Frente a un golpe nos defendemos; frente al dolor lloramos; frente a las cicatrices nos ocultamos; frente a un grito contestamos; frente a una violación demandamos; frente a lo imperceptible nos callamos; frente a lo establecido nos inclinamos y dejamos que pase como un fantasma, una sombra traslúcida de la que difícilmente se puede hablar: una violencia inconsciente, ligera, invisible y que termina en un silencio infinito, el peor de los silencios, un silencio no forzado, sino impuesto por una situación sociocultural que aún sigue irreconocible, tanto por parte de los dominantes como por los dominados, simplemente permanece como una pulsión.
La pregunta sería si ¿se debe culpar sólo a los hombres? ¿se debe culpar a las mujeres por sumisas? si cada humano viviera de manera independiente, sólo respondiera a su razón probablemente se podría nombrar un culpable, sin embargo los comportamientos, tanto de hombres como de mujeres, responden y reflejan un momento histórico y social del que no pueden alejarse si pretenden ser integrantes de la sociedad, responden al error histórico de polarizar los sexos.
La polarización de los sexos: femenino y masculino, se ha instaurado en todas nuestras formas de relacionarnos, pero no se trata de una polarización equitativa, se establece un dominante, que en este caso fue el sexo masculino, y las mujeres nos asumimos como dominadas. Esta relación inequitativa define el comportamiento del que se es parte para crear estereotipos y roles que nos encasillan a desarrollarnos y desempeñarnos de manera diferente.
Para resolver el problema no es suficiente con instaurar programas de ayuda a las víctimas o definir claramente que es la violencia, aunque claro que ambos son parte del proceso para eliminarla, es necesario hablar y reconocerla, construirla en lo real para que se vuelva algo existente; aunque la denuncia y la narración de los eventos violentos sea tan complicado, se convierte en una obligación que terminan siendo pesadillas, paranoias y el miedo a las palabras.
Uno de los mecanismos humanos para expulsar la sorpresa, la tristeza, la ira y aquello oculto, lo que sentimos como si fuera una piedra que se mueve y crece, pero no sabemos nombrarlo o reconocerlo, es el arte: la máxima expresión humana. Este es el fundamento de porqué recurro a la literatura para hablar de “la violencia sutil”. Martha Nussbaum, hablando de Whitman, dice: “El arte literario, decía él, es «más filosófico» que la historia, porque la historia se limita a mostrar «qué sucedió» mientras que las obras literarias nos muestran «las cosas tal como podrían suceder» en la vida humana”(NUSSBAUM, 1997, 26).
La importancia de las palabras es fundamental, la importancia de escribir permite la formulación de una realidad que, muchas veces pasa desapercibida. Así lo hizo Christine de Pizan, aquella cuya pluma medieval era vista con sospecha, así lo hizo Sor Juana Inés de la Cruz con sus versos que superaron la expresión de la Nueva España, así lo hizo Jane Austen con palabras que ocultaban la sátira a la situación femenina, así lo hizo Virginia Woolf que entre ensayos y metáforas se convirtió en un símbolo de la liberación femenina. El silencio de la mujer debe desvanecerse frente a letras que griten y denuncien.