Por Fidencio Aguilar Víquez|
Al pensar en la existencia humana no puedo hacerlo sino desde mi propia experiencia e imagen personal. Ello no le suprime lo común de tal experiencia que también vemos en los demás. Así, cuando somos niños, nos imaginamos y soñamos despiertos que somos mayores; queremos volvernos jóvenes o adultos y gozar de sus libertades y capacidades. Y, curioso, cuando somos adultos y nos acercamos a la tercera edad, deseamos de alguna manera volver a ser niños. Esas actitudes las describe Cornelia Funke en El señor de los ladrones (Funke, 2002), un libro que, por cierto, me prestó un joven, ahijado mío, y que leí con mucho placer, por momentos, imaginándome qué pasaría si yo, realmente, volviera a ser niño.
No dejamos de pensar nuestra existencia sino desde la situación histórica concreta en donde nos encontramos. De tal modo que cuando éramos niños, como es mi caso, pensábamos, o nos imaginábamos, ser héroes valientes que se enfrentaban a poderosos enemigos que amenazaban al pueblo o a nuestros seres queridos, sometiéndolos a atroces situaciones. Entonces llegábamos nosotros y, luego de grandes y peligrosas batallas, vencíamos a esos enemigos y rescatábamos a los nuestros. Son muchas las historias con que fantaseaba para ir a ayudar a quienes lo necesitaban. Tales figuraciones iban desde el contemporáneo soldado romano que era yo, hasta el científico que -también era yo- inventaba una nave especial que iba a rescatar a quienes se quedaban atrapados en las cordilleras de los Andes.
Imaginación e ingenuidad, pero también había, quizá sobre todo, una centralidad de protagonismo puro. A final de cuentas, cuando somos niños sentimos ser el centro del universo. Desde luego, hay procesos de maduración, como sostiene Guardini (s.f), se involucran aspectos pedagógicos y éticos que pueden ayudar a tomar iniciativas propias y a ir tomando la vida en nuestras manos. No es fácil, sino arduo y a veces doloroso. Se requiere, sobre todo, acompañamiento, cuidado y disciplina.
El paso a la juventud suscita una crisis, como el paso también a la edad adulta, a la madurez y a la ancianidad. No quisiera detenerme mucho en la juventud y la adultez, sino ir apuntando hacia lo que hoy denominamos tercera edad. Baste con mencionar, en apretada síntesis, algunas características de las etapas juvenil y de madurez para señalar a qué nos referimos. En la primera de ellas resaltan el deseo de autoafirmación de nosotros mismos y el descubrimiento del instinto sexual. No significa que estas notas esenciales de nuestro ser no existieran cuando éramos niños, sino que en nuestra juventud se acentúan y van madurando al grado que suelen sorprendernos por su magnitud e intensidad.
Si superamos la crisis juvenil, como también sostiene Guardini (3), aparecen dos características propias: a) la fuerza de la propia personalidad que busca autodeterminarse y b) la vitalidad con que tomamos la propia vida. Hay una tercera característica que es peligrosa y puede ser negativa: la falta de experiencia y de contacto con la realidad. La madurez, precisamente, se caracteriza por ese contacto con lo real. Y en un sentido opuesto, en ella se va perdiendo vitalidad, como si estuviésemos condenados a un cierto dilema entre vitalidad pero falta de experiencia, por un lado, y experiencia, madurez y visión, pero ya con dinamismo y vitalidad menguada, por otro lado.
La conciencia y luego la experiencia de la realidad es lo que nos permite el encuentro con nosotros mismos, con los demás y con las circunstancias específicas, singulares, concretas. La realidad frecuentemente es resistente a nuestro idealismo juvenil; los grandes esfuerzos son contrastados con los hechos: con frecuencia lo que habíamos logrado modificar, en poco tiempo se diluye y las situaciones que creíamos haber cambiado vuelven a emerger con mayor cohesión y fortaleza. Hasta una virtud, como el orden, se vuelve difícil alcanzar.
La mirada madura en eso es campeona. Sabe por experiencia lo que sí puede funcionar y lo que no. La persona adulta, si por algo se caracteriza es eso, sabe dónde está situada; tiene un sentido y un olfato sobre la realidad. Un signo muy preciso de ella, sigue diciendo Guardini (4), es la lealtad y la fidelidad a los compromisos asumidos. Pero, por así decirlo, hay un riesgo y una amenaza constante en la vida del adulto. Está propenso al escepticismo. Y éste puede anidar en su mentalidad y en su corazón.
Pasemos ahora a considerar a las personas de la tercera edad. Un dato llama mi atención. A las personas que pertenecen a, o se identifican con este sector (fíjese el lector, he empleado un término sociológico: sector), suele pasarles algo: se encuentran periféricos de donde antes estaban. Están ajenos, o se sienten ajenos, del ámbito de las decisiones. Socialmente este sector ya no toma decisiones relevantes. Si tomamos en cuenta las observaciones de Ortega sobre las generaciones, la tercera edad comenzaría hacia los 60 años. En cambio, quienes toman las decisiones en la sociedad son los adultos:
1) Los de 30 a 45 años, que son los que en verdad toman las decisiones y las impulsan, y 2) los de 45 a 60 años, que en realidad se resisten a las decisiones que toman los primeros. Así, la sociedad se dinamiza entre esas generaciones tomadoras de decisiones (Ortega y Gasset, 2010).
