Amores inhóspitos: la violencia de género en tiempos modernos

Por Giampiero Aquila.

En años recientes, junto con el debate sobre el género, ha tomado un papel protagónico también el tema de violencia con razón de género y en particular la violencia contra las mujeres; éste ha ido concentrando sobre sí los contenidos de la discusión que ha tenido avances muy importantes a nivel legislativo.

En 2011 la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos se potenció con la Reforma Constitucional en materia de Derechos Humanos, a partir de ese momento los convenios y tratados internacionales se elevaron a nivel constitucional, lo cual incluye que la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés) y todos los instrumentos internacionales de los derechos de las mujeres a partir de 2011 son de obligatoriedad constitucional para el Estado mexicano.

Ya desde el 2006 se había dado un significativo paso adelante con la Ley de Igualdad entre Mujeres y Hombres, con esto, el Estado reconoce que, en México existen condiciones de desigualdad entre mujeres y hombres. Es en el año siguiente que, a partir de la visibilización de la violencia feminicida en Ciudad Juárez, se promulga la Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia. La cual indica lineamientos jurídicos y administrativos para el acceso a una plena igualdad entre mujeres y hombres.

Junto con una mayor y adecuada legislación se ha ido desarrollando también una conciencia pública sobre la existencia de este fenómeno a través una maciza mediatización en redes sociales: por el ejemplo el hashtag “me too”, así como las asociaciones que atienden los casos de violencia en contra de las mujeres han hecho de la misma un problema de presente en las agendas sociales a diferentes niveles. 

Por supuesto ha sido afrontado a nivel político, a nivel penal con la tipificación del delito de feminicidio, a nivel laboral donde la protección efectiva y eficaz a la mujer a la igualdad en el trato laboral son temas absolutamente relevantes. Otro fenómeno que ha contribuido a poner a la atención pública el tema que nos atañe el día de hoy ha sido también el fenómeno de la violencia doméstica a raíz del confinamiento ligado a las medidas sanitarias provocadas por la pandemia del COVID-19.

Para adentrarnos en el tema y, sobretodo en cómo el Estado lo ha afrontado hay que asumir una premisa: el castigo con el que la justicia persigue a los infractores tiene una función eminentemente preventiva, presentándose como una amenaza para quien incurra en algún delito y una función sancionatoria para quien haya incurrido en ello. 

Es evidente que el interés de la sociedad y de sus gobiernos tiene que estar dirigido a la prevención del delito. No sólo porque los costes sociales de la detención son extremadamente elevados, en términos de gasto público, y en términos de modificación de conductas y actitudes, pues es notorio que las cárceles, así como están pensadas, no son “centros de rehabilitación social” como el acrónimo CERESO afirma, por el contrario, son escuelas de delincuencia con una altísima tasa de reincidencia delictiva.

Queda por preguntarnos entonces si la función preventiva de la amenaza del castigo tiene algún efecto en cuanto a la reducción del delito, recordemos que el artículo 325 del código penal federal que tipifica el feminicidio en México e impone una pena de 40 a 60 años de prisión y con 500 a 1000 días de multa, en 2020 se ha aprobado un endurecimiento de las penas pasando de 60 a 65 años a causa de la presión de la opinión pública acerca de los feminicidios.

Cuando miramos los datos presentados por la CEPAL, tenemos que constatar que el endurecimiento de las penas no ha hecho mella en las tasas de feminicidios, que han ido manteniéndose elevadas en lugar de disminuir. A pesar de la tragedia que esto representa, no nos debe sorprender: la persecución del delito es una tarea compleja del Estado que supone en primera instancia la existencia de una mayoría consistente de ciudadanos dotados de la voluntad de no cometer un delito; secundariamente demanda efectividad para identificar al culpable y de demostrar que lo que cometió es un el delito y, finalmente, de realizar un procedimiento jurídico rápido y eficaz que aplique de la pena.

