Tiempo para pensar

 

Por: Sagrario Chávez Arreola|

 

Hace unos días estuve con una parte del personal administrativo y docente de una universidad tecnológica invitándoles a conocer el programa educativo de la Maestría en Filosofía de la Educación que estamos por iniciar en el CISAV en enero del próximo año. Al salir de la reunión, una de las personas que estuvo presente y que además tiene responsabilidades en la coordinación académica, me hizo una observación que agradecí y sigo haciéndolo. Me dijo: “No olvides a quiénes te diriges al presentar este programa de posgrado en filosofía de la educación. En general, tendemos a dar poca o nula importancia a las humanidades. Aunque los empleadores nos demanden egresados capaces de tomar decisiones prudentes y de actuar responsablemente, hay quienes consideran que basta con que un ingeniero sepa hacer cálculos y operar una máquina”. Ese comentario tenía algo de revelador, pero no conseguía ver densamente qué.

No obstante, me llevó a recordar la disposición de algunos de los estudiantes de bachillerato a quienes les di clases de filosofía. Al principio del semestre, era frecuente la pregunta por la «utilidad de la filosofía» pero en cierto tono ¿cómo decirlo?… «provocativo». Y si no atinaba en dar una respuesta que dejara satisfecho a quien preguntaba, las miradas de complicidad, casi burlonas, tenían lugar entre algunos estudiantes.

¿Qué respuesta solía ofrecer en esos casos? Algo así como: “la filosofía ayuda a plantearte preguntas, sin apresurarte a responder” o “la filosofía te invita a detenerte a pensar” o “la filosofía te muestra que la forma en la que vemos al mundo, a los demás y a nosotros mismos, está fundamentada en supuestos que no hemos pensado sino que los damos por hecho sin más”. Empero, notaba que con tales respuestas no acercaba ni incitaba una cierta actitud filosófica en los estudiantes, pues a cambio de su pregunta yo les ofrecía algo incomprensible, muy difícil de entender, o «fuera de este mundo».

En medio de mi desesperación al observar ese distanciamiento entre los estudiantes y la actitud filosófica, optaba tontamente por señalar su «falta de», entre otras cosas, pensamiento crítico, capacidad de asombro, actitud abierta al conocimiento e inquietud por comprender la experiencia humana. Esos señalamientos eran, si no erróneos, por lo menos -como ya dije- tontos, dado que suponía que ellos ya deberían tener tales disposiciones o que alguien ya se había encargado de suscitarlas, pero ¿era así?

Veía en su mapa curricular materias del área de humanidades, tanto como de ciencias experimentales, mas ¿es suficiente con que tengamos clases del área de humanidades para formarnos en ello? Si, al parecer, no bastaba con eso ¿entonces con qué? Y luego venían las siguientes interrogantes: ¿qué ven a su alrededor estos jóvenes? Y entre aquellas personas que están cerca de ellos ¿quién o quiénes se muestran llamados a una comprensión, más o menos profunda, de su propia condición como personas?

Tratando de relacionar este recuerdo de una experiencia como docente de filosofía en bachillerato con lo que me habían señalado en aquella universidad tecnológica, surgió la siguiente hipótesis: si los jóvenes se muestran alejados de la filosofía y de las humanidades en general, eso no es todo el problema, sino que es posible que no vean en los adultos, en sus padres, maestros (!), hermanos, es decir, en quienes les rodean, un deseo por pensar. ¿Pensar en qué? La vida, el trabajo, la diversión, el amor, el tiempo, la justicia; en suma, pensarnos a nosotros mismos y aquello a partir de lo cual vivimos. Ese deseo puede reflejarse en algunos cuestionamientos como ¿qué es lo valioso en nuestra vida? ¿Qué sentido tiene una muestra de amistad? ¿Por qué levantarme de la cama cada mañana?

