La belleza de tocar y «ser tocados» —Consideraciones sintéticas sobre los afectos “táctiles”—

Por Ramón Díaz.

 

I

Los afectos humanos constituyen un mundo muy peculiar, como lo muestra el examen de sus tipos fundamentales: el amor y el odio, la alegría y la tristeza, la complacencia y la indignación, el enternecimiento y la compasión. Por lo pronto, difieren radicalmente de la índole de los estados de ánimo, que surgen espontáneamente —pero por razones más bien causales— en el interior de los hombres.

Es un hecho, por ejemplo, que el descenso constante de la temperatura, conjugado con la falta continua de la luz solar y un ambiente levemente humedecido, nos puede llevar a “deprimirnos” (además de mantenernos por largo tiempo aletargados), mientras que el aumento considerable de la temperatura, con una exposición excesiva a la luz solar en conjunción con la falta de corrientes de aire, nos puede llevar a “enfurecernos” (además de mantenernos en inquietud permanente). Es un hecho, asimismo, que el ruido excesivo en el ambiente  —sobre todo del que es atronador o taladrante, como el de una demolición cercana, el tráfico de las avenidas transitadas o las calles llenas de negocios—  nos mantiene de alguna manera “irritables” y “malhumorados”, mientras que un ambiente apacible y relajado, enmarcado por el silencio o al menos de rumores y susurros agradables  —como el del agua entre las piedras y el del viento entre los árboles o el gorjeo de las aves y los chirridos de los insectos—  además de aquietarnos y pacificarnos nos pone de “buen ánimo”.

Pero no sólo las cosas que suceden “fuera” de nosotros alteran nuestro ánimo; también ciertas situaciones particulares en nosotros mismos cumplen un papel análogo al de la temperatura, la iluminación y el ruido. Es un hecho, por ejemplo, que dormir bien por las noches, a pierna suelta y profundamente, hace que por las mañanas nos levantemos “de buenas”, bien dispuestos y dinámicos ante cualquier empresa, mientras que dormir mal algunas noches, con intermitencia y superficialidad, nos hace amanecer al día siguiente “de malas”, además de lentos y algo torpes para cualquier cosa. Es un hecho, a su vez, que estar enfermos por mucho tiempo, encerrados en la casa y postrados en la cama, aquejados de múltiples dolencias y malestares sin término, además de ensimismados nos pone profundamente “melancólicos”, mientras que estando saludables, llenos de vigor exuberante y en medio de múltiples actividades, por lo general al aire libre o al lo menos fuera de casa, aparte de extrovertidos nos pone muy “entusiastas”.

Algo semejante puede decirse cuando estamos agotados por el exceso de trabajo, embotados por actividades de alta concentración, debilitados por ayunos frecuentes y prolongados y, todavía más, por sustancias de toda clase que introducimos en nuestro cuerpo, como bebidas embriagantes o compuestas de cafeína, el consumo de cigarrillos, la inhalación de aromas o el empleo de otros estimulantes: nuestros humores cambian en conformidad con estas causas, ya sea en forma positiva (poniéndonos “eufóricos”), ya sea en forma negativa (dejándonos “alicaídos”).

 

II

Los afectos humanos se distinguen de los estados de ánimo en razón de su estructura. Ante todo, implican una relación tanto consciente como significativa con la realidad que rodea a los hombres. De estos rasgos proviene su notoria superioridad ontológica.

Los estados de ánimo son siempre vivencias conscientes, pero no entrañan de nuestra parte una relación consciente con la causa que los produce dentro de nosotros. Justo por ello, no tenemos casi nunca una respuesta sobre el estado por el que pasamos cuando nos preguntamos a nosotros mismos o somos interrogados por otros por su evidente presencia. Sabemos que estamos deprimidos, eufóricos, irritables, airados, alicaídos, malhumorados o de buen ánimo, pero con dificultad nos enteramos “a qué se debe” que estemos deprimidos, eufóricos, irritables, airados, alicaídos, malhumorados o de buen ánimo. Sabemos que no es “por nada” la presencia de cada estado de ánimo  —pues dentro de nosotros nada ocurre por generación espontánea—  pero no atinamos a identificar con claridad la causa de su existencia; podemos conjeturar que puede deberse al cansancio o la enfermedad, al cambio del clima o la alteración del sueño. Pero, aunque llegáramos a conocer esta causa con precisión, este conocimiento en nada contribuye a la cualidad de nuestro estado de ánimo; no por ello estaremos “más” o “menos” deprimidos, eufóricos, irritables, airados, alicaídos, malhumorados o de buen ánimo; no por ello nuestro estado de ánimo será más “profundo” o “intenso”, “satisfactorio” o “edificante”. Estas variaciones están sujetas a la relación causal como tal con los agentes desencadenantes, no al conocimiento de los mismos.