Pero volvamos a la tercera edad. Quienes la viven suelen estar al margen de las “grandes decisiones” y de la zona de influencia. Esta actitud era, sobre todo, antes, hace algunos años en que a esa edad se abría el horizonte de la jubilación. Las mismas personas de la tercera edad se marchaban al retiro. Sin embargo, y esto también es otro dato, a los 60 o 65 años de edad, muchas personas siguen siendo y estando de una u otra forma activas. Son las que ahora se movilizan (quizá con la pandemia no tanto) para llevar y traer a sus nietos y son las que asisten a los padres y madres que trabajan y se mantienen todo el tiempo ocupados. Se vuelven asistentes necesarios de las familias. Su aportación, por tanto, puede ser relevante para la sociedad misma.
En el paso hacia la tercera edad también existe una crisis (6), la de los límites, la del no poder ya realizar lo que antes, con cierta facilidad, se hacía. Es una situación pero también una visión: la persona mira con nitidez el declive de su vida. Hay, desde luego, experiencia acumulada, sabiduría, visión. Pero también enfermedad, decaimiento de capacidades, falta de resistencia, temores, incluso, en casos extremos, tristezas y amarguras.
La existencia humana, en el horizonte de sus edades de la vida, no deja de mostrarse mediante esa suerte de contrastes y ambivalencias. Cada una de ellas tiene sus aspectos positivos, de despliegue, y sus aspectos negativos, lo que puede atraparla y generarle lesiones psicológicas, morales, antropológicas, culturales y espirituales. El gran reto para las personas de la tercera edad es el paso hacia la sabiduría, es decir, hacia esa mirada que se da desde el todo de la existencia, de su fuente y su significado último. Quizá por ello sean perfectamente explicables figuras como la de Sócrates, que a los 70 años comenzaba su magisterio en las plazas de Atenas. El gran beneficio que hizo este hombre no sólo alcanzó a su patria, a la Hélade de ese momento, sino que se extendió a toda la humanidad de todos los tiempos; nosotros seguimos siendo sus beneficiarios.
Actualmente tenemos figuras similares. El papa Francisco es un ejemplo de ellas. Sus gestos, sus palabras, su sabiduría va más allá de los ámbitos eclesiales. Toca el ánimo de los jóvenes; les reconoce en lo hondo de su ser: hacer lío. Igual que el ateniense que increpaba, sacudía y sostenía a los jóvenes de su tiempo. De ahí fue posible que salieran discípulos que también cambiarían la historia de la humanidad: Platón fue uno de ellos. Entre nosotros, entre nuestros jóvenes, ¿saldrá un nuevo Platón? Tenemos que ser modestos, sin embargo. No tanto por actitud cuanto por realismo.
No estamos quizá a la altura y estatura de Platón, como para formular una propia filosofía, una visión de la vida y de las cosas, del ser humano y del estado, una teoría de las ideas que realmente aporte al pensamiento algo nuevo y profundo, original y propio. Pero si somos capaces de subirnos en los hombros de esos grandes hombres, como hoy lo son los viejos sabios, como el Papa, o algún otro, pienso en Vargas Llosa, o en su momento en Octavio Paz, todos ya grandes. Y a los 80 años, el poeta todavía era capaz de reinventarse, de componer algo nuevo, como lo fue Árbol adentro. Un poema hondo, profundo, humanamente grande, en donde, por cierto, nos cuenta los momentos de su infancia que luego mira y recorre la historia universal, la de su patria y la de sí mismo para mirar quién es. La tercera edad es la edad del declive, pero también la del sentido de nuestra existencia. No sólo de la etapa final, cuando seamos viejos, sino de la etapa que vivimos ahora mismo. A los jóvenes, Sócrates los atraía con sus palabras, sus gestos, sus acciones, su forma de ser y su misma persona. Así las personas de la tercera edad nos atraen y pueden enseñarnos mucho. De ese modo siguen aportando a la sociedad y a la formación de las personas.
Referencias:
- (1) C. Funke. (2002). El señor de los ladrones, Destino.
- (2) R. Guardini. (s.f). Las etapas de la vida. Su importancia para la ética y la pedagogía, edición de R. Almada. Disponble en https://cutt.ly/FdLz8xW.
- (3) Ib., p. 15.
- (4) Ib., p. 24.
- (5) J. Ortega y Gasset, J. (2010). El método de las generaciones, en Obras completas, t. IX, Taurus, Madrid. Pp. 8 y 79ss.
- (6) Cf. Guardini, op. cit., p. 25-27.