Apuntes sobre el discernimiento ignaciano y el discernimiento cartesiano. Parte 2

Por José Miguel Ángeles de León (1).

El discernimiento ignaciano

San Ignacio de Loyola introduce sus Ejercicios definiendo lo que entiende por Ejercicio Espiritual, dice:

[…] Por ejercicios espirituales se entiende todo modo de examinar la consciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mentalmente, y de otras espirituales operaciones, según adelante se dirá. Porque así como el pasear, caminar y correr son ejercicios corporales; por la misma manera, todo modo de preparar y disponer el ánima para quitar de sí todas las afecciones desordenadas y, después de quitar, para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima, se llaman ejercicios espirituales (1977: 1).

Ese ordenar las afecciones desordenadas, tarea que Descartes se propondrá en El tratado de las pasiones del alma, parte de usar discurriendo los actos del entendimiento y de usarlo afectando los actos de la voluntad, es decir, es necesario orientar el entendimiento y la voluntad hacia el mismo fin, lo que para san Ignacio no es sino hacer la voluntad de Dios (Loyola: 1977: 1). Por eso San Ignacio intitula el primer capítulo de sus ejercicios “Ejercicios Espirituales para vencer a sí mismo y ordenar su vida”, en este uso del entendimiento y de la voluntad subsiste una antropología que concibe al hombre como caído, pero por la intercesión de Cristo, en posibilidad de redención. Dice San Ignacio:

El hombre es criado para alabar, para hacer reverencia y servir a Dios nuestro señor, y mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la faz de la tierra son criadas para el hombre, y pata que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayudan para su fin y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impiden (1977: 23).

En el discernimiento ignaciano, efectivamente, siguiendo a Hadot, hay un dato revelado que no puede ser puesto en duda; de hecho, el objetivo de los Ejercicios, es convencer al ejercitante no sólo de la existencia de Dios, sino de que él pueda contemplar como Él opera personalmente y en el mundo (2003: 61). Para San Ignacio, lo importante es que en ningún momento se dude de la Providencia divina, ni de que Ella escuche al hombre; por eso, el loyolense insta a pedir, y posteriormente, a agradecer por las gracias recibidas. Para San Ignacio, el modelo para discernir la voluntad de Dios es contemplar la vida de Cristo, a través de lectura inspirada del Evangelio; esas contemplaciones son el material con los que los ejercitantes tendrán que ejercitarse. El ejemplo por antonomasia es la alegoría de las dos banderas, una la de Cristo y la otra de Lucifer; a partir de la contemplación del Evangelio, el ejercitante debe reconocer si su entendimiento y su voluntad están bajo la bandera de Cristo o si bajo la de Lucifer. En caso de estar bajo de la de Lucifer, San Ignacio impera a orar y a seguir contemplando la obra de Dios en el mundo y la promesa de resurrección, a partir del amor que le tiene a su criatura.  El fin del discernimiento ignaciano es para convencerse de que del hombre es criado “para alabar, reverenciar y servir a Dios”, y actuar consecuentemente con ello, imitando a Cristo en todo momento. El hombre debe elegir de acuerdo a la voluntad de Dios. Eel fin del discernimiento ignaciano es que la voluntad y el entendimiento del hombre se  ciñan a la voluntad y al entendimiento de Dios. Como fin del discernimiento, para poder pasar a las obras, propone San Ignacio:

Primero conviene advertir en dos cosas: la primera es que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras. La segunda, en que el amor consiste en la comunicación de las dos partes, que es a saber, dar y comunicar el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia, dar al que no la tiene; si honores, si riquezas, y así el otro al otro. El primer punto es traer a la memoria los beneficios recibidos de creación, redención y dones particulares con mucho afecto cuando ha hecho Dios nuestro señor por mí y cuánto me ha dado de lo que tiene y en consecuencia el mismo Señor desea desearme en cuanto puede según su ordenación divina. Y con esto reflejar, en mí mismo, considerando con mucha razón y justicia lo que yo debo de mi parte ofrecer y dar a su divina majestad, es a saber, todas mis cosas y a mí mismo con ellas, así como quien ofrece afectándose mucho: Tomad Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo diste, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda nuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta (1977: 24).

Desde la filosofía, como bien señala Pierre Hadot (2003: 60), es complicado analizar los discernimientos ignacianos, porque como premisa central tienen la fe; si el ejercitante no tiene fe, tendrá que discernir la existencia de Dios, que se debe refrendar y sentir, pues no puede ponerse en duda. El discernimiento ignaciano implica un abandono del yo para pasar a ser un móvil de la voluntad y el entendimiento de Dios, para en todo amar y servir. Éticamente, el ejercitante espiritual no puede ni debe tener una “moral provisional” a la manera cartesiana, porque el Evangelio y la contemplación de la vida de Cristo, al ser Él el hijo de Dios, resulta infalible; Él es el modelo de santidad, y todo actuar humano debe estar guiado de acuerdo a como Él actuaría, por algo Él es el verbo encarnado. Para poder vivir la voluntad de Dios, como en todas las ascesis, el hombre requiere “vaciarse” , desprenderse del mundo para verlo con nuevos ojos y así aprehender la voluntad de Dios, haciéndola nuestra.