Con los afectos humanos, en cambio, las cosas son muy distintas. No sólo son en sí mismas vivencias conscientes sino que también, a través de ellas, llegamos a consciencia de las cosas o de las circunstancias que los despiertan en nuestro interior. Sabemos que estamos llenos de “amor”, pero porque amamos a una persona en particular; nos damos cuenta de nuestra “alegría”, pero porque nos alegra una situación específica; descubrimos que nos inunda la “ternura”, pero porque nos enternece un detalle muy concreto; nos enteramos que estamos “indignados”, pero porque nos indigna un hecho determinado; notamos con claridad nuestra “tristeza”, pero porque nos entristece un lamentable suceso. Nuestra mente, incluso, no puede atender con diligencia a estos afectos que se despiertan dentro de nosotros sin poner la mirada, al mismo tiempo, a los objetos y los asuntos que los suscitan estando fuera de nosotros. Aun siendo nuestros y estando en nuestro interior, también están referidos y vinculados a nuestro mundo en torno, no de forma casual ni fortuita, sino esencial y necesaria.

Ahora bien, aun teniendo consciencia clara de las causas que los producen, los estados de ánimo no se despiertan en nosotros por “algo” en particular; ocurren dentro de nosotros sin un específico “por qué”. Hay, por así decirlo, “factores” precisos de su existencia  —hambre, frío, enfermedad, cansancio, ruido—  pero no “razones” significativas de su presencia. Y es justo esta carencia lo que les da a todos ellos un carácter “irracional” ante nuestra mirada, independientemente de su duración o de su imponencia. Sin embargo, nada de esto ocurre en el caso de los afectos humanos; todos ellos son “racionales” porque, en última instancia, se despiertan dentro de nosotros por poderosos “motivos”.

En efecto, que alguien se dirija hacia nosotros con una mirada especial de benevolencia nos hace amarle; que se cometa una injusticia a un conocido (o incluso un desconocido) nos indigna sobremanera; que un familiar tenga el éxito esperado en un emprendimiento nos llena de alegría; que a un vecino se le escape una oportunidad laboral nos entristece de verdad; que un amigo nos consuele en una desagracia nos conmueve profundamente; que el más pequeño de los hijos nos abrace con delicadeza o nos acaricie el rostro con finura nos enternece. Estos son los “motivos” de nuestros afectos; son las “razones” por las que surgen dentro de nosotros.

Por supuesto, todo esto sería imposible si estas cosas y circunstancias fueran meramente “neutras”, no tuviesen una cierta “importancia”, careciesen de “significación”. Pues, en última instancia, los afectos pueden considerarse como consciencia de aquello que vuelve “excelentes”, “dignas”, “preciosas”, “notables” a todas estas cosas y sucesos y esto es justamente lo que les confiere a cada uno su carácter “humano”. Pues más que la consciencia de cosas y sucesos, los afectos humanos implican la consciencia de los valores de estas cosas, la consciencia de los valores de estos sucesos. Es en virtud de estos valores como los afectos humanos surgen en nosotros; gracias a ellos, accedemos a un nuevo estrato de experiencia de nosotros mismos y de la realidad que nos rodea.

 

III

Ciertamente, para que tenga lugar la relación consciente y significativa con la realidad que rodea a los hombres, los afectos humanos requieren la colaboración de la dimensión cognoscitiva, pues a través de ella es como se alcanza la consciencia de las cosas y de las circunstancias del mundo y se llega también a la comprensión del valor de unas y otras.

La dimensión cognoscitiva es apertura a la realidad, captación de la realidad y penetración de la realidad. Gracias a lo primero, en efecto, salimos del recinto privado de nosotros mismos; en virtud de lo segundo, nos apropiamos de los seres del mundo de manera única; por obra de lo tercero, nos introducimos en la grandeza y en el misterio de cada uno. Y por esto los “sentimos”; es decir, vibramos, resonamos, consonamos por ellos; nos plegamos a y nos conformamos con ellos. En una palabra, experimentamos los afectos humanos. Esto significa que la realidad no nos afecta sólo de manera “anónima” y nosotros no reaccionamos ante ella sólo de manera “ciega”, como en cambio sucede con los estados de ánimo.

