Por José Miguel Ángeles de León[1]
Los encomios a la juventud son uno de los lugares comunes (más comunes) de nuestro acervo literario post-ilustrado. Este lugar común suele identificar juventud (o más bien “el ser joven”) con valores (tómese con sutileza esta categoría) como “vigor”, “bravura”, “frescura”, pero también con anti-valores como “impertinencia”, “imprudencia”, “ingenuidad”, “inexperiencia”. Sin embargo, pocas veces “encarnan” tales valores en personas concretas, en hombres y mujeres de carne y hueso.
Estos lugares comunes van desde las más clásicas tragedias griegas, cuyos desafortunados prot(o)agonistas (proto-agonístas, “los primeros en agonizar”) suelen tener como fatum no llegar a viejos por haber sido dotados por los dioses de un temperamento imprudente e impertinente; hasta las más gloriosas hagiografías cristianas en las que un joven inexperto y pequeño es llamado por el Señor a cumplir grandes proezas, proezas que van más allá de sus fuerzas y del entendimiento humano; pasando por hedonismos, y sobre todo, mucha mística que devino en política (parafraseando a Péguy) donde la juventud ha sido utilizada, por los viejos, como carne de cañón.
El perfecto arquetipo de esta fatal agonía juvenil es el desventurado compañero de armas del también desventurado Aquiles, Patroclo. Quien en el canto XVI de La Ilíada (La Patroclea), en un entusiasmo (un “arrebato por los dioses”), se enfunda en la armadura de su vigoroso y bravío compañero de armas semidiós y se pone, intempestivamente, al mando de los mirmidones. Patroclo entra en combate con los troyanos y es recriminado por Febo Apolo: «¡Retírate, Patroclo de jovial linaje! El hado no ha dispuesto que la ciudad de los altivos troyanos sea destruída por tu lanza, ni por Aquiles, que tanto te aventaja.»; En su entusiasmo juvenil que le hacía confiar demasiado en sí mismo, Patroclo ignora al dios troyano y continúa en el combate. Héctor, el prudentísimo héroe troyano, reconoce que no es Aquiles quien se encuentra bajo la armadura de hijo de Peleo y de Tetis y por ello se niega a luchar cuerpo a cuerpo con el farsante por considerarlo inferior (pues Patroclo era muy joven), hasta que es empujado al combate por Apolo, transfigurado en su tío Asio (quien según el Aedo era “un valiente joven domador de caballos”) y enseguida, bajo el auspicio de Apolo, Patroclo es herido y desarmado por otro joven, el dárdano Euforbo Pantoida de quien dice tragedista “(…) aventajaba a todos los de su edad en el manejo de la pica, en el arte de guiar un carro y en la veloz carrera, y la primera vez que se presentó con su carro para aprender a combatir, derribó á veinte guerreros de sus carros respectivos”. Sin embargo, así como el destino del joven e imprudente Patroclo no era tomar Troya (lo cual era un designio para su compañero Aquiles), el destino de Euforbo Pantoida no era dar muerte al precipitado compañero de armas de Aquiles. Tal designio le correspondió a Héctor. Antes de morir Patroclo advirtió a su asesino de que no era él el responsable de su muerte, sino el “hado funesto” y que él, quien ahora lo asesinaba, sería muerto por la espada de Aquiles. Y el resto de la tragedia es historia, agónica historia…
La juventud que presenta la tragedia griega es una condena determinada a priori, enmarcada por el fatum divino, en donde la libertad humana es aparente y todos los deseos y voluntades humanas son banales, pues se encuentran bajo el dominio del favor divino, lo que inevitablemente deviene en una visión del porvenir como un arduo camino que debe recorrerse a pesar de los pesares, donde se agoniza porque la vocación personal no existe, y donde por no hay lugar para espera alguna. En la tragedia griega sólo hay lugar para la desesperación. Y en tal tragedia, si bien la enllagada y supurada humanidad desea con todo su ardor ejercer su libertad, su destino, y con ello todo su ser, toda su intimidad y toda su biografía, su futuro trágico y agonizante depende completamente del capricho arbitrario de la divinidad, de una divinidad no virtuosa según el juicio humano, pero que mediante el más burdo y primitivo ejercicio del poder (el llano ejercicio de la libertad como deliberación de hacer o no) causa con toda la intensión, inclusive con toda la justicia, los peores de los dolores. De ahí que la educación agónica griega, que nada sabía de esperanza, pues la espera tenía que ver con la desilusión y con la debilidad humana (y esta no es sólo la “Paideia homérica”, sino también la estoica y la pagana que siempre ha subsistido contra las educaciones de la esperanza, y por ello aquello de la caja de Pandora), apreciara aquellas “virtudes” que exaltan, y que interpretadas en su contexto religioso (o más bien teológico, en su máxima profundidad) conducen a la resignación: la templanza (entendida como imperturbabilidad), la fortaleza (también entendida como imperturbabilidad), la justicia (fundamentada en la sabiduría infalible de los dioses, que también deviene en imperturbabilidad) y la prudencia, comprendida (muchas veces) como asumir el designio dado y el no pretender ir más allá de ello a pesar del tan “intransigente” deseo humano.
