Por Reiniel Hernández Sierra.
El desconocimiento de los límites de los ecosistemas y la priorización de intereses productivos, son en gran medida causantes del deterioro ambiental que hoy en día vivimos.
Para regir la ética ambiental, en la actualidad existen posturas filosóficas de las cuales emanan los procesos educativos: antropocéntrica, ecocéntrica y teoría de la liberación y derecho de los animales son algunas de ellas. No obstante, para lograr un modelo educacional del que resulte la conciencia ambiental demandada por los requisitos de cuidado hacia los ecosistemas, se requiere una total comprensión de las capacidades productivas en la relación hombre-naturaleza, que perfeccione el actual modelo de desarrollo sostenible.
La vocación hacia el progreso perpetuo y la conciencia de cuidado ambiental son dos de los muchos rasgos característicos del mundo posmoderno. Con frecuencia contrapuestos entre sí, necesitan coexistir y reconocerse mutuamente como imprescindibles. Es posible afirmar que las generaciones más jóvenes, los llamados “milenials”, crecen bajo un modelo de desarrollo marcado por estos rasgos.
El sistema denominado “modelo de desarrollo sostenible” asegura cierta prosperidad y condiciones de vida digna para muchas personas en todo el mundo; a la vez, convive con inequidades insondables entre ricos y pobres. En ocasiones, se confunde desarrollo sostenible con progreso económico. Estos no son términos antagónicos entre sí, al contrario, el primero abarca las relaciones económicas sin quedar reducido a ellas.
Otra confusión frecuente es la priorización absoluta de intereses productivos desligados del conjunto de intereses que aseguran la sostenibilidad económica, productiva y ambiental. Esta praxis junto al desconocimiento de los límites de los ecosistemas ha sido la gran causante del deterioro ambiental que hoy padece la humanidad.
Es cierto que los niveles de deterioro ambiental, de la flora y fauna que se registran en estos tiempos son inéditos en la historia, pero también en la actualidad existe una conciencia social sobre la fragilidad de los ecosistemas nunca antes tan consensuada a nivel global
Esta fragilidad ambiental condiciona el modelo de desarrollo sostenible y termina determinando la subsistencia de nuestra especie. Desde 1962, con la publicación del libro Primavera Silenciosa, Rachel Carson advertía sobre los efectos irreparables de los pesticidas para la naturaleza. Este volumen marcó un hito en la forma de concebir la relación hombre-naturaleza. Los resultados de investigaciones posteriores (cada vez más precisas) han inmerso a la humanidad en el dilema moral sobre la necesidad de cuidar el medioambiente.
En mayor o menor medida las sociedades son conscientes de la fragilidad y el carácter finito de los actuales modelos de desarrollo. Por ello, cada vez se exige mayor responsabilidad al sector productivo y al tejido social para el cuidado del medioambiente. De esta exigencia resultan los modelos de educación ambiental que intentan ilustrar con mayor claridad los problemas y las posibles soluciones con el objetivo de frenar el daño antropogénico hacia la naturaleza, para garantizar la subsistencia de manera digna.
El problema ambiental abarca disímiles áreas del saber científico. Por lo que resulta imposible desarrollar un único modelo educativo para todos, que a la vez sea capaz de dar una solución al conjunto de los problemas. Estos terminan siendo tan variados como su número de aristas; no obstante, ahí no radica la ineficiencia de los modelos de educación ambiental. Los impedimentos se revelan desde las posturas (no siempre adecuadas) de donde se parte y plantea el modelo educativo.
En la actualidad algunas posturas filosóficas fundamentales para regir la ética ambiental de las cuales emanan los procesos educativos. Por motivos de extensión en este texto haremos mención a las siguientes:
Antropocéntrica. El antropocentrismo ha sido la postura protagonista en la relación hombre-naturaleza a lo largo de la historia. Se sostiene en la imagen mecanicista del cosmos delineada por Galileo, Bacon y Descartes. El ser humano es contrapuesto a la naturaleza como señor, intérprete y dominador de la misma. En su esencia no reconoce ningún valor intrínseco en la naturaleza, sino que éste es dado por la utilidad que ella tiene para el bien humano. Se basa en una relación estrictamente utilitarista del hombre con su entorno. Este obrar está permeado por un vicio que impone al ser humano como medida de todas las cosas y por tanto como referente principal desligado de su responsabilidad hacia el entorno que habita.
Partir de esta postura impide lograr un modelo educacional del que resulte la conciencia ambiental demandada por los requisitos de cuidado hacia los ecosistemas. Además de atentar directamente contra la pérdida de nuestra capacidad productiva a corto plazo por la destrucción de los recursos naturales, es una amenaza real para la subsistencia humana.
