Por Ramón Díaz|
Confesión
Antes de entrar en materia, me gustaría comenzar con una confesión importante. He dedicado la mayor parte de mi vida al trabajo docente: dos años como profesor de primaria; cuatro años como profesor de bachillerato; veintisiete años como profesor universitario y tres años como profesor de posgrado. Pero, a pesar de esta vasta experiencia en el campo académico, puedo decir sin vergüenza alguna que lo mejor que he aprendido sobre “educación” lo aprendí a partir del momento en que me convertí en papá por primera vez en mi vida.
En mi opinión personal, es la experiencia de la paternidad la que nos pone delante de los ojos la naturaleza de la educación —a veces con gran urgencia y enorme dramatismomucho más que el trabajo docente. Delante de los hijos recién nacidos, en efecto, no podemos evitar plantearnos la pregunta por su destino, los caminos que han de conducirlos a éste, las vicisitudes que han de enfrentar en su vida para alcanzarlo y las capacidades y virtudes personales con las que cuentan para conseguirlo. Pero, sobre todo, no podemos prescindir de preguntarnos por el papel que desempeñaremos nosotros en este intrincado y continuo trayecto: si estaremos a la altura de las circunstancias o si saldremos con éxito en la empresa.
Pues la educación consiste, dicho con pocas palabras, precisamente en esto: en “ayudar” y “acompañar” a otra persona en el camino hacia su destino; introduciéndola a la complejidad del mundo, por un lado y, por el otro, desarrollándola hasta la plena posesión de sí misma. Pero, además, bajo una modalidad muy específica, por no decir que única: no la de la obligación o la del encargo, tampoco la del desvelo o la de la preocupación, sino la del “amor”, esto es, la de un afecto que no tiene otro sentido que afirmar positivamente su existencia: antes de cualquier acierto o cualquier error, de cualquier conquista o cualquier fracaso, de cualquier forma de lealtad o cualquier forma de traición. Todos los padres somos invitados por la vida a acometer esta tarea decisiva con nuestros propios hijos. La relación con los alumnos en las aulas es, en cierto sentido, una continuación o prolongación de esta relación originaria, jalonada después por otras preocupaciones secundarias, aunque importantes, como los planes de estudio, las estrategias de enseñanza, los recursos pedagógicos.
En adelante, todos los ejemplos de los que echaré mano para desarrollar el tema que esta tarde nos convoca estarán tomados de esta experiencia: la experiencia de la paternidad; pero creo que no será difícil hacer la trasposición adecuada al mundo de la escuela y de los alumnos, siempre y cuando tomemos las debidas reservas.
Metáfora
Para introducir el tema, me gustaría echar mano de una metáfora.
Experiencia
En nuestra experiencia de padres hay un momento muy especial, que establece un antes y un después en el proceso de crecimiento y maduración de nuestros hijos, pero también en nuestra forma de relación habitual con ellos: el día que aprenden a caminar por sí mismos.
Este momento no surge por generación espontánea o por arte de magia; antes bien, es precedido por otros momentos preparatorios, dentro de un lapso de tiempo más o menos largo, pero al final de cuentas transitorio: cuando comienzan a gatear por toda la casa, a tomarse de los muebles que hay en todas partes, a incorporarse de forma vacilante con ayuda de nuestras manos. Pero aprender a caminar es una cosa única, no equiparable con ninguna otra: porque los niños consiguen el dominio de sus cuerpos, porque alcanzan eficacia y precisión en sus acciones, porque ganan en confianza y seguridad en sí mismos. Pero, por encima de todo, porque a partir de ese momento, la vida de cada uno corre ya por cuenta propia, empiezan a recorrer de forma individual su propio camino.
Para mí, este momento tuvo una forma muy particular. Por razones de trabajo, mi esposa debió ir a un curso de capacitación a un país de Escandinavia durante un mes completo. Cuando se fue de viaje nuestro hijo ya gateaba, pero cuando regresó a casa lo encontró caminando sin dificultades. Recuerdo que uno de esos días en que estuvimos solos fuimos por la tarde a pasear a un parque que nos quedaba relativamente cerca. Al salir de casa, él iba tambaleante tomado de mi mano; pero al regresar a ella, caminaba ya sin problema alguno. Fue una experiencia impresionante y, como dije hace unos momentos, única. A partir de ese día, “salir a pasear” fue una práctica que incorporamos de buena gana a nuestras vidas y que hemos respetado escrupulosamente hasta ahora, no obstante el vaivén de las circunstancias. A su vez, este acto cobró un sentido nuevo a nuestros ojos, porque desde entonces supimos lo que significaba hacerlo “juntos”, en “compañía”, “uno al lado del otro”, porque no es lo mismo salir a la calle con un niño entre los brazos o empujando un cochecillo.
