La que cuando sangra experimenta el hecho como una herida, sabe más de sí misma que la que se siente como una flor porque a su marido así le conviene. La mentira no está solamente en decir que la naturaleza se afirma donde se la sufre y acata; lo que en la civilización se entiende por naturaleza es sustancialmente lo más alejado de toda naturaleza, el puro convertirse uno mismo en objeto.
THEODOR W. ADORNO
El carácter que Max Horkheimer y Theodor W. Adorno (especialmente este último) han adquirido en lo que se refiere a su posición con respecto a la modernidad es de suma productividad, sobre todo hoy en día. Podríamos resumirla justamente como una operación dialéctica – “dialéctica” en su acepción más simple posible: mientras fueron grandes promotores de la modernidad, a la vez se manifestaron como sus más grandes críticos. Todos los desarrollos que la modernidad llevaba dentro de sí como la arena que arrastra la ola tras su paso fueron examinados con máxima atención y rigor por ellos, yendo desde la industria cultural, el autoritarismo, los mitos, la razón misma o el estatus y carácter de la verdad. Dentro de todos estos elementos, uno de ellos que ha sido mínimamente analizado pero que formó parte esencial de las preocupaciones y reflexiones de Theodor W. Adorno fue el del estatus de la mujer en la sociedad patriarcal – lo que nosotros podríamos conocer como “machismo”. Este aspecto se inscribía en uno de mucha mayor amplitud, que se centraba en el análisis de la transformación de las relaciones familiares en la sociedad moderna.
Ahora bien, este problema fue abordado desde una multiplicidad considerable de aristas, pero me gustaría limitarme aquí solamente a dos:
Primeramente, al estatus de la mujer y el amor en lo que se refiere a la dialéctica de la Ilustración, célebre concepto acuñado y puesto como título en su obra más conocida. En las postrimerías de la modernidad, el acuñamiento del concepto de razón va de la mano con la construcción del sistema. Es decir, la razón da cuenta de un sistema, de lo contrario no puede ubicarse. A pesar de la importancia que esta primerísima y tentativa definición pueda tener, sus resultados en lo que respecta a la actitud social del individuo común son francamente devastadores en muchos aspectos. Adorno culmina varias de las intenciones de Descartes y Kant en la figura de Sade: “…la ley está destronada y el amor, que la debía humanizar, ha quedado desenmascarado como retorno a la idolatría. No sólo el amor sexual romántico ha caído, como metafísica, bajo el veredicto de la ciencia y la industria, sino todo amor en cuanto tal, pues ante la razón ninguno es capaz de resistir: el de la mujer al marido tan poco como el del amante a la amada, el de los padres tan poco como el de los hijos. […] El amor de la mujer es revocado, al igual que el del hombre.”[1] Pero su crítica a la razón – y aquí reside precisamente su dialéctica – no es la que se formula de manera simple y sencilla, como si se tratase de una suerte de elemento aséptico del pensamiento humano. No hay vuelta atrás, esta es la situación actual. Pero ella emana de una pérdida en la confianza en el hombre, en su promesa inquebrantable, así que estamos frente a una apertura extrema de posibilidades.
En segundo y último lugar, Adorno pone un especial y agudísimo énfasis en lo que llama la naturalización de la cultura. Este concepto ha venido a ser sumamente famoso en el presente, pero tiene sus raíces en el pensamiento adorniano. En esencia, “la imagen de la naturaleza no deforme brota primariamente de la deformación como su antítesis. Dondequiera que tal naturaleza pretende ser humana, la sociedad masculina aplica con plena soberanía en las mujeres su propio correctivo, mostrándose con su restricción como un maestro riguroso. El carácter femenino es una copia del “positivo” de la dominación. Así resulta tan mala como ésta.”[2] No tendría sentido, entonces, ver al patriarcado como un sistema de intereses comunes que responde a “los patriarcas generales”. Una cosa, en sentido común, es hablar del patriarcado como la idea que se refiere a la dominación masculina en diversos campos de la vida humana, como las familias, la política y demás. Pero si el patriarcado en términos rigurosos, es decir, bajo el signo de la naturalización de todo aquello que forma parte de una estructura de relaciones sociales desiguales cuya mayor evidencia es la arbitrariedad, es concebido en su lugar como una estructura transhistórica de la dominación masculina que puede subsumir la enorme multiplicidad de mecanismos y relaciones con los que la subordinación de las mujeres ha sido históricamente asegurada bajo una sola y misma lógica, entonces estamos hablando de una noción de patriarcado claramente inadecuada. Lo que Adorno nos enseña, a la sombra de la dialéctica de la Ilustración, es que a lo sumo podemos hablar de un régimen de género particular, localizado e históricamente producido, que puede sobrevivir a través de varias modulaciones tiempo-espaciales y que aparece de formas tan diversas transversalmente tanto en modos de producción como en formaciones sociales.
[1] Horkheimer, M., y Adorno, T. W. (2005). Dialéctica de la Ilustración: Fragmentos filosóficos. (J. J. Sánchez, Trad.) Madrid: Editorial Trotta. Págs. 160-161.
[2] Adorno, T. W. (2006). Minima Moralia: Reflexiones desde la vida dañada. (J. Chamorro Mielke, Trad.) Madrid: Ediciones Akal. Pág. 100