Durante toda la historia de la humanidad la política se ha hecho a través de alianzas. Las convicciones de un grupo nunca son suficientes para hacer que estas se vuelvan realidad en la vida social. Es necesario, por ello, buscar los medios que permiten hacer que la convicción se vuelva acción. Y entre los medios más socorridos, por necesarios, por prácticos, por realistas, las alianzas se destacan.
La historia es maestra y los ejemplos son abundantes: guerras, expansiones territoriales, triunfos electorales y transiciones democráticas poseen una dosis importante de “alianzas”.
Las alianzas se pactan en sus términos. Aliarse sin pactar términos es una torpeza inmensa. Es obligación de las partes tener clara la propia postura para entonces pactar sin lastimar lo innegociable. Cuando este último factor no existe o es muy tenue, la identidad del grupo político se torna frágil y la mismísima alianza se vuelve muy vulnerable.
Las alianzas presuponen actores bien definidos, identidades claras. Las alianzas, como el matrimonio, no significan la absorción de uno de los participantes por parte de otro sino principalmente acuerdo. El acuerdo no está llamado a ser total. Más bien los acuerdos efectivos son modestos, pequeños, bien delimitados en el tiempo y realizados desde identidades mucho más amplias y ricas que el propio acuerdo.
Ahora bien, las alianzas poseen un ingrediente fundamental sin el cual se vuelven inoperantes: sectores moderados dispuestos a dialogar con los rivales, con los diferentes, con los contrincantes.
Dicho de otro modo, el principal enemigo de las alianzas – y de la política de mediano y largo plazo – son los fundamentalistas, es decir, aquellos para quienes la política se realiza bajo la ley del “todo o nada”. Al fundamentalista, las alianzas le suponen siempre promiscuidad, transigir en los principios, claudicación en los ideales. Por ello, el fundamentalista busca construir soluciones políticas no-incluyentes y prefiere crear estrategias para el dominio hegemónico, para el control total, para el carro completo.
Una parte importante de la crisis de nuestra democracia mexicana ha sido y sigue siendo la falta de alianzas y el exceso de fundamentalistas. Los principales partidos y grupos políticos no logran acordar agendas comunes ni proyectos particulares. El congreso en buena medida no aprueba reformas, aún sustantivas, a causa de la poca capacidad de los legisladores y de sus bancadas para negociar, para mirar más lejos, para ceder en algunas cosas, por el bien de México.
En el escenario actual, en el que no es claro qué partido ganará las próximas elecciones y en el que el peligro de una regresión autoritaria por vía electoral es más o menos inminente, las alianzas y los acuerdos podrían significar una vía para no ingresar en una crisis política sin precedentes. Sin embargo, los más diversos analistas coinciden en que aunque son deseables, hoy por hoy, resultan muy difíciles de realizar.
En los tres partidos más importantes, PAN, PRI y PRD, no existen suficientes perfiles moderados en los puestos-clave de decisión que pudieran discutir cómo imaginar y realizar alguna suerte de alianza, de gobierno de coalición, de pacto por la transición. Mucho menos existe la masa crítica de personas para soñar con un pacto político nacional y la convocatoria a un Congreso constituyente. La falta de acuerdos es un índice de la falta de moderados y por “moderados” no queremos decir hombres y mujeres amorfos sino personas que desde sus diversas convicciones sean capaces de un diálogo racional, razonable y respetuoso con los demás en orden a una Reforma integral del Estado mexicano.
Imaginar un gran pacto político nacional, una gran alianza de fuerzas contrapuestas en torno a una agenda básica para transformar el sistema político y no sólo el gobierno, es un sueño del todo deseable. Más aún, se vuelve muy deseable ante la posibilidad real del triunfo electoral de un Partido sobre los demás por poco margen – por menos de tres puntos- y la también muy real posibilidad de un rechazo del resultado electoral por parte de los perdedores. Imaginar un acuerdo magnánimo entre los mexicanos es soñar con el predominio de posiciones moderadas y la disminución de los maximalismos que buscan descarrilar los procesos si no resultan triunfadores.
Démonos permiso para soñar un poco en este sentido aún a costa de ser tildados de utópicos. En este caso, más vale dejarse motivar por una utopía así, que aceptar resignadamente que México como país no puede lograr acuerdos trascendentes, de mirada amplia y con perspectiva plural.