La dimensión cognoscitiva también se relaciona con los estados de ánimo, pero de manera distinta a como lo hace con los afectos humanos. Con estos últimos colabora, participa interiormente en ellos, los dirige a través de la complejidad del mundo; a los primeros, en cambio, los pone en el centro de su atención y los vuelve objeto de su reflexión. Es decir, los analiza, los desentraña, los descifra, aunque no siempre lo consiga. Se trata, en última instancia, de una relación “externa” a los estados de ánimo. Así pues, en los afectos humanos se da la “confluencia” de dos dimensiones fundamentales de nuestro ser (la cognoscitiva y la afectiva), pero en los estados de ánimo más bien se da la “aplicación” de una dimensión sobre la otra (la cognoscitiva en la afectiva).

Los actos más básicos de la dimensión cognoscitiva son los de captación. Estos implican en cierto sentido un doble movimiento: por un lado, “reciben”, porque no se dan a sí mismos sus objetos; por el otro, “aprehenden”, porque ponen de por medio una iniciativa propia. Esto sucede en los hombres por varios caminos, de acuerdo a las capacidades con las que todos están conformados: mirar, escuchar, oler, gustar, tocar. Hay, por tanto, una captación visual, una captación auditiva, una captación olfativa, una captación gustativa, una captación táctil. Por cada camino hay un conocimiento del mundo; por cada camino se alcanza una imagen del mundo. Estos actos de captación son irreductibles entre sí y la ausencia de uno de ellos es compensado por los otros, pero no sustituido.

La diversidad de los actos de captación de la dimensión cognoscitiva no es indiferente para la operación de la dimensión afectiva; en cierto sentido puede decirse que contribuyen a la constitución de afectos humanos muy específicos, de gran relevancia para la vida de todos los hombres.

 

IV

Hay algunos afectos que están vinculados a la capacidad de “mirar” que hay en los hombres. ¿Quién no se ha emocionado vigorosamente al ver ganar a su equipo favorito en una importante competencia deportiva, ya sea en el lugar de la contienda misma o a través de una transmisión televisiva? ¿Quién no se alegra en demasía al ver al amigo por algún tiempo apartado de sus ojos debido a asuntos personales? ¿Quién no se entristece terriblemente al ver las desgracias humanas en fotografías publicadas en Internet, compartidas en las redes sociales o en los periódicos que se venden en la calle?

En cambio, hay afectos que están más ligados a la capacidad de “escuchar” que tienen los hombres. Hay personas que hieren profundamente el corazón de otras personas al decir palabras desafortunadas en momentos inoportunos o circunstancias desfavorables. Hay composiciones tanto poéticas como musicales creadas por ciertos artistas que tocan íntimamente el corazón de las personas con las imágenes o metáforas que sugieren cuando se las oye por primera o por enésima vez. Asimismo, hay situaciones humanas que sacuden o derriten el corazón de algunos hombres cuando éstas llegan a sus oídos a través de relatos de otras personas.

 

V

Con todo, hay afectos  —como la ternura o la compasión, el amor o la misericordia—  que no pueden surgir en los hombres más que a través de la capacidad de “tocar” que hay en ellos. Por un lado, esta capacidad es la que permite a los hombres  —como la misma palabra lo expresa—  entrar en “con-tacto”; esto es, no sólo hallarse “uno junto al otro”, “cerca uno del otro”, sino estar ambos en “una proximidad insuperable”, de “mutua interpenetración”. Más allá de esto, por el otro, esta capacidad es la que permite a los hombres “sentir-se”, esto es, traducir su presencia recíproca en vivencias interiores, experiencias inmanentes o, dicho con otras palabras más adecuadas, en “sentimientos”.