Se trata de que, en medio del sinfín de actividades de la vida diaria, respondamos vehementemente a la exigencia de sentido que la realidad nos hace. Pero quizás no solemos dedicar nuestra atención, nuestro tiempo, a eso. Quien llega a hacerlo, aunque sea por un momento, y tiene el atrevimiento de contárselo a alguien no sería raro que se le eche en cara lo ocioso e inútil de ese tipo de cuestionamientos. “Nunca llegas a nada” o “no pierdas el tiempo en eso, al final cada quien ve las cosas como le conviene”, son las frases con las que bien podría concluir el comentario de ese alguien. Pero, una vez más preguntémonos, ¿es así?

Parafraseando a Antonio Arvizu en su conferencia “De regreso a la escuela: una historia del ocio” -ofrecida en el CISAV el pasado viernes 13 de septiembre de este año-, detrás de la crítica a la inutilidad de saborear el conocimiento, detrás del rechazo a detenerse a observar cuidadosamente lo que sentimos, lo que pensamos y nuestras acciones, puede hallarse un aprecio por el hacer como respuesta a la llamada desesperada por el progreso, entendido como el desarrollo tecno-científico de la vida. Incluso, nos mostraba Arvizu, es posible rastrear históricamente cómo fue que la escuela en general, pero particularmente en su modalidad de politécnico, se convirtió en uno de los grandes detractores de ese detenerse a pensar.

Entonces ¿ante qué estamos? En palabras del académico italiano Massimo Recalcati (2017)

 

La Escuela neoliberal exalta la adquisición de las competencias y la primacía del hacer, y suprime, o relega a un rincón apartado, toda forma de conocimiento no relacionado de manera evidente con el dominio pragmático de una productividad concebida sólo en términos economicistas (por ejemplo, la filosofía o la historia del arte en la escuela secundaria). Garantizar la eficiencia del rendimiento cognitivo se ha convertido en una exigencia prioritaria que succiona esos necesarios nichos de tiempos muertos, de pausas, de desviaciones, de bandazos, de fracasos, de crisis, que son, por el contrario, como bien saben los psicoanalistas y no sólo ellos, el corazón de todo auténtico proceso formativo (pp. 21-22).

 

Primacía del hacer que nos posibilite un eficiente rendimiento cognitivo es una de las formas de llamarle a la situación compartida entre jóvenes y adultos: tenemos dificultades para detenernos a pensar. No sólo estamos convencidos de que eso no es importante sino que ni siquiera le damos cabida en nuestras vidas, porque hay cosas «realmente urgentes e importantes». Si esta hipótesis fuese cierta ¿qué nos queda?

En el CISAV estamos convencidos del valor que conlleva no sólo denunciar sino anunciar otra posibilidad: ¡deténgamonos un momento a pensar juntos! Principalmente, pero no sólo, aquellas personas que tenemos la gran responsabilidad de educar, reconozcamos que tenemos ante nosotros una oportunidad formativa insoslayable. Y ¿para qué? ¿Con qué fin? Para educar en la libertad. Ya Guardini (1964) nos lo mostraba, en el contexto del último tercio del siglo pasado, aunque la invitación final aún tiene vigencia.

 

El peligro máximo para el hombre que está llegando a serlo es la impersonalidad, el Man: el esquema anónimo de cómo hay que pensar, enjuiciar y actuar, presentado por partidos, prensa, radio, cine: la coerción de las medidas y normas, de las autoridades y organizaciones, de la violencia estatal, con sus ataques a la vida individual. Tan pronto como todo eso predomina, la persona queda impotente. Por eso el joven debe aprender a pensar por él mismo, a enjuiciar él mismo. Debe adquirir una sana desconfianza contra las recetas previas, tanto de especie teórica como práctica. Debe afirmarse en su libertad (p. 77).

He aquí, pues, una invitación abierta. Ojalá que podamos tomarnos el tiempo de considerarla.

 

 

Referencias bibliográficas

 

Guardini, R. (1964). Las edades de la vida (trad. Mosé María Valverde). México, D.F.: Librería Parroquial.

 

Recalcati, M. (2017). La hora de clase: por una erótica de la enseñanza (trad. Carlos Gumpert). (2ª ed.). Barcelona: Anagrama.