla en su verdadera radicalidad, retratada por el seudónimo en la figura de Abraham, caballero de la fe, al que se le exige sacrificar a Isaac, su hijo, en la cima del Monte Moriah. 

En Kierkegaard, si es visto desde la ortodoxia cristiana, como dice Demetrio Gutiérrez en su prólogo a La ejercitación del cristianismo, obra seudónima firmada por Anti-Climacus, hay “excesos” y desde luego es incomparable con los “místicos consagrados” (Gutiérrez: 17), aunque es innegable “la belleza del rostro de Cristo maltratado que nos describe ungidamente y la inmensa alegría misteriosa que corre por su alma cristiana” (Gutiérrez: 17). Es innegable, también, la intensión y la vocación personal de Kierkegaard por encarnar el cristianismo y vivificarlo, de hacer de Jesucristo, el Único, el Modelo. De ahí su celo, digamos “evangélico” y su “añoranza” por el cristianismo primitivo, paradójicamente “triunfante”, en el sentido de que se encuentra más vivo. La añoranza de Kierkegaard está inspirada por la radicalidad y por el celo propio de la Iglesia nueva que “alarma” y “vibra” con la locura de la Cruz, que todos los días anuncia que su Buena nueva es “Locura para los griegos y necedad para los judíos” (1 Cor: 1-23). 

La situación general del cristianismo que describe Kierkegaard es el cristianismo “decadente” de la modernidad que se vivía en Dinamarca en el primer decalustro del siglo XIX, que desde ojos católicos es la consecuencia lógica de la Reforma protestante, la secularización del misterio, evidenciada en la “des-sacramentización” de lo Revelado. De ahí la extrañeza que Kierkegaard suele despertar entre muchos lectores católicos, que suelen “minimizar” sus reflexiones filosóficas y teológicas (sobre todo las teológicas) por considerarlo producto de una falsa doctrina, a la que el danés pretende enmendar su obra. Por cierto, la relación entre Kierkegaard y Lutero, que es muy interesante, es una relación de amor-odio, por cierto, resulta muy interesante cuando se lee a Kierkegaard desde el mundo católico. Pero este no es el lugar para hablar de ello. No en vano, la conclusión de teólogos católicos como Erich Przywara, Cornelio Fabio o Henri de Lubac, es que sí Kierkegaard hubiera sido católico, y hubiera vivido en el mundo católico, sus reflexiones cristianas hubieran quedado de más. Y quizás, así lo sea. Grandes teólogos hay que lo puedan explicar mejor que yo desde la ortodoxia. 