Preocupaciones
Esta experiencia es fuente de muchas alegrías; pero también es causa de grandes preocupaciones.
En primer lugar, porque un niño que camina ya por sí mismo está expuesto en todas partes a todo tipo de “accidentes”: desde caer de bruces o de rodillas al piso súbitamente, rodar cabeza abajo por las escaleras debido a un mal paso, patinar entre en los charcos de agua o de lodo al pasar por ellos, hasta estrellarse de frente con los postes de luz o con las puertas de la casa.
En segundo lugar, porque el mundo por donde ha de caminar el niño a partir de ahora está poblado de “peligros”: como ser atropellado por un auto o caerse en un profundo pozo. Quizá el más terrible es que el niño se extravíe en un centro comercial o en un parque muy grande cuando se le quitan los ojos de encima por un instante, justamente porque sabe caminar y puede irse por su propio pie a cualquier parte a nuestras espaldas.
Ciertamente, como caminar es un hecho irreversible para los niños a partir de que aprenden a hacerlo, a nosotros, como padres, no nos queda otro camino que tomar una serie de medidas preventivas, casi todas ellas, por desgracia, sugeridas por el miedo y, por lo tanto, tremendamente ineficaces: desde tomarlos de la mano con algo de firmeza, pasando por tenerlos a raya con arneses y correas, hasta llegar al caso extremo de prohibirles que caminen. Y todo esto, además, acompañado normalmente de castigos y amenazas. Una solución intermedia, de puro compromiso, en apariencia ingenua pero bastante manipuladora, que se nos ocurre con frecuencia es mantenerlos sentados, muy quietecitos, por ratos prolongados: ya sea porque los ponemos delante del televisor a ver programas de entretenimiento o porque les damos acceso al uso de dispositivos portátiles —como tabletas, teléfonos o computadoras— para que se pierdan a sí mismos entre videos graciosos, canciones de moda y conversaciones instantáneas.
Autocrítica
En verdad se requiere un acto de sinceridad muy grande para reconocer como padres que, actuando de esta manera, instigados por el miedo, estamos muy lejos de comprender la importancia de este hecho en la vida de nuestros hijos. Se necesita, además, mucha entereza para aceptar que el único modo de alejar algunos de los riesgos que implica para ellos caminar es enseñarles a caminar de forma verdadera, esto es, con un sentido definido. Pero, sobre todo, se precisa de mucha generosidad y disponibilidad de nuestra parte para caminar con ellos desde el instante mismo en que empiezan a hacerlo por su cuenta.
Libertad
Dicho todo esto, empero, debo decir con honestidad que no voy a hablar más, aquí, del acto de caminar y lo que implica en la vida inmediata de los niños y los padres; tampoco pretendo ofrecer respuestas a los problemas que suscita este hecho en la dinámica de la casa: qué hacer, por ejemplo, con los niños muy inquietos, que suben y bajan por todas partes sin descanso.
Me interesa ahondar, más bien, en lo que a través de este hecho se perfila con claridad ante nuestra mirada, pero que no podemos captar plenamente más que cuando nos atrevemos a dar cuenta de su profundo simbolismo: que nuestros hijos pueden caminar es indicio de que son en esencia “libres” y que han comenzado a valerse de este privilegio en forma activa. Esta libertad es el fundamento de su auto-afirmación existencial en doble sentido: como posicionamiento creativo frente a la realidad que tienen delante, pero a su vez, como formación paulatina de su impronta humana en la medida que lo hacen.
En efecto, sin libertad es imposible construir un mundo, una civilización, una cultura, pues para ello hace falta situarse por encima de las leyes de la naturaleza, sean éstas físicas, biológicas o psicológicas; por encima también de las prácticas individuales inveteradas, sea en formas de hábitos, rituales y rutinas; por encima igualmente de las convenciones sociales artificiales, sea a la manera de modas, tradiciones y conductas.