La segunda parte del discernimiento ignaciano es el análisis de las pasiones –mociones– (consolaciones y tretas), que es como se distingue el actuar del buen espíritu con el del mal espíritu; sin duda, esta es la parte más álgida del discernimiento. Dice San Ignacio:

La primera regla: en las personas que van de pecado mortal en pecado mortal, acostumbra comúnmente el enemigo proponerles placeres aparentes, haciendo imaginar delectaciones y placeres sensuales, por más los conservar y aumentar en sus vicios y pecados; en los cuales personas el buen espíritu usa contrario modo, punzándoles y remordiéndoles las consciencias por la sindéresis de la razón. En las personas que van intensamente purgando sus pecados, y en el servicio de Dios nuestro Señor de bien en mejor subiendo, es el contrario modo que en la primera regla, porque entonces es propio del mal espíritu morder, tristar y poner impedimentos inquietando con falsas razones (1977: 68).

El discernimiento ignaciano se logra tras un ejercicio del espíritu, cuyo es poner presto al hombre hacia el fin de Su creación. El discernimiento ignaciano lo único que busca es que el hombre oriente las facultades de su alma hacia la mayor gloria de Dios; el hombre distingue para salvarse, para cumplir la que, según San Ignacio, es la labor del hombre: alabar, hacer reverencia y servir a Dios. Sin duda, es una orientación hacia la acción. Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio buscan salvar al hombre del quietismo, orientándolo hacia las mejores acciones, que son las dictadas por el modelo Cristo. No hay ninguna moral por provisión, porque el modelo está dado: la Imitación de Cristo; tampoco hay probabilismo alguno, porque la voluntad de Dios es una relación directa con la criatura; lo único que es preciso es que el hombre esté presto para contemplar la Mayor Gloria de Aquél. Sin embargo, ¿cómo se convence el ejercitante de que lo que viene de Dios realmente viene de Dios? Sin duda, sólo la fe; fe que se adquiere, que se comprueba, de la que se logra “dar cuenta”, admirando la Mayor Gloria de Dios plasmada en el mundo. Tal confianza en el mundo, efecto de verlo como producto de un creador bueno y todo poderoso, es lo único que puede evitar el engaño; moralmente, ese Dios se materializa, se encarna, al contemplar la vida de su Hijo, también Dios.

 

El discernimiento cartesiano

La primera premisa del discernimiento cartesiano es que posible, por naturaleza, en todos los hombres. Al parecer de Descartes, es el buen ingenio lo que posibilita el discernimiento, que es la facultad de poder juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso (2000: 57); de hecho, una buena definición de discernimiento sería “la facultad de poder distinguir y juzgar lo verdadero de lo falso”. Luego, el discernimiento es la puesta en acto del “buen sentido”, que es tal capacidad de juicio presente en los hombres por naturaleza. Incluso, aclara Descartes “no basta, en efecto, tener el ingenio bueno, sino lo principal es aplicarlo bien”.

La cuestión se complejiza cuando Descartes complementa “Las almas más grandes son capaces de los mayores vicios, como de las mayores virtudes; y los que andan muy despacio pueden llegar muy lejos, si van siempre por el camino muy recto, que los que corren pero de aparten de él” ¿cómo se discierne el recto camino desde la filosofía? ¿Cómo logra aprehenderse su sentido?  Descartes para ello propondrá su método, aunque no queda claro cuál es la relación entre la filosofía, el método, la razón, el vicio y la virtud, ni por qué es necesaria la “moral por provisión”, pues la ética cartesiana será postergada hasta el final de su obra, y jamás se escribió un tratado que la aborde específicamente. Aunque encontramos atisbos de ella en el Discurso del método –la moral por provisión–, en el Tratado de las pasiones, y sobre todo, en su intercambio epistolar con Isabel de Bohemia.

La cuestión del discernimiento cartesiano se torna oscura cuando Descartes recurre a la perfección del ingenio, fin del método, que se logra mediante el ejercicio de la razón; que es, dice, «la única cosa que nos distingue de los animales» y que se encuentra en cada uno de nosotros; esto culminará en la posibilidad del genio maligno, en la distinción entre el sueño y la vigilia. Descartes, desde la razón, siempre tendrá la necesidad de considerar la posibilidad del engaño, por lo que el poseer la razón no garantiza un discernimiento perfecto. ¿Cómo plantear la posibilidad de un discernimiento infalible, aunque lo sea sólo para quien postula su propio método, en este caso Descartes?