¿Cómo hubiese podido apiadarse la virgen María de los tormentos sufridos por su hijo Jesucristo sin haberlo “estrechado” en su regazo? ¿De qué otra manera podría darse la conmiseración del padre por la abyección del hijo ingrato más que en el “abrazo” que aquél le da al regreso a casa de éste? ¿Y cómo habría podido compadecerse aquel hombre del otro hombre abandonado a la vera del camino, roto, herido, ultrajado  —tras haber sido asaltado por unos malhechores—  más que curándolo y vendándolo con sus manos? ¡Con razón el hombre repugnante a los ojos de otros hombres por su ingénita monstruosidad física experimentó amor incondicional por aquella mujer que no sólo le dio a beber agua con sus propias manos, sino además fue la única persona capaz de pasar sus delicados “dedos” por su deformado rostro!

Esta es la grandeza que tienen obras inmortales del ingenio humano como la escultura La Piedad de Miguel Ángel, las parábolas de El hijo pródigo y El buen samaritano de evangelio de Lucas y  la novela El jorobado de nuestra señora de París de Víctor Hugo, cuando se las considera desde el punto de vista afectivo. Pero también es la grandeza de las importantes obras de la solidaridad humana como los orfelinatos, los hospitales, los manicomios, las casas de asistencia, las clínicas móviles, los talleres de oficios, las escuelas, los refugios para inmigrantes que muchos erigieron generosamente al “encontrarse” por la vida con sus semejantes, “experimentando” en sus adentros sus desdichas y desgracias. Francisco de Asís, Juan Bosco, Teresa de Calcula, Damián de Molokai, Toribio de Benavente, José Moscati  —entre muchos otros que podrían mencionarse— son algunos de estos personajes que parecen como salidos de ficciones literarias, pero que pertenecen a lo más real y sólido de la historia humana.

 

VI

No es nada extraño, por tanto, que los afectos que giran en torno a la capacidad de “tocar” que hay en los hombres  —ya sea porque surgen de ella o porque se expresan a través de ella—  tengan una gran relevancia en las relaciones interpersonales.

Por ejemplo, muy difícil sería para un niño adquirir tanto confianza en la vida como una mirada positiva sobre el mundo sin las reiteradas muestras de ternura que llegan a él cotidianamente de la propia madre a través de sus “besos” y de sus “abrazos”. Muy complicado sería para una mujer asumir con paciencia y decoro las vicisitudes propias de sí misma (como la menstruación y el embarazo), de la vida matrimonial y del mundo laboral sin los “arrumacos” y las “caricias” que amorosamente le prodiga su esposo todos los días tanto en la alcoba como en la cocina, en el auto o en la vía pública. Muy arduo sería para los enfermos de los hospitales sobrellevar las penalidades de su condición sufriente sin la compasión que reciben a diario de enfermeras y familiares a través las “curaciones” de aquéllas y las “atenciones” de éstos.

Por otro lado, ¿cómo podrían salir airosos los hombres que día tras día pasan por diversas formas de vulnerabilidad y desamparo  —como la inmigración, el encarcelamiento, la ancianidad, los accidentes, la indigencia, las desgracias naturales—  sin la misericordia que hallan en un “brazo” que los sostiene, una “mano” que los saluda, un “hombro” que los apoya, un “regazo” que los acoge? ¡Incluso hasta los hombres que ya no están en este mundo porque recién han fallecido se benefician de estos peculiares afectos humanos cuando una mano piadosa les cierra los ojos y otra mano generosa amortaja sus cuerpos! Porque ni siquiera la muerte cancela la condición de personas ni impide que puedan recibirse los últimos cuidados cargados de afecto, aunque propiamente ya no puedan “sentirse”.

 

VII

La ausencia, o al menos la carencia, de afectos que nacen de la capacidad de “tocar” que hay en los hombres es, por desgracia, cada vez más común en el mundo y configura de una manera muy particular las relaciones entre todos ellos, tanto en ámbitos públicos como privados. Lo muestran fenómenos cada vez más extendidos entre las personas como la soledad y la violencia.

Por un lado, la soledad de una persona proviene de la indiferencia de otra persona, esto es, de la ausencia de afectos en el corazón de ésta para con aquella o, peor aún, de la incapacidad de esta segunda para captar afectivamente la proximidad de la primera a través de una relación táctil, cuando ambas “chocan entre sí” con fuerza o “se rozan” con frecuencia, pero no se “sienten” en lo íntimo. Por un lado, las masas de sus cuerpos los pone en la máxima cercanía que es posible a la materia pero, por el otro, no hay entre ambas partes ningún “contacto” que pueda considerarse verdaderamente humano. Por eso la soledad está a las antípodas de la “compañía”.