Esta racionalísima visión del porvenir humano parece ser convincente por varias razones, entre ellas el sufrimiento que produce la decepción, es decir: ver caer el deseo humano, que espera y desea sin cesar, por su propio peso. En esto la educación helénica se parece a la educación oriental: al final, el sentido de la vida está en no sufrir. Y sólo se puede evitar el sufrimiento evitando el deseo, sobre todo aquellos que sean “contrarios” a la naturaleza humana. Y por ello la gran moraleja de la vida interpretada en modo helénico, su gran “sentimiento trágico”, radica en aceptar que son los dioses, y no los hombres, quienes designan el porvenir. En las religiones orientales, si bien no se habla de dioses ni de “racionalidad” entendida como comprender y conocer “las naturalezas”, sí se habla de algo que no es el sujeto humano que va orientando los diversos acontecimientos de la vida hacia lo fatal, el karma. En fin, el espíritu joven se suele relacionar con la espera (generalmente considerada ingenua) y en las culturas (filosofías o religiones) de la desesperación la correcta educación es aquella que suprime la libertad humana, y con ella, cualquier esperanza.
En el mundo helénico fatalista, ser un hombre “bien educado” es ser, ante todo, un hombre resignado a cumplir el destino que le ha sido elegido a priori por las deidades. Lo que se pretendía educativamente en este mundo era “enderezar” a aquella juventud que sueña y “espera” y que cuyo defecto principal, generalmente acompañado de cierta arrogancia (que suele ser uno de los principales defectos de la juventud), es juzgar la vida y al mundo desde su limitada experiencia imberbe. Inevitablemente, en la literatura agónica, esto se verifica una y otra vez, y se llega a viejo, precisamente, buscando el favor de los dioses, y el principal requerimiento para conseguir tal favor “divino” es suprimir la voluntad humana. Tal es la principal “enseñanza” del estoicismo, que pasaría a la modernidad mediante el neopaganismo renacentista, filtrado ya por el estoicismo romano de Marco Aurelio, Epicteto y Séneca. Pese a toda la agonía (porque toda agonía es agónica en tanto que es y sobrevive “a pesar de los pesares”), este fatalismo algo importante le mostró al hombre de carne y hueso: que la razón entendida como la pretensión (diabólica) de querer saber o explicarlo todo, sobre todo en lo concerniente al porvenir y al paso y el sentido del tiempo y de la historia, conduce inevitablemente a la desesperación.
Dialécticamente, a partir también de la desesperación propia de una sociedad condenada al fatalismo por la crueldad de sus deidades, surge en la cultura helénica (y por lo tanto en la cultura occidental) una imperturbalidad hedonista consecuencia de la negación del destino fatal predeterminado, que era el principal fundamento de la “imperturbalidad racionalista” propia del estoicismo. Recordemos el cuádruple fármaco de Epicuro contra las desventuras de la vida: la recta opinión sobre los dioses (a los dioses no se le deben atribuir ni las dichas ni la desventuras humanas); la recta opinión sobre la muerte (cuando nosotros somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros ya no somos); la recta opinión sobre el placer (el “sobrio razonamiento que indaga las causas de toda elección y rechazo, y expulsa las opiniones por las cuales se posesiona de las almas la agitación más grande”) y la recta opinión sobre el dolor (todo dolor es temporal).
La juventud de hoy, a más de dos mil años de la postulación filosófica del epicureísmo, sumida y resignada en y a la desesperación, suele decantarse culturalmente por la versión actualizada propia de nuestro cambio de época, y tal es la versión actualizada es nuestra cultura de masas que se ha apropiado, inclusive comercialmente, del Carpe diem, herencia de Lucrecio. Esta cultura de masas del cambio de época es aquella que predica, por todos los medios posibles, que para “vivir bien” y “ser felices” sólo es preciso no pensar en el futuro y vivir el momento, porque sólo hay una vida y tal vida “debe de vivirse al cien”. La consecuencia cultural y vital de todo esto es que toda ambición humana que vaya más allá de “vivir el momento al cien” no sólo es banal y absurda, sino que también es ridícula. Ante esta cultura de masas nada es más ridículo que la esperanza, pues para ella la vida vale fragmentariamente (porque en la desesperación sólo así esta puede ser comprendida); y la biografía humana se convierte entonces en una especie de “selección de momentos relevantes”, tal como los propone Facebook, o en algo similar al criterio con el que el usuario promedio de Instagram selecciona sus publicaciones: es decir, una “biografía” (inclusive así llama Facebook a una sección de su página) en la que no hay lugar para el drama, donde no hay fracasos, ni agonía alguna. Aunque lo propio de la vida de la persona humana, y así se sigue testimoniando, sea agonizar.