Contrario a lo que se pudiera pensar, este sistema de ideas no es cosa del pasado: se vuelve muy común en los populismos políticos conservadores y/o progresistas. Ejemplos claros se han suscitado con alarmante frecuencia en los últimos años: desde políticos como Trump con la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París, para frenar los efectos del cambio climático, hasta la actual carrera para la prohibición de la ganadería intensiva debido a sus daños a los ecosistemas, que promueven en España partidos políticos como Unidas Podemos y el Partido Socialista Obrero Español, a la vez que apuestan por fomentar la industria minera en zonas protegidas. Sirviendo esto como un simple ejemplo de cómo se expresa una contradicción evidente en la que imperan intereses humanos desligados por completo de su entorno.
Ecocéntrica. Esta corriente muy de moda actualmente tiene su fundamento en Aldo Leopold, un ecólogo y especialista forestal estadounidense que propone la dilución del “yo social” en un “yo ecológico”. Esto implica una reducción de la dignidad humana, equiparada a la de cualquier ser vivo. Los postulados de la “ecología profunda” son muy contradictorios entre sí porque excluyen la racionalidad humana y el obrar instintivo de las demás especies de la cadena trófica. También, a las relaciones simbióticas o abióticas que tienen lugar normalmente en la naturaleza.
El ecocentrismo es un intento de homogenización de los roles de las especies en la naturaleza. Resulta en prácticas que no concuerdan con el propio dinamismo natural de la interacción entre seres vivos. Para varios de los promulgadores de esta corriente el proceso de autorrealización consiste en la extensión de una conciencia personal a una conciencia natural. Hasta ese punto compartimos que la existencia personal no puede verse desligada de su contexto natural, pero la plenitud personal no puede verse acotada a una forma de trascendencia en la relación con la naturaleza.
Otro problema aparece en los errores antropomorfistas conferidos a las demás especies y en la cancelación de capacidades en el humano. El proceso evolutivo dotó al homo sapiens de una racionalidad diferente a la racionalidad puramente instintiva de los otros seres vivos. Por lo tanto, es legítimo que esa racionalidad se utilice para el progreso sostenible. No hacerlo sería cancelar una capacidad natural del hombre. Se entraría en un proceso de deshumanización.
Teoría de la liberación y derecho de los animales. Esta teoría extiende el deber moral hacia todos los animales. Parte de la capacidad de sintiensia que todos podemos observar en ellos. Los animales son capaces de sentir y proyectar alegría o sufrimiento. Para Paul Taylor, Albert Schwitzer, entre otros, esta capacidad los convierte en sujetos teleológicos. Por lo tanto, son dignos de consideración moral. Desde esta postura proceden los movimientos de bienestar animal que sin ser radicales y basados en el utilitarismo son capaces de convivir con la producción animal en beneficio del ser humano siempre y cuando se consientan los placeres de las especies y no se contemple el sufrimiento animal.
Existen también, algunas posturas más radicales, como las que promueven el veganismo como única opción moral de vida. Se basan en que la voluntad de los animales para vivir (Schweitzer, 1923) ilegitima cualquier forma de explotación hacia ellos. El problema con este tipo de planteamientos es que no logran distinguir entre voluntad como resultado de la razón y el instinto puro que rige el obrar de los animales no humanos.
Es por esto que hay varios tipos de veganismos. El más común es el denominado “veganismo de apariencia” que se pueden permitir solamente determinados grupos sociales con un alto poder adquisitivo y que es respaldado por industrias multimillonarias (en muchas ocasiones son altamente lacerantes con los ecosistemas donde se cultivan sus productos). Otros tipos son los movimientos veganos más conscientes y comprometidos con sus creencias. Se esfuerzan por vivir en armonía con el medioambiente. En cualquier caso, el movimiento vegano desconoce que la producción agrícola mundial no está diseñada para satisfacer este tipo de demandas, ni para suplir el consumo de carne animal. Por tanto, se carece de la infraestructura necesaria para alimentar a la población mundial de forma vegana. Esto suponiendo que la población optara por prescindir de las carnes en la dieta. Lo cual incluso veganos de gran renombre reconocen como utopía.
El problema fundamental consiste en atentar contra la producción de carne animal. La industria avícola, porcina, ganadera, etc… son eslabones fundamentales en el desempeño económico y productivo del -tan necesitado de mejoras- modelo de desarrollo sostenible. No se puede dudar que la industria pecuaria (productora de carne) requiere cambios profundos que amparen sus modelos productivos bajo criterios de bienestar animal, y producciones amigables con el medioambiente, pero proponer su suspensión es un error.
Un adecuado modelo de educación ambiental requiere, como se ha ido señalando someramente en este artículo, una comprensión de las capacidades productivas humanas en relación armoniosa con el medioambiente particular donde se desempeña. Donde los criterios de mayor peso no sean exclusivamente de índole económico, sino aquellos que garanticen el goce y disfrute de las mismas o mejores las condiciones que hoy tenemos para las generaciones venideras. Requiere educar en la responsabilidad hacia el entorno que habitamos como recurso finito y, a la vez, promover una concepción de lo humano en relación de dependencia hacia la naturaleza. Sólo desde un paradigma antropológico-ambiental se puede lograr perfeccionar auténticamente el modelo de desarrollo sostenible.