No me detendré a analizar la impunidad del delito, es decir qué pasa desde la denuncia hasta la aplicación de la sentencia, me interesa mucho más profundizar en el contexto donde el delito de violencia de género o el feminicidio encuentra su caldo de cultivo, es decir preguntarnos si en la comunidad social se comprende la naturaleza del delito y se quiere dejar de delinquir, preguntarnos más a fondo cuál es la raíz de la violencia de género en nuestras sociedades, y uso el plural porque de ninguna manera es un fenómeno sólo mexicano y sino que es ampliamente difundido y presente de manera transversal en muchísimos países.

La segunda mitad del siglo pasado ha visto en el mundo occidental, una profunda mutación de las costumbres en cuanto a la sexualidad, que de ordinario se indica como “liberación sexual”. Esta modificación se insertaba en un contexto de creciente atención a los derechos individuales. Los cambios ocurridos a partir de los años 50 del siglo pasado parecían abrir para todos grandes espacios de libertad a los cuales también la sexualidad podía acceder.

Gracias al uso de antibióticos se pudieron vencer las enfermedades veneras; con la difusión de los anticonceptivos, de manera particular de la píldora y la liberalización del aborto, aparentemente, se daba a la mujer la libertad para decidir sobre el embarazo. 

De esta forma se daba la posibilidad de desvincular la procreación de la actividad sexual dando así legitimidad al sexo y entregaba específicamente a la mujer esta posibilidad de decidir con su persona respecto a la procreación.

Sin embargo, esta circunstancia ha contribuido a perpetuar entre los varones el desempeño en la procreación, radicando la idea de que las consecuencias del sexo son un problema solamente de las mujeres.

La afirmación de la libertad sexual significaba ante todo el derecho de las mujeres a no sufrir violencia y acoso sexual, en contraste con una tradición secular que las relegaba en un rol subalterno al varón. Sea cual sea la relación, eran muchísimas las mujeres que tenían que someterse a la indiscutible libertad masculina de imponer la propia voluntad sin respeto por encima de sus voluntades y deseos.

Afirmar la libertad en su sentido más amplio, significaba reconocer el derecho a su autonomía en las decisiones fundamentales de la vida y finalmente aceptar una posición paritaria para la mujer, no subalterna a la del varón.

Parecía en ese entonces que la desaparición de una relación arcaica y patriarcal entre el varón y la mujer habría desaparecido a medida que la sociedad se urbanizaba, se industrializaba, crecía el nivel de escolarización y las mujeres se involucraban más ampliamente en el trabajo fuera de la casa, emancipándose de los trabajos del hogar con el uso de los electrodomésticos, y nuevos modelos de vida se iban difundiendo a través de la televisión.

El progreso iba a permitir una evolución plena de las relaciones igualitarias entre los varones y las mujeres hacia una relación más armónica que habría reducido, y hasta eliminado, la violencia de género. Más en general el reconocimiento de la dignidad, habría inducido conductas de respeto e igualdad.

Sin embargo las cosas no salieron así y lo demuestra el número creciente de divorcios, la reducción drástica de contratos matrimoniales, la infelicidad de tantas parejas y familias, y la violencia que sigue acompañando las relaciones entre hombres y mujeres.

De manera particular las conductas violentas han sido ignoradas por muchos años como si hubiesen desaparecido de la vida de las mujeres. Ahora lo que permanecía oculto, naturalizado en la mentalidad de mujeres y hombres ha salido a la luz provoca una indignación que corre el riesgo de quedar estéril, abocándose a paliar los efectos y no las causas cuando no se comprendan las causas ocultas que dan pie a los procesos que generan la prevaricación y la violencia y por lo tanto no se generan acciones miradas en contra de aquello que las favorece. Más bien se corre el riesgo de pensar que la simple indignación ante la violencia explícita sea suficiente para aquietar la propia conciencia.

Sólo partiendo de la comprensión de la naturaleza del fenómeno es posible plantear propuestas incisivas. En un campo que penetra tan a fondo la vida de las personas tampoco las leyes son suficientes, si bien son utilísimas. Es necesario pasar de un “locus de control” externo destinado a poner límites a uno interno, es decir a sostener un cambio que es cultural que toca la motivación íntima de la persona.