Empero, es evidente que la gran influencia de Kierkegaard para los católicos, sobre todo para aquellos que nos dedicamos a la filosofía, está que nos convoca a asumir con radicalidad socrática la exigencia evangélica en nuestros quehaceres filosóficos. La invitación kierkegaardiana es a no “achicar”, en ninguna circunstancia, las exigencias “personales” (por no decir “existenciales” o “vivenciales”), que traería consigo el ser cristiano. Cuestiones, como, por ejemplo, asumir con radicalidad la operación de la Gracia en la propia vida y en la Historia; o que el cristiano, sobre todo, está llamado amar, a pesar de los pesares, como él ha sido amado. Esto contra los excesos racionalistas que, inclusive en las más agudas teologías, parecen minimizar lo “sobrenatural” a algo ajeno a la condición humana, a algo “irracional” que, al desbordar a la razón, implica silencio o locura. La propuesta kierkegaardiana es filosofar, en el sentido socrático, como lo ha presentado el Dr. Guerrero, para destruir la ilusión de que nos basta con saber “racionalmente” la existencia de lo sobre-sobrenatural o con esperar “piadosamente” la obra de lo “sobrenatural”. Kierkegaard insta a no claudicar las virtudes teologales, ni de forma pelagiana, ni de forma gnóstica. Por ellos es preciso ser cautelosos al respecto de lo sobrenatural porque nos puede conducir al quietísimo y a un buenísimo que devenga en incongruencia, en aburguesamiento y en “achicar” las exigencias personales del Evangelio; pero al mismo tiempo nos dice que es necesario ser humildes para dejar que la Gracia haga su trabajo, Kierkegaard sabe que no basta con los esfuerzos humanos y que es preciso el auxilio Divino, y que sólo de ahí parten las obras del amor, es decir: la caridad cristiana. La fe y la esperanza, ante todo, son lo propio de aquél que ha comprobado el auxilio divino gratuito como máxima caridad dada. En este sentido, Kierkegaard parece estar completamente en sintonía con la Ortodoxia católica. Habría que estudiar, a mayor profundidad, el tema salvífico en el contexto de la teología contemporánea a Kierkegaard, si bien ya sabemos que las filosofías contra las que responde Kierkegaard son los abusos del racionalismo hegeliano y del romanticismo sentimentalista, que también fueron de gran influencia para la teología. De esta manera es como Kierkegaard, socráticamente, plantea algo que podríamos llamar “filosofía del cristianismo”. Y quizás, parafraseando el título de la obra de Maurice Blondel, lo propio del cristiano (no sólo del filósofo cristiano) es hacer el ejercicio socrático, al menos una vez en la vida, de examinar sus “exigencias filosóficas” (en el sentido socrático expuesto por el Dr. Guerrero). Por ejemplo, preguntarse personalmente “¿qué es la fe?”, “a partir de ello, ¿”tengo fe?”, sin necesariamente apelar a tal cuestión de una forma intempestiva o netamente escéptica. Es preciso hacerlo, simplemente, como una suerte de “ejercicio espiritual”. Un buen ejemplo de esto es la interpelación que hacen los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola cuando nos exigen la necesidad de tener un “Principio y fundamento”, que, en su máxima radicalidad, es un “Principio y fundamento para la vida personal y la existencia. Esto, desde luego, a partir de una visión Evangélica en clave salvífica que exige un “examen de consciencia” de la vida cristiana personal (es decir de cada cristiano), que por último nos pueda conducir a un juicio práctico, que en clave ignaciana es llamado “discernimiento”. Al final el cristiano cuando discierne, una vez que tiene consciencia de su propia vida espiritual a la que intenta responder a partir de un Principio y fundamento, intenta vivir con celo evangélico, con cuidado cristiano, su propia existencia. Sin achicarlo según las exigencias la verdad testificada ante el misterio de la Encarnación y la Locura de su Cruz. 

Abordar esto desde la filosofía sistemática, racionalista, secularizada, desde luego es escandaloso. Esto es así porque el cristianismo (que sólo es cristianismo cuando es verdadero) no es una idea, sino un encuentro personal. La relación que el cristiano tiene con el bien no es una relación ideal, sino personal. El cristiano no se relaciona con una idea abstracta del bien o de la divinidad, sino con un ser personal, que es bueno y es divino. Y bajo las condiciones de tal condición personal es que es preciso pretender, por lo menos, más o menos comprender lo que sea la fe. El cristiano no tiene fe ni espera en una idea abstracta, sino en una persona concreta que promete y que, por su esencia, no puede defraudar. Al final Kierkegaard siente y tiene nostalgia por aquel cristianismo “primitivo”, que paradójicamente en tiempos de persecución y de minoría, afirmaba heroicamente su verdad. Y así, por ejemplo, san Justino Mártir en el Diálogo con Trifón no expone una verdad abstracta, inmaterial y ahistórica, sino presenta (con toda la extensión del verbo “presentar”, que, etimológicamente. tiene que ver con los verbos “traer”, pero también con “regalar”) a una persona que promete y salva. San Justino dialoga con la filosofía desde la experiencia personal encarnada, no desde la abstracción especulativa. Aunque reconozca que por la abstracción especulativa se ha llegado a verdades, porque negar esto sería negar que la Gracia obra en todo momento, desde el comienzo del tiempo, sobre la naturaleza, y por ello es por lo que se afirma que “Todo cuanto se ha dicho de verdad le pertenece al cristianismo”. Le pertenece a Cristo que es “Camino, verdad y vida”. Palabra de verdad, verdaderamente, hecha carne. Y es ante estas condiciones “experienciales” (que se pueden resumir en el misterio de la Encarnación) que el cristiano precisa testimoniar y verificar su propia fe. La cristiandad, sin más, sería aquella masa que se denomina cristiana, pero que sólo lo hace nominalmente y que desconoce, desde luego, las exigencias filosóficas en sentido socrático (es decir, de “sabiduría”, de constatación veritativa), los misterios del cristianismo. El cristianismo de Kierkegaard no sólo pretende superar la “cristiandad social” y su piedad ingenua, sino también a aquella cristiandad que considera que es posible reducir los misterios del cristianismo a fórmulas teológicas, supuestamente racionales. Bajo una razón antropocéntrica, es decir autorreferencial. La razón del cristianismo, evidentemente, sobre pasa la razón humana, que, si bien puede discurrir sobre lo sobrenatural, esto sólo puede ser posible bajo el auxilio de la Gracia. 