Quizá éste sea el drama de los hombres que ven televisión hasta altas horas de la noche; de las personas que navegan por Internet por tiempo indefinido con sus computadoras; de los individuos que vagan por las calles sin rumbo fijo hasta el aburrimiento o el cansancio; de quienes abarrotan los gimnasios, los cines, los bares, los centros comerciales, los estadios, los restaurantes, los parques sin conocerse; incluso de todos aquellos que prefieren comunicarse con sus semejantes a través de mensajes telefónicos, pero no “encontrarse” con ellos frente a frente.

La violencia, por otro lado, no es más que el maltrato que una persona inflige a otra persona a través de su cuerpo o, mejor dicho, con su falta de “tacto”. En las miradas, ciertamente, puede haber desprecio, resentimiento u odio por otras personas; en las palabras, por su parte, puede haber agresividad, humillación o mordacidad hacia otros hombres; pero es en el plano del “tacto” donde un ser humano vive la auténtica violencia por parte de otro ser humano. Ésta no proviene de la falta de sentimientos en el corazón de un hombre  —como en la soledad—  sino de la existencia en el corazón de éste de un tipo único de sentimientos: los llamados “fuertes”, “enérgicos”, “briosos”, que incitan a la competencia, a la lucha, a la revancha, incluso al castigo. Por eso la violencia desconoce todo acerca de la “delicadeza”.

Este es el drama de los niños azotados por sus padres so pretexto de modales, de las mujeres ultrajadas por sus parejas bajo la presunción de amor, de los hombres mutilados por los secuestradores para intimidar a los familiares; también de aquellas personas que son sometidas a interrogatorios policíacos para hacerles confesar delitos nimios, o que son obligadas a realizar trabajos injustos bajo condiciones indignas, o que sufren de atentados terroristas por ideologías anacrónicas, o que viven de atropellos xenofóbicos por individuos intolerantes. Quienes han vivido en orfelinatos, asilos, cárceles, manicomios, clínicas, escuelas, conventos, parroquias, cuarteles más de alguna vez han sabido de esto y guardan estos atropellos en las memorias de sus cuerpos.

 

VIII

Es factible que la crueldad hacia los animales tenga su base en la misma atrofia afectiva de la capacidad de “tocar” que aqueja a los hombres en los tiempos actuales. No sólo con los que pertenecen al lejano mundo de la naturaleza, sino especialmente con aquellos que habitan con nosotros bajo la condición de mascotas.

Tocar a los animales, abrazarlos, hacerles caricias, alisarles el pelambre, palmotearles el lomo, hacerles cosquillas en el vientre, rodar con ellos por la alfombra o el jardín de la casa, dejarlos que nos laman la cara, que nos pasen por el cuerpo sus narices frías, que se nos suban por el cuerpo, que nos mordisqueen las manos, que se echen a nuestros pies, que nos calienten con sus cuerpos cuando duermen a nuestro lado, son relaciones con los animales que no pueden dejar de tener favorables consecuencias para nuestra maduración afectiva. Con el paso del tiempo, nos encariñamos con los animales mientras ellos se vuelven nuestros fieles compañeros.

Por otro lado, aunque pueda ser significativo ver en ciertos momentos el malestar de los animales  —ya sea porque éstos se lastiman o porque la enfermedad los doblega—  y algunas veces no deja de tener su importancia escuchar el padecimiento de los animales  —sus gemidos de dolor o sus chillidos lastimeros—  no es hasta que “tocamos” sus cuerpos heridos y maltrechos con nuestras manos o “sentimos” su miembros exánimes y sus pulsos lánguidos en nuestro regazo que sabemos lo que es en verdad el sufrimiento y lo que implica solidarizarnos con ellos en razón de esto. No lesionar ni infligir dolor a los animales son “mandamientos” que aprendemos gracias al poder del tacto.

La crueldad con los animales, por su parte, atestigua un trastrocamiento de estas relaciones originarias. Por un lado, revela una ceguera estremecedora ante su dignidad viviente, que supera la cerrada inmovilidad de la materia; por otro lado, delata la presencia de un corazón endurecido, que halla placer en causar dolor o en provocar miedo. Es mucho más que una exhibición de poderío; es diferente de una sujeción tiránica: se trata, más bien, de una humanidad que se ha vaciado de ternura.