Asimismo, sin libertad es imposible decir “yo” de modo verdadero ante cualquier contexto; situarse en cualquier segmento del transcurso vital con una “voz” auténtica, con una “mirada” única; actuar frente a cualquier circunstancia en “primera persona” y responder ante cualquier suceso “dando la cara”.
Así pues, esta libertad es para nuestros hijos una tarea ineludible, de enorme responsabilidad y de grandes consecuencias. Para nosotros, sin embargo, constituye un enorme reto o, mejor dicho, un “desafío”, delante del cual podemos salir o no salir airosos. Este “desafío” no consiste propiamente en que nuestros hijos puedan equivocarse en el ejercicio de su propia libertad, aunque esta posibilidad dramática nunca hay que perderla de vista; consiste, más bien, en que ellos sean cada vez más “libres” con ayuda nuestra, con nuestra asistencia reiterada, con la proximidad de nuestra compañía, resistiendo en todo momento a la tentación de pasar por encima de esta libertad, restringirla, coaccionarla o incluso suprimirla.
En este desafío se pone en juego la esencia misma de la educación.
Temores
Ahora bien: como papás, es muy difícil que perdamos de vista la libertad de nuestros hijos. De hecho, sabemos que el mejor factor que tenemos a la mano para educarlos es esta libertad que misteriosamente los acompaña desde que han nacido (pues, a decir verdad, no sabemos de dónde proviene esta libertad, aunque sabemos bien que sin ella no se va a ninguna parte).
Lo que no es nada difícil es que nos situemos delante de la libertad de nuestros hijos con una mirada reducida o, por mejor decir, con una conciencia temerosa. Porque es muy seguro, entonces, que comencemos a tomar ante la libertad de nuestros hijos medidas inadecuadas.
Primer temor
El primer temor que nos apremia es que la libertad de nuestros hijos se vuelva “arbitraria”. Nos asusta pensar que esta libertad que les ha sido dada los embriague, que sucumban a su vértigo, incluso que enloquezcan a causa de ella. Que en lugar de ser un factor que los impulse hacia delante a cumplir con el cometido de la vida, se torne un huracán de veleidades y caprichos que los arrastre y los destruya con su fuerza.
Esto es así, porque entendemos la libertad como un salto hacia el vacío, una capacidad fundamental asumida sin referencias. Pero en verdad así no son las cosas y es importante considerarlas con cuidado. Así como aprender a caminar es precedido por un sin fin de actos que preparan este momento, la asunción de la vida propia en libertad por parte de nuestros hijos es acompañada por una compleja historia con nosotros que los dispone correctamente para ello.
Desde que han nacido, en efecto, día tras día les hemos dado como alimento para su libertad al menos cuatro cosas.
En primer lugar, hemos desarrollado su capacidad para juzgar, esto es, de discernir, de distinguir, de diferenciar sobre varias cosas: entre lo bello y lo feo, entre lo bueno y lo malo, entre lo verdadero y lo falso; sobre todo, a separar la realidad de las apariencias sobre el tamiz de la experiencia. Sin “juicios” es prácticamente imposible afrontar la vida, no sólo para un niño sino, de hecho, para cualquier hombre. Pues el juicio aporta definición y claridad; en la ambigüedad y la confusión, la vida se detiene, se llena de incertidumbre. La definición más bella que he encontrado de “juicio” está en un pasaje de la primera carta del apóstol Pablo a los tesalonicenses (5, 21), que se entiende mucho mejor cuando se lee en griego: “panta dé dokimazete, to kalón katekete” (esto es, “sometan cuidadosamente a examen todas las cosas; y, después, quédense con lo que es bueno, con lo que es bello”).
En segundo lugar, hemos desarrollado su capacidad para elegir, esto es, de determinarse y de decantarse por algo; de preferir, en última instancia, una cosa por encima de otra, sobre el único fundamento razonable de que es bella, es buena o es verdadera (por tanto, no dependiente de las emociones, aunque las reclamen naturalmente). Aquí también las apariencias son fuente inagotable de malas elecciones. Sin “elecciones” es imposible hacerse cargo de la vida; cualquier hombre se quedaría anclado en un estado de eterno infantilismo. La “elección” es principio de realización y, por tanto, de realismo. Por un lado, pone límites a la imaginación y, por el otro, da concreción a los deseos; factores, ambos, causantes de nuestras indeterminaciones y vacilaciones ante los reclamos la vida. Pues los deseos alimentados por la imaginación no tienen “dóndes”, ni “cuándos”, ni “cómos”; mientras que las elecciones, si son auténticas, sólo existen en el “aquí” y en el “ahora”. La capacidad de elegir, dicho sea de paso, cuenta con dos modalidades fundamentales: como “creación” de algo nuevo, a la manera de una tarea, que no existe más que de esa manera (eligiendo) y como “aceptación” de algo que no es dado, por la sencilla razón de que hace crecer, aunque sea muchas veces incómodo o incluso negativo (como una enfermedad, un fracaso, una pérdida).