El acontecimiento cristiano, entre sus muchas novedades, actualiza el porvenir humano y con ello el sentido de la vida al poner la esperanza al centro. Así, el fin de la vida humana ya no es ser un viejo sabio, sino llegar a ser santo. Y se puede llegar ser santo en cualquier edad, en cualquier circunstancia y a pesar de cualquier agonía (ya hemos dicho que lo propio de lo agónico es lo que es “a pesar de”). También el Evangelio nos habla de vaciamiento (kénosis), de simplicidad y de cuidar lo pequeño; y la imagen utilizada para tal fin es la niñez. Cuando los discípulos le preguntaron a Jesús “¿Quién es el mayor en el Reino de los Cielos”, Él llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo “Les aseguro que si no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mc 10, 15; Lc 18, 15; Mt 18, 1). La Sagrada Escritura, la vida de la Iglesia y la Comunidad de los Santos, como nos recuerda el Papa Francisco en Christus vivit está llena de jóvenes que son invitados a realizar algo grande, sostenidos en una gran esperanza y siempre auxiliados por la gracia. El Papa Francisco, cita, por ejemplo, a José, al Rey David y a Salomón. Aunque el mayor testimonio de una joven que, a pesar de su pequeñez da un sí, es María… Y tantas cosas se pueden decir al respecto de ella…
Un ideal de juventud cristiana (y también de vida agónica), que también es un grito de esperanza y por ende un antídoto contra el tedio y la desesperación sin duda es el testimonio de Santa Juana de Arco, quien fue martirizada por, y a pesar, de los “viejos” de la Iglesia, bajo juicios que la acusaban no sólo de impertinente, escandalosa y blasfema al declarar ella que “Dios la enviaba para liberar a Francia” sino que, sobre todo, la consideraban maldita, demoníaca. Dice Bernanos al respecto, que vale mucho la pena citar in extenso:
Sutil o no, el miércoles 23 de mayo, la pequeña víctima está lista, atada con tanto are, sin violencia alguna, por esas manos expertas, atentas, esas manos de clérigos casi maternales. Está lista para el verdugo, después de haber dicho todo lo que sabía, todo lo que era útil que se supiera… Entonces, así, rechazada de Dios —escandalosa, blasfema, apóstata— privada de su alma, ellos la vieron agitarse humildemente hasta el fondo de su miseria extrema. Después de tres meses en que esos hombres le enseñan pacientemente la teología, la Escritura y los Padres, ella ya sabe bastante, ya sabe demasiado como para esperar tener razón contra ellos, y además, ¿de qué le iba a servir tiene razón? Ella está maldita (…) Aunque ella, por un milagro, volviera un día a entrar en él, la seguiría en él siempre la horrenda sospecha de brujería, del trato con los ángeles malolientes. Incluso si fuera arrancada a sus jueces, y libre, ningún sacerdote informado de su pasado alzaría su sin temblar su mano consagrada para absolverla… Pero ella ya no volverá, ya no se encontrará de nuevo con los suyos (…) ¡Dios mío! Tantos obispos, tantos abades mitrados, religiosos santos, doctores de la Sorbona, reunidos para juzgar a su hijita, a su pequeña Juana… Después de todo, Dios mío, ¿quién sabe? ¿Por qué haber dejado su tierra, por qué haberse ido a recorrer sus caminos? ¡Ah! ¡Qué desgraciada! (…)
Sin embargo, pese a tal injusticia, pese a tales desgracias, Juan de Arco es santa. Charles Péguy, en El misterio de la caridad de Juana de Arco, en boca de Madame Gervaise, dice que “Todas las entidades del mundo no son más que reflejos de la santidad de Jesús”. El testimonio de Juana de Arco, más allá de presentar una injusticia generacional, muestra que en esencia, en la vigencia perenne del mensaje cristiano, es el mismo para todas las edades y tiene que ver con dejar obrar la Gracia, con no estorbar a la voluntad del Padre y con dar nuestra libertad siempre, en discernimiento constante, a su mayor gloria. La convivencia intergeneracional no es una lucha insalvable, debería ser un encuentro de experiencias y de testimonios; donde el joven es misericordioso con el viejo, a pesar de sus faltas y de sus frutos (sean muchos o pocos) y los escucha con caridad. En tal encuentro el viejo también debería ser misericordioso con el joven al escucharlo, y al comprender que la vida (con la que apenas se encuentra el joven) es ardua y compleja y que, por ende, es preciso acompañarla pacientemente, prestando consejo, cuidando los detalles en la comunicación y sobre todo sabiendo, aunque el joven lo ignore, que la vida no es una competencia.
