Dedicado a GGJ, en su cumpleaños
Apunte sobre la amistad1
Hay desengaños tremendos, desesperaciones espantosas y terribles y más aún hay soledades insoportables que secan incluso el agua de las lágrimas y convierten la vida del alma en la vida mineral de un cascajo. Solamente el músculo que otorga la amistad, en su compañía y lealtad, en su desinteresado trato y amable consuelo puede ayudarnos a soportar las inmensas cargas y desavenencias y acontecimientos sinsentido que a veces acaecen en la vida. Está claro que la amistad trae dolores y que en ella hay a veces traiciones y miserias, malentendidos e intereses que se cuelan entre las ramas y que percuden o habitan en medio del sincero cariño como orquídeas parasitarias, pero que crecen junto a la verdadera benevolencia. Nadie niega que haya en los hombres venenos ocultos, incluso desconocidos para ellos, pasiones oscuras que a veces ensombrecen hasta la más lúcida y abierta de las amistades. Hay riesgos. Nadie lo niega. Incluso en la amistad más grande y más heroica, el riesgo inminente de la pérdida del amigo puede constituir un inmenso dolor para el corazón que lo único que quiere es la lealtad de su amigo. Honda tristeza es la muerte de un amigo para el corazón humano pero los riesgos de pérdida no son ni deben ser nunca razón suficiente para abandonar una empresa. Por eso, “si alguien llega a prohibir esa tristeza, prohíba también, si le es posible, las amistosas charlas, ponga su veto, destruya el afecto entre amigos, rompa con despiadado estupor los lazos espirituales de todo afecto humano, o bien dé normas para usar de todo ello de manera que el corazón no quede inundado por ninguna de sus dulzuras.”2
Dados los riesgos, asumiendo los peligros, ¿cómo saber distinguir de entre la maleza a los buenos amigos de la mala hierba? ¿Cómo encausar una amistad que sea tal y no solamente un consortium dispuesto para las chanzas y los placeres vacuos y mundanos? ¿Cómo conocer el fondo del alma de un amigo, a quién abrir el alma propia, cómo escapar del riesgo de la traición, tanto de la mía como de la ajena? ¿Cómo atreverse, pues, a emprender el recorrido al lado de alguien que no soy yo, pero de quien necesito y a quien puedo ver que me necesita también?
Si la cuestión y el problema del deseo se juega en su relación con la verdad, si la felicidad está siempre en riesgo en la medida en que puedo hacer de mi vida un gran error, entonces el ejercicio de la razón se vuelve una cuestión de primerísima importancia para evitar en la medida de lo posible los grandes y profundos desasosiegos que vienen causados por una mentira sobre el deseo, sobre mi deseo. Si hemos de evitar la mentira, entonces hemos de buscar amigos que busquen la verdad. “Tanto más amo a mis amigos –dice Agustín– cuanto mejor usan del alma racional, o ciertamente, cuanto mejor desean usar de ella.”3 No es necesario que sean demasiado listos, o que sean cultísimos o que sus discursos engalanen los convites más que todos los Fedros y Aristófanes que ha dado la historia. No hace falta, tampoco, que sean perfectos y modelos impolutos, cuasi ángeles abanderados y comandantes de la virtud. Basta con que “deseen” usar bien de su razón, basta con que estén enamorados de la verdad y abrasados por el deseo de conocerla, que vivan apasionadamente queriendo dirigir su vida hacia el Bien perfecto.
La amistad es la imperiosa y completamente necesaria compañía sin la cual la búsqueda de la verdad sería una búsqueda estéril. Si bien la verdad sobre el deseo habita en mí, hay también en mí demasiados ídolos y fantasmas que ahuyentan e intimidan el ímpetu que de verdad pueda surgir en mí mismo. El amigo es el que aviva esa llama de amor viva, es el viento que sopla para que el calor abrase. Aún si se tuvieran y poseyeran todas las riquezas, oros, pieles y animales exóticos, maravillas y antigüedades, aún cuando se fuera el rey de todos los imperios y los dioses de los siete mares rindieran culto a nuestros pies, eso no valdría nada si no hay alrededor nuestro amigos con quienes compartir los más caros y preciados vinos o, en algunos momentos, con quien vender esos vinos y regalar el dinero al prójimo lastimado por el hambre. Porque ni siquiera viviendo cara a la verdad se vive bien si esa persecución se realiza en soledad.
Dado el carácter difícil que en una de sus dimensiones tiene el deseo, la amistad se vuelve un seguro, una base sobre la cuál descansar, una confianza a la cual recurrir en medio de los muchos modelos falsos y falaces que el mundo en su mundanidad presenta. Es demasiado fácil vivir en la epidermis, vivir movido por el hambre del vientre exterior y encandilado por los espejos y cristales que nos presenta el siglo y el tiempo. Por eso en la medida en que el hondo appetitus de felicidad (beata vita) está siempre en riesgo de correr hacia su propio fracaso, el amigo es el rescate y salvavidas que hace posible la búsqueda de la verdad. “Razón.— Pero te pregunto: ¿por qué quieres que vivan o permanezcan contigo tus amigos, a quienes amas? / Agustín.— Para buscar en amistosa concordia el conocimiento de Dios y el alma. De este modo, los primeros en llegar a la verdad pueden comunicarla sin trabajo a los otros.»4 En efecto, la carrera hacia el Bien perfecto se hace liviana cuando “van dos marchando juntos”5. Es el amigo el que nos despierta y levanta del letargo, quien ahuyenta de nosotros el sueño dogmático de seguir viviendo en la superficie, porque el camino al Bien perfecto requiere que seamos buenos, que el deseo no decaiga en torpezas, que la lucidez no se extinga. Faro y luces son los amigos en medio de la niebla. Euigilia! Euigilia, oro te!6 (¡Despiértate, despiértate, te lo ruego!), imploraba Agustín a su amigo Romaniano. Si Agustín había recorrido un tortuosísimo camino por lo que consideró verdadero de sus propias pasiones lujuriosas, luego por la secta de los maniqueos y más tarde por lo que el escepticismo le ofrecía, ahora lamentaba profundamente que su amigo Romaniano, compañero de adolescencia y con quien fue descubriendo poco a poco las verdades del mundo y las idealidades de la verdad, estuviera ahora preso de las garras de la secta maniquea, en la que el mismo Agustín lo había introducido
Bibliografía:
1 Este texto es fragmento del trabajo de investigación que estoy realizando para la obtención del doctorado en filosofía en la Universidad Pontificia Comillas.
2 Agustín de Hipona, De civitate Dei XIX, 8.
3 Agustín de Hipona, Soliloquia I, 2, 7.
4 Agustín de Hipona, Soliloquia I, 12, 20
5 Iliada X, 224
6 Agustín de Hipona, Contra academicos I, 1, 3