Por José Roberto Pacheco-Montes[i]
Una de las principales características que debemos demandar a toda teoría ética seria es que esta no caiga en el relativismo. La razón estriba, principalmente, en salvaguardar el principio lógico de no contradicción. Por ejemplo, imaginemos que una persona sostiene como adecuado el poder apropiarse de los bienes ajenos porque de ese modo satisface alguna necesidad; mientras que otra considera lo contrario: que la apropiación de un bien ajeno no está justificada. De este modo, si estas dos personas tuvieran un conflicto donde la primera despoje de sus pertenencias a la segunda, tendríamos que decidir quién tiene razón. El primero afirmará que ha hecho lo correcto para erradicar alguna carencia, mientras que el segundo se sentirá agraviado. Necesitaríamos, entonces, un marco ético capaz de salir al paso de este tipo de disyuntivas, y nos percataríamos así que es imposible sostener algo que deje bien parados a los dos. Sobre todo, porque si creemos que el primero actúo bien, entonces los reclamos del segundo serían innecesarios. Y si, del mismo modo, afirmamos que el segundo ha sufrido una injusticia, entonces sus reclamos ya no parecen ser innecesarios. Hay algo raro ahí. Por ello, algunos filósofos han tratado de estudiar y argumentar la objetividad de los fenómenos éticos.
Dentro de las múltiples formas de resolver esta situación nos encontramos con lo denominado naturalismo ético o iusnaturalismo. Esta corriente ética, que ha sufrido diferentes críticas y defensas a lo largo de la historia, sostiene que lo correcto es aquello que es conforme a la naturaleza. Sin embargo, eso de conforme a la naturaleza es un poco abstracto, por lo que algunos pensadores lo asociaron al funcionamiento de las cosas. Harman (1996), por ejemplo, nos dice que la sentencia para entender el funcionalismo sería la siguiente: «Un buen K es un K que satisface adecuadamente su función» (p. 26). Es decir, imaginemos que estamos buscando comprar un sartén para freír huevos. Diríamos, en consecuencia, que un buen sartén para freír huevos sería aquel que cumpla con la función de que no se peguen; mientras que un mal sartén sería aquel que fracasara en el intento y deje residuos de la yema o clara pegados a él. El adjetivo bueno lo adquiere, ‘objetivamente’, cumpliendo su función. ¿Problema resuelto? Desafortunadamente no, en el caso del ser humano la cosa no es tan simple, no somos artefactos a los cuales a simple vista se nos ve el para qué servimos. Y si el funcionamiento está determinado por quien crea el objeto y por quien lo usa, entonces nos meteríamos en terrenos aún más complejos. De modo que quizá el problema no está en nuestra afirmación de ‘acorde a la naturaleza’ sino que naturaleza no es igual a función.
Ahora bien, eliminar la semejanza (algo artificial) entre naturaleza y función nos regresa al estado de la cuestión. Estamos parados nuevamente en la noción de naturaleza como algo abstracto e incomprensible. ¿Qué es lo natural en el hombre? Foucault, por su parte, en el curso que denominó Subjetividad y verdad, intenta ofrecer una respuesta a este problema. Para ello, parte de la metáfora del elefante de San Francisco de Sales como modo de vida natural y adecuado del ser humano y su sexualidad. Según el autor francés, la metáfora dice así:
El elefante, como es evidente, no es sino una bestia enorme, pero la más digna de cuantas viven en la Tierra y una de las que tienen mayor juicio. Quiero referirme a una característica de su honestidad. El elefante no cambia jamás de hembra y ama con ternura a la que ha elegido, con la cual, sin embargo, solo se aparea cada tres años, y lo hace entonces apenas durante cinco días y tan secretamente que nunca se lo ve en ese acto. Yo lo he visto, empero, el sexto día, cuando, antes que nada, va derechamente al río y se lava todo el cuerpo, sin querer de ningún modo volver a la manada antes de quedar purificado. ¿No son esos hermosos y honestos humores en animal semejante? (2020: 17)
A simple vista, esta metáfora no parece relevante para nuestros fines. Sin embargo, debemos adentrarnos a lo que subyace en ella. En un primer momento, define al elefante como una bestia enorme, pero que destaca de las otras bestias por su fidelidad, mesura y pureza, características no naturales de una bestia. En sentido estricto, se le están dando atributos que se consideran como buenos, pero que el elefante ejerce sin la intencionalidad de cumplirlos. El elefante no es ejemplo de bondad porque cumpla con su naturaleza (no es natural en ellos ser fieles, mesurados y puros, pues no son libres) sino que es ejemplo de bondad, metafóricamente, porque en él se ven rasgos de aquello que veríamos como bueno en el hombre. Pero, lo veríamos como bueno porque es aquello que se le exige a todo ser racional (desde los griegos: la mesura es la virtud del justo medio, por ejemplo) y porque es conforme a los designios de la religión cristiana —en específico—. Así, si somos echos a imagen y semejanza de Dios, aquello que Dios estableciese como natural, sería lo bueno. Por tanto, bastaría sólo con echarle un vistazo a la biblia y asunto resuelto.
