La exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como un fin nunca como un simple medio

Por José Enrique Gómez Álvarez|

 

Es curiosa la idea de amar como obligación. ¿No es acaso el amor un acto voluntario como ningún otro? No obstante, parece que la definición del amor implica un cierto deber. En ese sentido se habla del deber de amar a los hijos. Y algunos dirían que el amor incondicional de los padres significa que no es algo que debe darse. Otros podrían señalar que una entrega exagerada no es amor, porque si en la entrega renuncio a mi mismo al grado de que se subsumo al otro deja de ser amor y se vuelve codependencia.

Las aporías anteriores pienso se resuelven si se admite que el amor implica el reconocer que existe el bien, un bien reconocible por mí y por los demás. El admitir que existe una realidad que da pauta de cómo debemos ser y no sólo el mero fluir en el sentimiento anexo del enamoramiento.

Así el amar supone el reconocimiento que el Otro vale, y no que sirve. El reconocimiento del valor es el admitir la finalidad en la realidad. Cuando se está presente ante un valor lo que vemos es una paradoja: por una parte es un límite de mi razón transformadora y poseedora. El valor detiene ese impulso de dominar y transformar las objetos. Cuando contemplamos, por ejemplo, un objeto estético nos detiene el “para que sirve” y se convierte en “qué trasmite”, “qué sentido me aporta”. Las obras estéticas, así causan un freno en el tiempo, un alto al devenir cambiante. Por otra parte, llama a poseer o  hacer asequible a nosotros el valor en sí mismo.

 

Lo anterior puede ilustrarse con las reflexiones de López Quintás:

 

La persona humana se configura y desarrolla creando vínculos de diverso orden con multitud de realidades: la familia, el colegio, el pueblo, el paisaje, la tradición, las amistades, las obras culturales, la vida profesional, los valores… Esos vínculos suelen suponer un influjo mutuo y dan lugar a experiencias reversibles. Esta trama de experiencias constituye un gran campo de juego, en el cual la persona va adquiriendo un modo de ser peculiar, una «personalidad» cada vez más definida, una especie de «segunda naturaleza».   La persona humana no se reduce, por tanto, a objeto; constituye todo un campo o ámbito de realidad. Esta condición de ámbito no la presentan sólo las personas … Un piano, como mueble, es un objeto. Como instrumento, no. En cuanto mueble, se halla ahí frente a mí; puedo tocarlo, medir sus dimensiones, comprobar su peso, manejarlo a mi antojo… Como instrumento, sólo existe para mí si sé hacer juego con él… Al entrar en juego con el piano, éste deja de estar fuera de mí; se une conmigo en un mismo campo de juego; en el campo de juego artístico que es la obra interpretada. Yo no puedo hacer con el piano lo que quiero; debo atenerme a su condición peculiar y a las características de la obra que toco en él… Las realidades que no son meros objetos nos ofrecen posibilidades de juego, es decir posibilidades para actuar de manera creativa, y, en cuanto nos las ofrecen tienen cierta iniciativa, y merecen un trato respetuoso. Si no las respetamos, las rebajamos de condición, las tomamos como meros objetos. (2000:22).

 

Me parece que el amor es análogo: es reconocer el valor inconmensurable de la otra persona que me atrae “sin remedio” en dónde quiero poseer el valor, pero al reflexionar cómo es eso posible nos damos cuenta que es una entrega de libertades: no lo poseo pero sí interactúo con la persona en una suma de libertades. Lo anterior no es sólo una metáfora, sino puede traducirse a un lenguaje descriptivo: mi libertad respeta y acepta y propone al otro los modos de actualizar el valor juntos.

El amor es una interacción que no domina, sino que sólo proporciona decisiones y disposiciones para que el otro actúe perfeccionándose. Pero como las perfecciones humanas se adquieren por el ejercicio libre, no puedo imponerlas, sólo puedo proponerlas. Así el ejemplo del piano que señala Quintas puede usarse en ese sentido: las partituras son indicaciones que deben seguirse si se quiere obtener el resultado de mostrar el valor estético. La interpretación es eso, una interpretación no la resolución de la pieza. Así puede haber varias formas de interpretar, pero todas se siguen con la partitura de un modo parcialmente libre: si me alejo demasiado de sus reglas no se genera el efecto deseado, pero los matices y las variaciones de acentuación, ritmo y otros los aporta el ejecutante.

En el amor sucede algo así: hay reglas y limites: sólo puedo proponer lo que nos hacer crecer como humanos, pero la alta variabilidad de las necesidades, y de las circunstancias lo vuelve único e irrepetible. En ese sentido, las frases de “nuestro amor es único”, que a veces se escuchan  no son una mera expresión: en sentido propio cada amor es único.

Pero regresemos a lo que se planteaba al comienzo: ¿cómo puede ser el amor algo “debido”? Si el amor es un ejemplo de libertad, no puede ser forzado. No obstante creo que ya se encuentra la respuesta: el amor se circunscribe, a una naturaleza: no amamos lo que sea, sino lo que es acorde a nosotros y nosotros acorde a esa realidad. Y esa realidad al estar en una naturaleza se desenvuelve a partir de ella. Entonces ahora sí: amo libremente, pero circunscrito a respetar esa naturaleza. Ese respeto es debido, estoy obligado a respetarla, pero asumida libremente.  Ese respeto es que los seres racionales son libres y poseen así una dignidad, es decir, portadoras de un valor inconmensurable, es decir, sin precio.

En conclusión: hay un deber derivado de la naturaleza, pero las naturalezas que son libres se asumen a sí mismas y a los demás porque quieren y así se puede decir que hay un deber de amar.

 

Referencias

  • López, A. (2000). La experiencia estética fuente inagotable de formación humana. Aisthesis. Revista chilena de investigaciones estéticas, (33), 17-34.