El poder de la nobleza

Debemos conminar a los lugares comunes a salir del hogar de la razón, y quizás el primero de ellos que haya que exiliar sea aquél que Charles Péguy mandó al diablo cuando preguntó: “¿Se nos pide que seamos vencedores, o que seamos nobles y mantengamos en el mundo un cierto nivel de nobleza?” La lógica del triunfo y la derrota, la lógica del vencedor y los vencidos es una lógica primitiva, que ha de ser superada por el principio de comunidad. Debemos abandonar la lógica de la polémica en la que la finalidad es convencer, pues eso implica vencer y dejar por ahí a un derrotado. Lo que importa es, más bien, mantener cierto nivel de nobleza. Porque, en última instancia, hay que admitirlo ¿quién está seguro de tener la razón de manera absoluta?

En una metáfora deportiva, Péguy pregunta: “¿Qué vale más? ¿Ganar un partido a jugadores débiles o perder un partido contra uno fuerte?”, con lo que quiere mostrar que lo que importa no es vencer, ¿qué más da quién gane? Lo que importa es mantener una actitud vital de respeto, de humildad y de plena búsqueda ante las cuestiones más acuciantes de la existencia. El burdo esquema humano de lucha amo-esclavo se da siempre por sentado. Pero no hay razón alguna para seguirlo manteniendo.

Es evidente que el clientelismo y la estructura paternal del PRI logró abatir el pequeño empuje de autonomía que los mexicanos estábamos construyendo. Sin embargo, no por su nobleza, sino por su enormidad institucional, hay que decir que era una batalla realmente difícil de ganar. Recordemos, sin embargo, que lo importante no es vencer sino mantener en pie el alma del mundo, pues la querella por el valor de los hombres no se termina jamás.

En una discusión no podemos ni debemos tener la intención de convencer al otro. Al contrario: el adversario debe considerarse siempre un compañero de lucha. Más que ser fieles a nuestros ideales, debemos ser fieles a la verdad, y ella es precisamente lo que ocurre cuando dos o más se reúnen a buscarla. Aún cuando la discusión haya quedado inconclusa, los hombres ya se reunieron en torno a una mesa a intercambiar sus ideas y ese acontecimiento es precisamente la verdad: la congregación de hombres en un mismo espíritu. Y no otro es el fin de la política.

En este orden de ideas, habría que decir que no debemos hacer política, nunca, para obtener el báculo del poder.  De lo contrario, todo se volvería un concierto de desgarres. La realpolitik no es la que se juega a eslóganes, presupuestos y acarreados, los políticos profesionales. Eso es un show. La política verdaderamente real es la que se juega al pie de calle, participando en colectivos, exigiendo rendición de cuentas, construyendo bien común: quitándole poder al poder. La política no se juega en los comicios. Considerar sin medias tintas que el triunfo del PRI es un retroceso de ochenta y dos años es seguir pensando que el presidente y los funcionarios son quienes tienen en sus manos la mayor parte del futuro de México. Claro que tienen un papel importante, pero hay que grabarnos que no es el protagónico.

Nunca se ha insistido lo suficiente en que el fin de la democracia no es la democracia, sino la política, y que la política no debe ser entendida nunca como la competición por el ejercicio del poder, sino el esfuerzo de los hombres por vivir juntos. Esta política no se juega en la cancha de los vencedores, sino es la de quien sabe que hay algo por hacer en la arena que compartimos.

Quizá haya vencido el PRI en las elecciones pero, ¿a quién venció? A otra mínima parte de los políticos profesionales. El resto de los mortales hubiéramos tenido que hacer lo mismo ganara quien ganara: ocuparnos del ágora. Mientras los mexicanos seamos reticentes a hacer vida política, dará igual quién esté ejerciendo los poderes constitucionales porque, en última instancia, el poder no es de quien está al mando, sino de quien es dueño de su propia subjetividad. Los mexicanos debemos asumir la posesión de nosotros mismos y comenzar a construir nación, saliendo de nuestras oficinas y haciendo vida pública.

Debemos, pues, reconsiderar la democracia y el estado, limar sus rebabas hasta el desgaste completo –si hace falta– de algunas de sus partes, y no con el objetivo de pulverizar nada sino, al contrario, con el objetivo de poder reconocernos y sacarnos del anonimato. Que nada nos estorbe para encontrarnos los unos con los otros y ponernos nombre. Eso puede ocurrir siempre, gane quien gane: el PRI o su porquero.