Sobre lo anterior, se abren muchos conflictos más, uno de ellos es saber si, por ejemplo, Dios fuera racista, ¿automáticamente convertiría en el racismo como algo moralmente aceptable? Y otro más, es el hecho de que para Foucault lo que vemos como natural propiamente no lo es. En el análisis genealógico que hace de esta metáfora encontrará como a nivel histórico se ha ido construyendo y asimilando esta idea, y, por tanto, nos legará la duda de si aquello que vemos como natural, no es simplemente la asimilación de una idea, un discurso que ha calado en la sociedad. De este modo, lo que veríamos como natural podría modificarse de acuerdo al discurso dominante de la época y, por tanto, la idea de lo bueno como sinónimo de actuar conforme a lo natural nuevamente se tambalea.
Aun así, la duda que plasma Foucault no es un argumento que tire a la borda la noción acorde a la naturaleza. En el primer ejemplo dijimos que si natural era igual a función, teníamos un problema. Y, en este segundo caso, si natural es igual a la construcción social de lo natural, tendríamos otro. Pero, nuevamente, esto no derrumbar la tesis naturalista, sino que demanda que prestemos atención a de qué modo buscamos y definimos lo natural.
Dicho lo anterior, ha llegado el momento de cerrar esta exposición con el último giro a este problema. Y es aquel que encontramos en la Ética de Hildebrand (2020), en el capítulo 16. Hildebrand habla de la ambigüedad que hay en la expresión secundum naturam cuando es entendida como una relación teleológica inmanente; es decier, ver a los valores morales como cuando se estudia fisiología. Para Hildebrand (2020) este error se ve claro cuando analizamos el egoísmo en las personas, parece que tender a ser egoístas es más natural que genereso. Por tanto, ¿cómo afirmamos que los valores son secundum naturam? La respuesta para nuestro autor alemán es simple: «hemos de conocer primero la bondad moral para saber que el hombre, por su sentido y esencia, está determinado a ser moralmente bueno» (p. 223). En consecuencia, no es que lo bueno sea aquello que corresponde a nuestra naturaleza, sino que nuestra naturaleza corresponde a ser buenos. Y, de este modo, la bondad o maldad radica en los objetos (cosas y hechos) y es la captación de esos valores a los que habrá que adhrirse porque son buenos. Ahora, saber por qué esas cosas son buenas, es un tema que no da para estas breves reflexiones, pero que cualquier lector interesado podrá encontrar en las obras de Dietrich von Hildebrand.
[i] Masterando en Filosofía. Lógica y filosofía del lenguaje. Editor adjunto de Open Insight.
Bibliografía
Foucault, M. (2020). Subjetividad y verdad: Curso en el Collège de France (1980-1981). Trad. Esp. de Horacio Pons. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Harman, G. (1996). La naturaleza de la moralidad: Una introducción a la ética. Trad. Esp. de Cecilia Hidalgo. México: Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM.
Von Hildebrand, D. (2020). Ética. Trad. Esp. de Juan José