Sólo un análisis profundo y sin prejuicios puede desenmascarar los factores que favorecen la prevaricación y la violencia en las relaciones entre géneros en las personas humanas.

La persona humana es un ser viviente sui generis, es decir que si bien tiene en común con los animales y los seres vivos su dimensión biológica, la vive de una manera particularísima, poseyéndose a sí mismo totalmente, dotado de una libertad absoluta, los demás seres vivos no se poseen a sí mismo de la misma forma, tienen márgenes de libertad extremadamente limitados y finalizados al mantenimiento de la espacie. 

La dimensión somática es vivida por los miembros de la especie humana de tal manera que el cuerpo coincide con su propia identidad, somos nuestro cuerpo, no tenemos cuerpo, de tal forma que todo acto perpetrado en contra de la propia corporeidad es un acto perpetrado en contra de la persona en su totalidad. También por esto las leyes establecidas no son suficientes ya que el acto reparador de la violencia y del abuso sufrido demandan un camino de reintegración de la  persona agraviada en su dignidad.

A diferencia de los delitos contra los bienes materiales, que al reintegrarse reparan el daño, en el caso de la violencia en general el acto se realiza sobre la persona en cuanto tal y por lo tanto no es restituible, sino que demanda un camino de reintegración de la persona que en el acto violento es des-integrada, reducida a una cosa, un objeto.

La persona es una realidad integral, no podemos en ella separar artificialmente los procesos naturales de los cuales el cuerpo sexuado es expresión, de los culturales. Nuestros cerebros son idénticos a los de nuestros ancestros paleolíticos, si bien hemos nacido en la cultura tecnológica occidental, lo que difiere son los desarrollos culturales. Podemos afirmar que en la especie humana la mente y la cultura se han apropiado de la evolución permitiendo adaptaciones extremadamente flexibles que explican el éxito extraordinario y al mismo tiempo la fragilidad de nuestras conquistas que pueden entrar en conflicto con los procesos naturales.

El hecho que no podamos separar estos procesos tiene consecuencias muy significativas. Ya hemos mencionado la integración de nuestro ser personal con nuestro ser corporal. Así como decimos que cuando estrecho la mano de otra persona estoy saludando a la persona en cuanto tal y no solamente una de sus extremidades, de la misma manera afirmamos que cuando tocamos, miramos o, más en general tratamos a la otra persona por un aspecto parcial de ella, y no por su integridad estamos cometiendo un acto que es violento.

Siguiendo a Hanna Arendt decimos que la verdadera sustancia de la acción violenta es regida por la categoría medios-fin cuya principal característica, aplicada a los asuntos humanos, ha sido siempre la de que el fin está siempre en peligro de verse superado por los medios a los que justifica y que son necesarios para alcanzarlo. (Arendt H. Sobre la violencia. Alianza Editores, Madrid, 2006:10)

La definición de violencia que acabo de mencionar ayuda a comprender cómo la violencia por sí sola contradice el principio de la dignidad de la persona tal como un autor como Kant la formula en como imperativo categórico formulado de esta manera: «Obra del tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como medio”. 

Lo anterior nos sirve para comprender que cualquier acto violento tiene su raíz en tanto reduce la persona a medio independientemente de que se trate de provocar una herida física, psicológica o económica: el acto violento consiste en hacer a un lado que la persona es fin en sí mismo.

La gran pregunta es si la valoración de la otra persona como bien en sí mismo es realmente factible y a cuáles condiciones. Aparentemente una gran cantidad de relaciones que interesan nuestra vida son relaciones de interés: colaboro con mis colegas por que son “medios” para alcanzar objetivos laborales; amo a mi pareja o hijos y no puedo evitar esperar que ellos satisfagan las expectativas que tengo hacia ellos; enseño ciertos contenidos para que mis alumnos los aprendan. 

En estos pocos ejemplos nos damos cuenta de que de ordinario nuestras relaciones están marcadas por una dosis importante de utilitarismo y sin embargo el otro, cuando sea dejado en libertad, se escapa constantemente a mis expectativas, marca siempre una diferencia. Podríamos decir que es imposible que satisfaga por completo mis expectativas desmarcándose y afirmando su propia identidad.