En tercer lugar, les hemos puesto en medio de una comunidad humana para que les hagan compañía. La primera es la que nosotros, sus padres, les ofrecemos; pero ésta se extiende hasta límites insospechados con abuelos, tíos, primos pero, de manera muy particular, con los amigos que hemos hecho con el paso de los años, especialmente si son íntimos. Una de las paradojas de la vida es que, aunque es asunto propio para cada individuo, no puede asumirse hasta el fondo, en la radicalidad que ella exige, sin rostros familiares, sin presencias conocidas. La compañía de otros no sólo busca estar “al lado”, “cerca de uno”, “pisándonos los talones”; quiere ser auténtica compañía y, por tanto, ayuda para comprender las razones por las que se vive. Sobre todo, la compañía de otros disminuye el miedo por afrontar la vida, porque todos ellos son testimonios mudos, discretos pero eficaces, de que la vida es posible porque han llegado a ser adultos.
En cuarto lugar, hemos puesto continuamente ante su mirada la oferta de un camino. La palabra “camino” es una imagen poderosa y penetra hasta los estratos más profundos de la mente. Por un lado, seduce con la posibilidad de recorrerlo; por el otro, abre a la consciencia de una meta. Dice que la vida está echa de tramos, que se siguen paso a paso y que revelan su sentido en la medida que se avanza. Que la fluidez de andarlo depende sólo en parte de las dificultades que conlleva, porque la verdadera diferencia está más bien en la manera de transitarlo: con curiosidad, asombro y gratitud, junto con un anhelo profundo de llegar hasta su término; o con pretensión, despreocupación, frivolidad, sin ese empuje interior que los antiguos llamaban “eros”. En esta actitud, todo camino se vuelve un “entretenimiento” y caminarlo un mero “paseo”; en la otra actitud, el camino es una “propuesta” y seguirlo es toda una “vocación”.
Segundo temor
El segundo temor que nos inquieta es que nuestros hijos se “equivoquen” en el ejercicio de su libertad. La sola idea de que nuestros hijos metan la pata, tropiecen de forma escandalosa, echen por la borda lo que han recibido, malgasten sus talentos personales, se pierdan en el camino de la vida o que incluso se contradigan a sí mismos, nos quita el sueño y nos hace sudar frío. Y es que de desgracias semejantes nadie sale indemne y apenas sí se recupera; cuando se intenta, el proceso de reintegración es largo, doloroso, de avances más bien magros, secundados por muchos retrocesos.
Previendo estos escenarios, los padres nos tomamos el atrevimiento de tomar algunos atajos. El más común de todos es orientar la libertad de los hijos con normas y criterios que al final terminan en verdaderas prohibiciones. Pensamos que poner ante sus ojos una multiplicidad de reglas —familiares, civiles, morales, religiosas— hará de ellos “buenas personas”. Pero estas normas y criterios, cuando no son resultado del juicio sobre la experiencia y no son comprobadas en la experiencia de una compañía, se vuelven asfixiantes, coaccionan la libertad y propician la rebeldía.
Pero nuestra respuesta es más terrible cuando, en efecto, nuestros hijos se equivocan; cuando, de una u otra manera, a pesar de nuestras previsiones, yerran lamentablemente. En la práctica, es muy difícil no ser presas de la decepción y del enfado que, a la larga, nos conducen a posturas de reclamo y de rechazo: “¿en qué estabas pensando?”, “¿cómo pudiste hacer esto?”, “¿qué te estabas creyendo?”. No hay palabras que puedan mitigar estos dolores en quienes, por desgracia, han vivido esta experiencia.
No me queda más que decir con humildad que, cuando el torbellino de estas emociones disminuye un poco dentro de nosotros, los padres podemos vislumbrar un camino educativo nuevo, insospechado, exigente pero lleno de esperanza, con nuestros hijos que han fallado: el camino del amor hacia ellos que se vuelve “misericordia”, que se cuece a partes iguales en el horno del arrepentimiento y del perdón. O, dicho con palabras más sencillas pero no por ello menos verdaderas: ser padres nuevamente, aprender a serlo de otra manera.