Cartesio, al decir que busca aquello que está al alcance del “hombre puramente hombre”, parece que renuncia al auxilio divino, aunque sus biografías digan lo contrario. Por ejemplo, recordemos lo apuntado por Adrien Baillet: Descartes se encomendó a la Virgen María para que le auxiliara en su labor filosófica, en agradecimiento, fue en peregrinación al Santuario de Loreto; tampoco olvidemos las certezas que Descartes “recibió” en sueños (1650: 23). Estas posibilidades místicas, sin duda, parecen entrar en oposición con una escueta lectura del método cartesiano; lo que nosotros defendemos es que debajo del método y de la  “razón”, subyace la posibilidad, en incluso necesidad, de la mística. Es decir, la filosofía cartesiana sólo tiene sentido si, previo a ella, hubo un “vaciamiento” que ayude a “recibir” un auxilio no humano; pero un vaciamiento en sentido de “kénosis”, no de “epojé” que es lo que encontramos en la duda metódica. Y ello parece ser muy tramposo, entre otras razones, porque jamás se implicita; aun cuando Cartesio dedica las Meditaciones Metafísicas a los teólogos de la Facultad de Teología de Paris y afirma guardar el Evangelio. Sabemos, entre otros por Geneviève Rodis-Lewis, que Descartes seguramente practicó en el Colegio de La-Flèche los ejercicios ignacianos (2000: 71); sin embargo, si estos operan en la filosofía cartesiana, ¿hasta qué y en qué sentido lo hacen? Esto se convierte en una cuestión demasiado delicada, sobre todo, en asuntos de moral, pues parece que bajo ninguna circunstancia, San Ignacio estaría de acuerdo en una “moral por provisión”, pues es imposible la existencia de algo a la luz del Evangelio.

El discernimiento cartesiano parecer ser bastante efectivo en cuestiones científicas, pero muy confuso en cuestiones morales; de ahí que el Dios de la tercera meditación poco o ningún contenido moral tenga.  Desde una perspectiva filosófica, al menos desde una visión con pretensiones de sistematizar la filosofía de Descartes, me parece que tales cuestiones quedan pendientes, y surgen preguntas delicadas que son cruciales para la compresión de la filosofía de Descartes, preguntas como: ¿qué comprende Descartes por verdad?, ¿qué participación tiene el Dios de Descartes en la creación?, ¿qué justifica la moral?, ¿cómo se discierne la moral por provisión? Etc.

El discernimiento cartesiano, tal como lo apunta una regla del método, es preciso porque “la vida no admite demora”, todo el tiempo se debe decidir, sin embargo, si Descartes se admite cristiano, ¿no es una contradicción dictar una propia moral –por provisión—en tanto que se aprehende la verdad? Los cristianos, por ello y por fe, aceptan a su Dios como la única evidencia y certeza; el Dios cartesiano también resulta evidente desde la razón, pero ¿cómo se torna tal evidencia en criterio moral? Teológicamente, en tal punto, lo único posible es la fe en la Escritura. Considero que el interés filosófico en esta cuestión es crucial, y mucho nos puede decir sobre cómo ha sido abordada la ética secularmente en la Modernidad. Lo que está en juego no es la filiación religiosa de Descartes – católico, protestante o libertino–, sino el impacto que su filosofía tiene en la interpretación del mundo al postular un yo que quiere encontrar su propio principio y fundamento, más allá de la fe en la Revelación; e incluso, adoptar –interpretar— la Revelación para que, de una forma voluntarista, la criatura “encuentre” su sentido en el mundo. Analizar la filosofía cartesiana, sobre todo las cuestiones éticas y teológicas, desde esta perspectiva, sin duda, puede cambiar radicalmente las lecturas en torno a la figura de Cartesio. Quizás, lo primero, es desmontar esa leyenda que sostiene que Descartes fue un filósofo “pura razón”, que a él se debe, filosóficamente, el ideal del programa enciclopédico de “descubrir al mundo por uno mismo” y el germen del sujeto absoluto hegeliano; cuestión que cambia de sentido radicalmente si la supeditamos a cuestiones éticas, religiosas, etc.; cuestiones que, desde la perspectiva metafísica, completarían el sistema y estarían fundadas en Dios. Para completar esta labor, considero, una relectura de la relación yo-Dios, Dios-yo en Descartes, si es que la hay, es imprescindible.

 


(1)  Maestro en Filosofía por la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México, División de Filosofía del  CISAV.  Trabajo inédito. Este artículo se escribió en el verano del 2015. Parte de la investigación completa se puede consultar en “Las Olímpicas, de René Descartes: Su posible trasfondo ignaciano y jesuítico”, en Revista de Filosofía Open Insight, año 2021, Vol. 12, No. 26, pp. 169-198: http://openinsight.com.mx/index.php/open/article/view/533

Bibliografía: 

Baillet, A. (1650). La vie de Monsieur Descartes, Consultado en: http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k75559n/f8.image
Descartes, R. (2000) Discours de la Méthode. Paris: Flammarion.
(2002). Meditaciones metafísicas. Trad. Manuel García Morente.  Madrid : Tecnos.
Hadot, P. (2003). Ejercicios Espirituales y Filosofía Antigua. Trad. Javier Palacio. Madrid: Siruela.
Loyola, I. (1977). Ejercicios Espirituales. Madrid: B.A.C.
Moreno Romo, J. C. (2015). La religión de Descartes.  Barcelona: Anthropos.
Rodis-Lewis, G. (2000). Descartes. Biografía. Trad. Isabel Sancho López. Barcelona: Ediciones Península.