El amplísimo itinerario kierkegaardiano (poético, literario, filosófico, teológico) apunta a la respuesta, bajo criterios socráticos, a la exigencia personal que demanda la Cruz y su causa (la encarnación), una vez que se ha comenzado (o al menos se ha pretendido) el camino de la fe, es decir, el camino de la Cruz. O también, dialécticamente, el camino de la exigencia filosóficamente socrática que implicaría la afirmación de la imposibilidad y la resignación a un mundo sin auxilio sobrenatural. Kierkegaard también se plantea la posibilidad de una vida humana completamente ajena a la fe que niegue, con radicalidad, la operación de la Gracia, que es la desesperación absoluta; a lo que también, socráticamente, se le debe dar respuesta. En este sentido es evidente que desde luego Kierkegaard no es aquél “filósofo” “irracionalista”, “anárquico” y fideísta, que como Tertuliano “cree que porque es absurdo” (por lo que no sería digno ser llamado filósofo) que se arroja a la fe como última alternativa, como señala el lugar común filosófico. Más bien Kierkegaard pretende responder a la exigencia de la fe bajo los criterios socráticos (de empresa por la verdad) que implican un compromiso con la verdad, sobre todo con una verdad personal (encarnada); en Kierkegaard lo que se encuentra es una gran pasión por la verdad. 

Por último, la exigencia kierkegaardiana ante el cristianismo y su misterio tendría que preguntarse como lo hace Hans Urs von Balthasar en la presentación de Sólo el amor es digno de fe: “¿Qué es lo cristiano del cristianismo?”, cuya respuesta cree el teólogo suizo “no ha sido nunca en la historia de la Iglesia una pluralidad de misterios que hay que creer, sino una referencia a un punto de unión a partir del cual se justifica la exigencia fiducial, un logos que sobrevive a las “ocasionales verdades históricas” (Balthasar: 9). 

Para Balthasar, algunas respuestas a tal pregunta son “El amor como revelación”, que al final “alumbra al mundo”. Y por ello Cristo y los cristianos son “luz del mundo”, la “sal de la tierra”. Kierkegaard, siguiendo a san Pablo y a toda la tradición que surge de la nueva ley (“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”) y en lo que concuerda con Balthasar, anuncia, evidentemente, que lo cristiano del cristianismo es el amor. Y el amor cristiano es lo que subsiste en el misterio de la locura de la Cruz y también en la Encarnación, y en todas las promesas anunciadas por Jesucristo, y por lo tanto en todos los misterios. El amor propio del cristianismo es la sustancia de la revelación misma. La cuestión pasa entonces de ser una exigencia de coherencia personal con la propia fe, a una exigencia que me viene de fuera y me demanda amar, porque soy destinatario (“primerado”, usando la expresión del Papa Francisco) de una persona que me ama profundamente y sin condición alguna. Y que cuyo amor es superior a todo amor humano, que son análogos al de Él. El amor humano es amor en tanto que participa de tal amor.  Y es sólo ante tal amor que se manifiesta no sólo la mayor Gloria de Dios, sino también la paupérrima condición del hombre. La propia miseria. Así, el cristiano debe esperarlo todo de su Amante y responder a su amor. Pero tal espera, desde luego, no es a ciegas, ni un acto de desesperación. Por ello dice Kierkegaard en En la espera de la fe (por cierto traducido al español por Luis Guerrero) que la fe sólo puede desearse, y que es imposible darla. ¡Qué drama! Y, por ello, cualquiera, sin importar su condición, puede decir que “Dios es su maestro y que en Él radica la propia felicidad” (Kierkegaard, 2011: 43-44). Si se logra responder ante la exigencia de tal amor, es otra cuestión. Si es que se logra vivir bajo esa demanda, esa es otra cuestión. En Las exigencias filosóficas del cristianismo de Blondel (1996), el mayor desafío filosófico es lograr responder al problema del mal; y por ende, al pecado. 