Al comienzo de esta charla he mencionado que educar a otra persona es ayudarla y acompañarla en el camino hacia su destino; pero también he dicho que la mejor manera para hacerlo es partir del afecto que nos lleva a afirmar su existencia frente a todo. Este afecto no es otro sino el “amor”. ¡Qué sería de la tarea educativa sin amar a las personas! Para entender la radicalidad de esto, es necesario partir de la experiencia de los hijos, porque es casi un contrasentido metafísico no querer el bien de lo que hay más próximo a nosotros, cuyo ser ha salido totalmente de nuestro ser, que lleva en parte nuestra carne y nuestra sangre. ¿Qué padre —dice el Evangelio— ante el hijo que pide un pan, sería capaz de darle una piedra? (Mt 7, 9).
Pero el amor al que me he referido está encaminado a los hijos antes de cualquier historia. Esto es importante, porque nos hace entender la incondicionalidad del amor que se prodiga gratuitamente, sin antecedentes necesarios; no por esto o por lo otro, sino sencillamente porque “son”. El fracaso de los hijos, sin embargo, desafía nuestra capacidad de amar, porque no es posible hacerlo prescindiendo de su historia. Aun así, frente el monstruo en que se han convertido a causa de sus errores, un pensamiento desconcertante comienza a perfilarse dentro de nosotros y nos martillea la cabeza: “¿lo amarías?”. Y todavía más: “¿aun lo amas?”.
Para dar una respuesta afirmativa a esta pregunta, es indispensable que nuestro amor se transforme en misericordia. Cuando estudié latín, aprendí que la palabra “ misericordia” se compone en realidad de dos vocablos: el adjetivo “miser/a/um”, que significa desdichado, infeliz, pobre, desvalido, enfermo, carente de valor (es decir, toda clase de males físicos, psíquicos y espirituales); y el sustantivo “cor”, que significa “corazón” y, por atribución, “afecto”, “sentimiento”, “amor”. La traducción literal diría que se trata del “amor a lo miserable”, “amor a lo que es miseria”. Pero creo que la verdadera traducción debiera ser ésta, si partimos de la experiencia de la paternidad: allí donde todos sólo alcanzan a ver una piltrafa humana, un guiñapo de hombre, nosotros seguimos viendo el “rostro” de nuestros hijos. Y esto es justamente lo que todavía amamos.
No puedo abordar aquí cómo se llega a un amor semejante; sólo puedo decir que es posible, existe de hecho, y tiene muchas consecuencias educativas, tanto para los hijos pero, sobre todo, con nosotros, los padres. Por razón de tiempo, digo brevemente dos.
Por un lado, la misericordia nos hace a los padres resistir, permanecer, mantenernos fieles en el afecto hacia los hijos. Como la columna de una construcción que se sostiene incólume frente al paso del tiempo; como un faro a la orilla del mar que soporta el embate de las olas. O todavía mejor: como una casa que todavía existe y aun conserva el calor, el sabor y el olor de un hogar.
Por otro lado, la misericordia hace volver, dar media vuelta, regresar al hijo que de alguna manera se ha marchado. Como un peregrino que en medio de un camino difícil abriga la esperanza de hallar una posada; como un marinero que después de una larga travesía añora aproximarse a un puerto. Pero aun mejor: como un hijo que vuelve a la casa de sus padres porque sabe que aun existe, que aun guarda en su memoria el calor, el sabor y el olor de un hogar. Un lugar que desde antaño sostiene y resguarda, pero ahora también acoge, consuela y cura.
Hay un pasaje del Evangelio que nos habla de un amor semejante, de un amor que se ha transformado en “misericordia”, a través del perdón y el arrepentimiento. Es aquel que comienza con las palabras: “Un hombre tenía dos hijos” (Lc 15, 11). Creo que todos sabemos cómo termina este pasaje; pero rara vez reparamos en el amor que le da toda su fuerza y su sentido. Sin éste, es imposible entender la belleza de esta historia.
Muchas gracias.
- Fuente: Conferencia impartida en la sala virtual del Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV), de la ciudad de Querétaro, el 30 de julio de 2020, dentro de las actividades de promoción de la Maestría en “Filosofía de la Educación” de esta Institución.