Nuestra juventud envejece pronto porque no se acerca a los mayores por considerarlos hipócritas, por no “creer en su autoridad” y, sobre todo, por “no querer convertirse en lo que ellos son”. Al no haber comunicación intergeneracional (comunión), ni encuentro, las generaciones jóvenes pueden estar condenadas a cometer los mismos errores que sus antecesores. Aunque muchas veces esto se refuerza porque los mayores no testimonian los frutos que pregonan, y aunado a la falta de caridad de los jóvenes, esto aumenta las distancias. Y tal, quizás, sea el drama de todas las generaciones que han pasado por esta Tierra.
En Christus vivit esto se actualiza cuando el Papa Francisco afirma que es preciso arriesgarnos juntos (niños, jóvenes, adultos y ancianos) a dar amor (lo propio de los santos) pese a todas las veces que nos equivoquemos, y de la misma forma, a acompañarnos para sanar nuestras heridas. Tal posibilidad de amar, a partir de la misericordia, es el mayor reflejo de la libertad, y no hay mayor acto de amor que dejar que el otro actúe libremente, es decir “dejarlo ser”, es decir respetando la gracia del arbitrio que le ha sido dada a toda persona humana. Tal acto de amor que considera a la libertad humana como la mayor de las gracias, sólo es posible en la espera testimoniada de un amor vigente y permanente que se manifiesta en todo momento y en toda circunstancia, y que se puede constatar al contemplar la propia libertad.
Todo anciano, todo adulto maduro fue joven y por ello tienen el deber de acompañar a los jóvenes caritativamente; mientras que los jóvenes, muchas veces reacios a aceptar la autoridad de sus mayores, deben aprender a mirar con caridad a aquellos que han vivido más y que, por ende, tienen más experiencia. Esto debe de comenzar por el núcleo primero, es decir, por la familia.
Y así, ya sea desde la impertinencia de Patroclo o desde la santidad incomprendida de Juana de Arco, la perenne juventud del Evangelio invita a los jóvenes (es decir, a toda la Iglesia, pues todos somos jóvenes en la Historia de la Salvación), como dice San Ignacio de Loyola, y nos recuerda el Papa Francisco, a “no tener reservas para lo alto y grande, pero siempre cuidando lo pequeño, porque es sagrado” (Non coerceri a máximo, contineri tamen a minimo, divinum est). La juventud es aquel momento de la vida humana donde uno abandona lo pequeño, lo poco ambicioso (la verdadera vocación, que es la que viene de Dios) y se preocupa por las grandes hazañas mundanas (el éxito laboral, económico, etc.) pasiones que muchas veces lo alejan de las “grandes pasiones” (vocacionales) de la adolescencia (y sin discernimiento, ni acompañamiento, difícilmente podrá “sobrevivir a ello”), pasiones (o mejor dicho, vocaciones, que muchas veces ante el mundo son ingenuas y llenas de sentimentalismo, pero que vislumbran los motivos de la espera y por los que el camino, que recién uno comienza andar y en el que “andar hace camino”, aunque va de subida y uno va a pie, vale la pena ser recorrido (y trazado). Eduquemos a la juventud (y a toda la humanidad) para que jamás se pierda esa espera, para que tales ideales no naufraguen en el mundo de la desesperación donde no hay lugar para la gracia, que muchas veces suele manifestarse en los detalles más pequeños, y en apariencia, insignificantes. He ahí la importancia del discernimiento, e inclusive de la pertinencia actual de la Filosofía en la currícula escolar. Quizás por ello, en su lecho agónico, el cura rural de Bernanos reflexionaba “Me repito que la juventud es también un don de Dios, y como todos los dones de Dios, no cabe lamentarse por él. No son realmente jóvenes sino aquellos a quienes designa para no sobrevivir a su juventud”; y ese mismo cura rural fue quien dijo “Ser fiel a los grandes pasiones de la adolescencia o desaparecer ante ellas. Envejecer es renegarse”, y es que después de la juventud la vida continúa, pero la vocación no cambia… Porque quizás en el mundo estamos para envejecer físicamente, pero es la vocación la que nos debe conducir, mediante el vaciamiento y la simplicidad, a rejuvenecer espiritualmente.
[1] Es maestro en Filosofía por la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México. Es coordinador y profesor-investigador de la División de Filosofía del CISAV.
Referencias
Georges Bernanos: Juana, relapsa y santa. Nuevo Inicio: Granada, p. 21.