Las utopías parecen realizables hoy más que nunca,
y así nos encontramos nosotros delante de una pregunta muy angustiante:
¿cómo evitar su realización definitiva?
Nicolas Berdiaeff
Por: David Carranza Navarrete|
Con esta fatídica cita abre el conocido libro de Huxley publicado en 1932 Un mundo feliz; de esa fecha para acá, el tópico de los estados autoritarios que condicionan a sus miembros para lograr un estado de paz y felicidad artificiales, pero perpetuas, se ha vuelto un lugar común de la cultura de masas. Podríamos enumerar un sinfín de extraordinarios libros, películas, cómics y novelas gráficas que comparten este núcleo argumentativo, pero no hace ninguna falta: son extremadamente populares y conocidos por prácticamente cualquier persona de cualquier edad (desde los más pequeños que han crecido con sagas como Los juegos del hambre, hasta gente de mayor edad que vio hace ya casi cuarenta años Blade Runner). Por lo demás, la situación que denuncian no resulta de ninguna manera ajena: por todas partes se verifica un estado de hipervigilancia, de autoexposición en redes sociales, de satisfacción inmediata de cualquier tipo de malestar (desde el hambre, hasta una consulta médica), por mencionar solamente algunos ejemplos.
Aquí uno no puede dejar de preguntarse cómo es que este tipo de obras termina siempre integrándose tan bien en la sociedad de consumo que de origen denuncia. Valga como ejemplo el caso del prodigioso cómic de Alan Moore y David Lloyd V de Venganza, publicado por el sello Vertigo-DC Cómics, propiedad de Warner Bros; y es que absolutamente todo mundo ha visto, ya en una fiesta de disfraces, ya en una protesta sobre la avenida Reforma, la mítica máscara del personaje V; ésta se convirtió incluso en una suerte de logotipo del colectivo de ciberactivistas Anonymous.
La respuesta parcial a esta paradoja se la escuché decir alguna vez a un marxista crítico, quien señalaba que el capitalismo en realidad no puede alcanzar cuotas de autoritarismo tales que desaparezca toda posibilidad de crítica; con esto explicaba por qué en las grandes escuelas de negocios y economía estadounidenses seguía siendo tan popular, y hasta fecundo, el estudio de la literatura marxista. En el mismo sentido, ponía como ejemplo que en la sociedad feudal, el bufón de la corte era quizás el más sabio consejero del rey, pues era el único que con plena libertad y radicalidad podía hacerle ver sus errores y aciertos.
A pesar de todo esto, el hecho de que esta lucrativa industria sea parte del mercado cultural, no es motivo para desprestigiar o negar su cualidades estéticas y técnicas, ni para minimizar su gran potencial para despertar conciencias y mover a la reflexión y a la acción. Surge, entonces, la pregunta sobre cómo plantear críticas y alternativas que no sean absorbidas por la sociedad de consumo.
Una posible respuesta puede hallarse en el terreno de la gratuidad, que se traduce, muy a fin de cuentas, en regalar el tiempo. Y es que si, como la economía de raigambre liberal (incluida la marxista) plantea, el valor de un objeto es proporcional al tiempo utilizado en su producción, quizá la única manera de hacer saltar por los aires las lógicas de consumo sea, como sugirió el filósofo francés Michel Henry, la lógica de la gratuidad: la donación del tiempo, ¿la pérdida del tiempo?
Walter Benjamin sabía muy bien que la gran obsesión del capitalismo era el tiempo y la rapidez, de ahí que el acto más revolucionario en nuestros días, ese que nos puede acercar más a la verdadera paz —no aquella de que nos advertían Huxley y Berdiaeff, sino a una fundada en la experiencia del otro como prójimo— sería “dejar pasar el tiempo”, compartir el tiempo, es decir, hacer parte de mi tiempo al otro.
No se me ocurren grandes ideas para alcanzar la paz mundial, pues eso compete más a un internacionalista, a algún funcionario público o a algún estratega militar; sin embargo, parece posible que sea en las pequeñas acciones, donde no se invisibiliza el rostro del prójimo, donde nazca la posibilidad de una sociedad —como diría Berdiaeff—“menos perfecta y más libre”.
Dicho esto, no hay que dejar pasar este viernes Día de la paz, para compartir el tiempo con los seres queridos disfrutando —¿por qué no?— una de esas obras que la cultura popular nos ha legado.