Por Giampiero Aquila.
Esa delgada línea que une Kabul a México.
Los pueblos en crisis son todos iguales. Los rostros perdidos que buscan refugio en otro lugar con la esperanza de realizarse lejos de su propia tierra, la esperanza de escapar como único acto de rebelión, rompiendo lazos y afectos que de repente se vuelven lejanos, dejando más tierra atrás sólo para encontrar la paz que es ahora perdida, perseguidos por un destino que parece más grande e invencible que cualquier decisión individual.
Un tsunami que ahoga toda esperanza, una ola repentina y muy alta de dolor cubre hasta la más mínima esperanza. Un guión que siempre parte de una promesa traicionada. La promesa de la amistad eterna que se convierte en un compromiso a tiempo determinado, sacrificando todos los valores en el altar de los intereses.
Todo un pueblo que había creído en un atisbo de convivencia civil, de libre expresión de su «yo» colectivo que se encuentra a merced de criminales vestidos de estado, con sus reglas tribales, su necesidad de encubrir el poder violento con el apego a los valores familiares. Mientras tanto, las mujeres son relegadas a los márgenes como yeguas de cría de otros hombres y los niños están encaminados a aprender sólo una forma de vivir y pensar.
Los amigos de antaño, que habían prometido invertir recursos y dar esperanza, de repente se convierten en feroces acusadores. También argumentando que no era lo que decían que era importante, sino sólo sus intereses, que no se podía hacer nada más. Que demasiados fueron los sacrificios de vidas humanas y el dinero gastado para seguir luchando. Es mejor una rendición pactada en manos de narcotraficantes fanáticos que una guerra sin fin.
Esta es la situación afgana en los últimos meses, pero en realidad también es la historia de muchas zonas de nuestro país. Y de alguna manera es el destino de muchas regiones cuando el Estado decide resignarse a un pacto con el crimen organizado, perdiendo toda posibilidad de seguir invirtiendo recursos y esperanzas de dar fuerza a una perspectiva diferente en un pedazo del país.
Tratar con la delincuencia que se cree un Estado, o se convierte en un Estado, es una de las decisiones más cínicamente efectivas que toman los responsables políticos cuando quieren cerrar un problema. Se reconoce que los criminales son más fuertes en determinadas zonas, se pacta un pase para los hombres uniformados y se pide cortésmente que se queden para hacer daño limitándose a esas regiones, pidiendo a las personas que allí habitan tolerancia para los nuevos poderosos. La estrategia funciona porque elimina el conflicto, institucionaliza a los interlocutores y crea una especie de status quo perenne en el que ya no todos tienen ventaja en el enfrentamiento. Excepto que trozos enteros de territorio, barrios y, a veces, áreas enteras del tamaño de Estados de la federación, están en manos de los criminales que se imponen como Estado, como controlador y dispensador de justicia.
Delante de este panorama es claro que las decisiones de los políticos y su responsabilidad es clave para responder a estas circunstancias; sabemos que dejar a un pueblo a merced de estos poderes es el fin mismo de la idea de sociedad democrática y de la libertad, el fin de la solidaridad humana real y la aceptación de una visión que en el largo plazo destruye todas las perspectivas reales de crecimiento social.
Sin embargo la función demandada al Estado no es sustitutiva del dinamismo de la sociedad civil. La sociedad no es la mera suma de individuos, pues la relación es constitutiva de la persona tanto es que en la sociedad surgen los cuerpos intermedios, las familias, las organizaciones que aglutinan a las personas respondiendo a las necesidades recíprocas constituyendo el entramado más esencial para la vida de la sociedad.
La renuncia a constituir sociedad de parte de quienes vivimos y constituimos este tejido social es el auténtico peligro para la convivencia civil. De los lazos sociales primarios, como las familias y las sociedades de convivencia, pueden surgir las relaciones que dan pie a los que llamamos cuerpos intermedios, fundamentales para que la justicia distributiva tenga instrumentos que la haga eficaz como son las diversas formas de asociación fundadas en la gratuidad o en objetivos e intereses compartidos, como los partidos, los sindicatos, las empresas económicas y financieras.
Es desde su articulación que se va constituyendo un pueblo y una nación.
Pensar en la sociedad civil significa pensar en término de diálogo social, narración recíproca de la propia identidad, que es al mismo tiempo personal y social, a partir de lo que inevitablemente se tiene en común como bienes de carácter material y espiritual. Lo podemos observar diariamente en las reuniones de trabajo, en las discusiones que se arman en los contextos más diferentes a partir de lo que se comparte con los demás como son los servicios públicos, los espacios de convivencia desde los gimnasios, las escuelas, las parroquias, hasta la dimensión espiritual, la identidad cultural y las vivencias que forman un “terreno” identitario común, un patrimonio. Vale la pena recordar que patrimonio significa “don (munus) del padre” es decir remite a la herencia común que nos debería hacer hermanos .
La vida de la sociedad civil, por tanto, inicia de un reconocimiento mutuo, continuo y progresivo, de las diferencias por parte de las identidades siempre en relación. Relación, reconocimiento y poder son las dimensiones estructurales y constitutivas de la sociedad civil, que como tales no tienen origen en ningún poder superior ni dependen de él. Por ello exigen que la sociedad civil pueda vivir y desarrollar la libre dialéctica de sus relaciones entre identidades diferentes, ya sean individuales ya sean asociadas, que tienen pertenencias, tradiciones culturales, intereses materiales e ideales diversos; hoy, cada vez más, también etnias y religiones diversas.
En la dinámica del reconocimiento, que por sí sola puede resultar ambigua, y reducirse a reducción esquemática de la otra persona, florece auténticamente el espacio del encuentro donde la presencia de la diferencia “afecta”, toca y mueve la relación haciéndola salir del esquema del prejuicio o, por lo menos, forzando sus límites e invitando a la novedad que el otro representa.
Este espacio de encuentro es la aldea que estamos llamados a realizar. Papa Francisco en ocasión del lanzamiento de Pacto Educativo Global, ha recordado un dicho africano: “para educar a niño es necesaria una aldea entera”.
No basta la mejor familia y no bastan las mejores escuelas para educar, se requiere de un cambio que tiene la forma de un “pacto educativo” cuyo alcance está en el adjetivo que califica la aldea del dicho africano, “entera”