Por Fidencio Aguilar Víquez|
La iniquidad, escribe el obispo de Hipona en el libro VII de las Confesiones (Agustín, 2002: 267-309), no es una sustancia, “sino la perversidad de una voluntad que se aparta de la suma sustancia, que eres tú, ¡oh Dios!, y se inclina a las cosas ínfimas, y arroja sus intimidades, y se hincha por de fuera.” (VII, 16, 22).
El mal no es una sustancia, lo cual significa que no tiene consistencia ontológica; no es un principio que origine el «ser malo», o cosas que de suyo sean «malas»; tampoco está al nivel y en el estatus del bien (ni del sumo bien), como sostenían ya en tiempos del pensador cristiano (354-430) los maniqueos, para quienes se trataba de una «masa contraria» al sumo bien (VII, 2, 3) y en contraposición a éste.
En su controversia contra los maniqueos, Agustín, que mostraba un espíritu en búsqueda, inquieto y no conforme con cualquier respuesta, destaca que aquéllos antes buscan el origen el mal en la sustancia de Dios como creador, que en su propia sustancia y condición humana “capaz de obrarle.” (VII, 3, 4). Ya el hiponense veía “que el libre albedrío de la voluntad es la causa del mal que hacemos, (…) pero no podía verlo con claridad.” (VII, 3, 5).
La pregunta persistía en la mente de nuestro pensador: ¿De dónde viene el mal si Dios es bueno? Y si proviene del ser humano, incluso de los demonios, ¿no fueron éstos creados por Dios y, por tanto, su origen está en el creador? ¿Puede estar el mal que obran las criaturas en el creador que es origen y fuente de aquéllas? El santo da un paso más en su reflexión: por un lado, salva la sustancia de Dios; el mal no está en la sustancia divina, sino en la corrupción de las criaturas; por otro lado, si Dios “fuera corruptible no sería Dios” (VII, 4, 6).
Ha sido un paso, pero quizá no del todo suficiente, porque las criaturas corruptibles, es decir que pueden perder su condición de ser, o su consistencia (en resumidas cuentas, que pueden mudar su condición o perderla), no necesariamente son malas.
De este modo imaginaba yo tu creación, finita, llena de ti, infinito, y decía: «He aquí a Dios y he aquí las cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente que sus criaturas; mas como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ¡ved cómo las abraza y llena! Pero si esto es así, ¿dónde está el mal y de dónde y por qué parte se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y cuál su semilla? ¿Es que no existe en modo alguno? Pues entonces, ¿por qué tememos y nos guardamos de lo que no existe? (…)». (VII, 5, 7).
Y todavía añade una objeción que parece renovarse en todos los tiempos -inclusive en el nuestro-: parece que Dios no puede -o no quiere- resolver el problema del mal. Pareciera que el mal es una suerte de «materia sutil» de la cual Dios necesita para crear y mantener el universo creado. Pero si así fuese, si esa «materia sutil» fuera independiente de Dios y éste no pudiera crear una «buena», Dios sería impotente, y ya no sería Dios. No hay, por tanto, tal materia. El mal, como se ha dicho al inicio, apunta a la perversión de la voluntad.
¿Cómo llegó a esa conclusión Agustín? Menciona, por un lado, la ayuda de haber leído a los platónicos. En sus textos leyó que el Verbo estaba en Dios y era Dios, y que el ser humano puede acceder a él mediante la luz interior de la verdad. Pero que haya venido a los suyos y que éstos no le recibieron, “no lo leí allí.”(VII, 9, 13). También leyó de los platónicos que el Verbo “no nació de carne ni de sangre”, pero de que “se hizo carne y habitó entre nosotros, no lo leí allí.” (VII, 9, 14). Por otro lado, menciona el lumen de la interioridad.
Entré y vi con el ojo de mi alma, comoquiera que él fuese, sobre el mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, una luz inconmutable, no esta vulgar y visible a toda carne ni otra cuasi del mismo género, aunque más grande, como si ésta brillase más y más claramente y lo llenase todo con su grandeza. No era esto aquella luz, sino cosa distinta, muy distinta de todas éstas. (VII, 10, 16).
Con esta luz, nuestro pensador confirma la existencia de la verdad y, a la luz de ésta, que las cosas ni son «en absoluto» ni «absolutamente» no son (VII, 11, 17). No son el sumo bien ni son malas de suyo. Así, pues, el mal no tiene sustancia, no es sustancia y su origen y fuente es la perversidad de la voluntad, la «mala» voluntad. El mal es moral. Se encuentra pues en la capacidad -que tienen las criaturas con voluntad- de no adherirse a la voluntad del creador. Igual que el bien moral: consiste en la capacidad de adherirse a la voluntad del bien sumo.
Esta es una de las fuentes de la tesis agustiniana del hombre interior (Agustín, 1956: 653-654). Toda la filosofía de la interioridad descansa en la búsqueda y en la adhesión al Dios creador, bien sumo de la voluntad humana. Y también es la fuente de la tesis central de su filosofía y teología de la historia. Se trata del escenario donde “dos amores fundaron dos ciudades” (Agustín, 2007). Por un lado, el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad del mundo, la ciudad del hombre o, incluso, la ciudad del diablo. Por otro lado, el amor a Dios hasta el desprecio de sí, la ciudad de Dios, la ciudad celeste, la patria celestial. Y estas ciudades están en permanente tensión y conflicto, desde el origen de la historia hasta su final. La historia es la lucha del bien y el mal, mejor dicho, la de Dios y el diablo por el corazón del ser humano. Éste ha de elegir libremente entre una u otra ciudad, entre el bien y el mal. El mal es objetivo a lo largo de la historia, pero se trata del mal moral: la mala voluntad.
Por otra parte, también la historia es lucha interna; en cada corazón humano, en cada persona, esa batalla se da. Porque en el fondo la verdadera historia ocurre, transcurre, en el corazón humano. La historia también es interioridad.
Referencias bibliográficas:
- Agustín, san (2002). Las confesiones. Obras completas de san Agustín. T. II. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos (edición de Ángel Custodio Vega).
- Agustín, san (1956). Tratado sobre la Santísima Trinidad. Obras de san Agustín. T. V. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
- Agustín, san (2007). La ciudad de Dios (2º). Obras completas de san Agustín. T. XVII. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.