Entonces, ¿cómo introducir el cristianismo en la cristiandad? A partir, quizás, de responder (al menos de intentarlo) a las exigencias filosóficas (en el sentido socrático de “filosofía”) que nos demanda el amor divino dado gratuitamente, es decir: a partir de las obras del amor. En el capítulo uno de La ejercitación del cristianismo, Anti-Climacus remite a la gran invitación cristiana “Venid a mí todos los que estéis atribulados y cargados, que yo os aliviaré”.  A modo del Blondel de Las exigencias filosóficas del cristianismo, esto significaría al menos pretender responder a las “exigencias de la caridad divina”, que me invita a aceptar su amor. A modo de San Ignacio, que por cierto influye profundamente en Blondel, esto implica hacer “examen de conciencia” (que no es más que hacer el “examen de vida” socrático) sobre tal invitación, para hallar si verdaderamente Cristo es el Principio y Fundamento de nuestras vidas y si es que realmente se desea que sea así, todo esto con fin de discernir (es decir, de actuar; en kantiano, de realizar “juicios prácticos”) para “lograr alcanzar amor”; para “lograr ver a Dios en todas las cosas” y así, realmente responder a tal invitación. Todo esto sin olvidar, aporéticamente, que todo esto sólo es posible, si se cree y se espera, bajo el auxilio de la Gracia. Tal invitación cristiana es, en sí mismo, un ejemplo de la gracia, una obra de amor. Tal amor es tan grande que, en tal empresa, evidentemente, no nos encontramos solos y ello es lo que significa la invitación cristiana. Y tal Gracia no es necesariamente la “inspiración divina”, el enthusiamos helénico, sino el don que es el prójimo, quien también ha sido amado, intenta responder a tal amor y testifica la gran invitación cristiana. El cristiano es aquél que intenta poner en obra la sabiduría del amor que le ha sido revelado. 

Para concluir, dice Kierkegaard al respecto del amor cristiano en Las obras del amor (2006: 37-38):

(…) el cristiano está enterado de lo que es amor y de lo que es amar mucho mejor que cualquier poeta; precisamente por eso, sabe también, cosa que probablemente los poetas eluden, que el amor que ellos cantan es en el fondo amor de sí, y de ahí que justamente se explique su expresión ebria de amar a otro más que a sí mismo. La pasión amorosa no es de todavía lo eterno, es el hermoso vértigo de la infinitud, cuya máxima expresión es la temeridad de lo enigmático; de ahí que incluso se ponga a prueba en una expresión todavía más vertiginosa: “Amar a un ser humano más que a Dios”. Y esta temeridad le agrada al poeta sobremanera, es una delicia para sus oídos, le entusiasma de tal modo que le lleve a cantar. ¡Ay!, el cristianismo enseña que eso es blasfemia.  

 


 

(1)  Texto inédito. Réplica a la conferencia “¿Cómo introducir el cristianismo en la cristiandad?” de Luis Guerrero, que se realizó en el Campus CISAV de Santiago de Querétaro el 6 de diciembre de 2019. La grabación de la misma se encuentra en este enlace: https://fb.watch/ghfZf9vhGm/

 (2) Maestro en Filosofía por la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México. Profesor-Investigador y Coordinador de la División de Filosofía del CISAV.

 


Referencias:

  • Balthasar, v. H.U. (2006). Sólo el amor es digno de fe. Salamanca: Sígueme.
  • Blondel, M. (1996). Las exigencias filosóficas del cristianismo. Barcelona: Herder.
  • Gutiérrez, D. (2009). “Prólogo a La ejercitación del cristianismo de S. Kierkegaard” En La ejercitación del cristianismo de S. Kierkegaard. Madrid: Trotta. Pp. 13-22.
  • Kierkegaard, S. (2011). En la espera de la fe. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana.
    • (2009). La ejercitación del cristianismo. Madrid: Trotta.
    • (2006).  Las obras del amor. Salamanca: Sígueme.