Para la persona es imposible no percibirse en el centro de un mundo que lo rodea, pues hacia él convergen como a su centro las sensaciones, las emociones, la voluntades, pero es justamente desde esta “soledad originaria” que descubrimos la presencia de “otros yo” que se presentan ser “como yo” es decir sujetos cualitativamente idénticos y a la vez sustancialmente diferentes e mí. En las relaciones entre los géneros este recíproco reconocimiento reviste una importancia radical ya que son expresión de un modo de ser persona idéntico en dignidad e irreductibles uno al otro.

Esta irreductible libertad, ese punto de fuga que el otro expresa constantemente en las relaciones humanas, sobretodo en las relaciones entre mujeres y hombres, requiere que recurramos a un principio que supere la visión Kantiana que podemos expresar en la norma personalista de la acción en la que Karol Wojtila afirmaba que, ante la dignidad de la persona que estoy llamado a amarla, es decir a afirmarla por sí misma, a amar más su libertad que cualquier expectativa, aún buena, que pueda yo tener sobre ella.

En las relaciones es indispensable aceptar el riesgo de la libertad del otro.

Esto asume un valor muy relevante cuando hablamos de las relaciones entre géneros. La concepción psicoanalítica sobre la primacía de la sexualidad ha contribuido a “sexualizar” las relaciones afectivas, lo cual ha llevado a la conclusión equivocada que las relaciones afectivas sean imposibles separadamente de sus implicaciones sexuales. Ha contribuido a otorgarle una primacía de la sexualidad sobre los afecto que en realidad no posee, dando por supuesto que la relación entre la mujer y el varón sólo es posible al interior de una separación de roles, funciones y jerarquías y legitimando una sexualidad privada de la afectividad. Cuando en realidad la sexualidad se manifiesta entre los humanos de manera cabal sólo después de una base afectiva que la precede, como son las relaciones de filiación, y fraternidad que constituyen el entramado afectivos de las relaciones familiares.

La aportación fundamental de una sexualidad no separada de la afectividad es el descubrimiento en primera instancia de un modo de ser persona irreductible uno al otro, no solamente por ser individualidades distintas, sino por ser expresión de un modo de pensar y de estar en el mundo diferentes entre ellos, con cualidades y acentos que los distinguen de tal manera que la abren a la comprensión que el propio ser personal encuentra su razón de ser en donarse, que la propia razón de ser no coincide con una extensión indefinida de los propios deseos sino que se realiza en darse.

Con esto nos encaminamos hacia una conclusión que, si bien provisional, nos permite comprender que erradicar la violencia de género tiene un valor que abarca y supera la misma exigencia de justicia y protección para quienes son víctimas.

Lévinas en Totalidad e Infinito hace una aguda consideración “…la violencia no consiste tanto en herir y aniquilar como en interrumpir la continuidad de las personas, en hacerles desempeñar papeles en los que ya no se encuentran, en hacerles traicionar, no sólo compromisos, sino su propia sustancia…Como en la guerra moderna, en toda guerra las armas se se vuelven contra quien las detenta” 

“En toda guerra las armas se vuelven contra quien las detenta”, es decir que existe un hilo que une víctima y victimario tanto la violencia de género implica una herida física, psicológica, moral, infligida a la víctima y al mismo tiempo para que esto suceda, es necesario que el victimario tenga de sí una experiencia reducida y parcial, una “interrupción en la continuidad personal” para usar expresión de Lévinas. 

Esto nos lleva a considerar que al mismo tiempo en que se hace urgente recorrer el camino de la equidad de género, es decir afirmar de manera sustantiva la igualdad en la diferencia entre mujeres y hombres,  también es indispensable superar una visión antropológica auto-referencial y adentrarnos en una visión relacional de la misma ontológicamente fundada.

 


Referencias

Kant I. (2012) Fundamentación de una metafísica de las costumbres. Alianza Editorial, Madrid. P. 137

Lévinas E. (1977) Totalidad e inifinito. Ensayo sobre la exterioridad. Ed. Sígueme, Salamanca. P. 47