Por Daniel González Olaya y Diego I. Rosales Meana
La economía de mercado, estructura económica que ha hecho surgir lo que los sociólogos han llamado “sociedad de consumo”, se ha erigido en una instancia superpoderosa sobre la vida de los seres humanos y ya desde hace un tiempo no solamente ha determinado nuestras conductas sino el modo como nos comprendemos a nosotros mismos. Si hace unos cien años creó y promovió la adicción al cigarro, y desde hace unos cincuenta ha hecho lo mismo con las drogas, llevamos ya también un cierto tiempo normalizando la pornografía como si fuera un bien de consumo inofensivo, exclusivamente privado y sin mayor consecuencia que unos minutos de placer.
La particularidad de la pornografía es que, si el cigarro o las drogas son adicciones cuyo objeto es externo al organismo, es decir, ni el cigarro ni la droga soy yo mismo, la pornografía comercia con la propia intimidad y la autocomplacencia, convirtiendo al yo en objeto de su propio placer. Al contrario de lo que podría parecer, en la pornografía y la masturbación no hay encuentro con alteridad alguna, sino que el individuo se encierra a sí mismo en un bucle autorreferencial.
Esta normalización de la pornografía se da en un contexto en el que la sexualidad misma ha sido convertida en un objeto de consumo por la economía de mercado y ésta se ha encargado de ir amaestrando a una hueste gigantesca de medios de comunicación hipersexualizantes con el objeto de hacer de las prácticas sexuales sólo una forma más de ludismo y distracción, otorgándole la misma importancia en la vida de una persona que jugar Monopoly o Play Station.
Por otra parte, la pornografía ha tenido una escalada tremenda con el surgimiento de Internet. Si en 1953 Hugh Hefner fundó Playboy y, con ello, propuso a la industria editorial una nueva forma de ganarse la vida –vendiendo mujeres– altamente marketeable, ésta era una industria dirigida principalmente a adultos adinerados, aunque todo el mundo supiera que esta pornografía era consumida también por adolescentes y niños a escondidas. Hoy en día, sesenta años después, no sólo ha aumentado exponencial y brutalmente el contenido erótico y violento en la pornografía, sino que el acceso a ella es mucho más fácil, barato, rápido y masivo, por lo que ya no es solamente un producto para adultos adinerados sino para –aunque la ley lo prohiba–, niños y niñas que tengan acceso a Internet o una televisión en casa.
Según cifras de Optenet, en 2010, el 37% de Internet estaba dedicado a sitios pornográficos[1]. Pero según la BBC, en el 2013, esa cifra fue exagerada y solamente el 4% de Internet es pornografía[2]. Otra cifra, también de la BBC, señala que es el 12% del Internet (24,644,172 sitios)[3]. En cualquier caso, aunque pueda ser interesante la estadística sobre la cantidad, lo significativo y verdaderamente nuevo es la capacidad de acceso de cualquier usuario a contenido pornográfico. Solamente en EE. UU., 72 millones de personas visitan con regularidad un sitio pornográfico en la red, y la edad de inicio es muy baja: 11 años es la edad promedio en la que un niño ve pornografía por primera vez, sustentando con ello una industria compuesta por 9.7 millones de empleados sexuales (activos en la pornografía, en una muy buena parte esclavizados y víctimas de la trata), generando 320 millones de dólares al año[4]. El resultado de esta avanzada es una sociedad que ha adoptado una postura de silencio exterior y consumismo voraz ante esta nueva forma de diversión privada. El problema gordo estriba en que estos medios nos enseñan cuándo, cómo y con quién tener sexo. Educan nuestro deseo.
Los seres humanos respondemos a estímulos sexuales por muchas razones. Entre ellas están las razones de la química. Nuestro cerebro libera neurotransmisores (oxcitocina y dopamina) que recompensan estos estímulos y demandan al cerebro a reproducirlos posteriormente[5]. La pornografía detona estas sustancias, bombardea esos estímulos de forma desmedida y crea, poco a poco, cerebros adictos a ellas por los medios por los que se las proveyó. Pero en la sexualidad, además, no solamente comparece la química, sino también el cuerpo, la mente, el espíritu, la afectividad y el inmenso mundo de símbolos y significados sobre los que los seres humanos construimos nuestras relaciones y nuestra propia identidad.
Si la sexualidad tiene la capacidad de abrir la afectividad humana a la alteridad, al encuentro con un tú que me afirma y que ama, y abre también por ello la posibilidad de la entrega y el amor, el consumo habitual de la pornografía termina por transformar esta dimensión de apertura en mera autocomplacencia. La pornografía conforma nuestras expectativas sobre cómo deberíamos comportarnos en la sexualidad, qué debemos y podemos esperar del otro, y termina por cercenar la dimensión afectiva y donal, que pueda surgir en la sexualidad. Transforma la intersubjetividad, la comunión y la entrega en un buscarse a sí mismo por medio de los otros transformados en mero cuerpo.
La pornografía, que puede muy fácilmente convertirse en una adicción, está modificando el ejercicio de la sexualidad en millones de jóvenes alrededor del mundo, y el mayor riesgo es que, por su naturaleza propia que consiste objetivar e instrumentalizar al prójimo, está educando jóvenes incapaces de amar. Y nadie habla de esto.
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[1] More than one third of web pages are pornographic. http://www.optenet.com/en-us/new.asp?id=270
[2] Web porn: Just how much is there? http://www.bbc.com/news/technology-23030090
[3] Los riesgos del porno por internet. http://www.bbc.co.uk/mundo/ciencia_tecnologia/2010/06/100611_riesgos_porno_internet_aw.shtml
[4] Fight the New Drug, Fortify. A step toward recovery, O. W. L. Publishing, 2013, p. 39.
[5] Porn is like drug. http://fightthenewdrug.org/porn-is-like-a-drug/#sthash.oUEEdfG1.dpbs