Cuando te regalan un reloj te regalan
un pequeño infierno florido, una cadena de rosas,
un calabozo de aire
Julio Cortázar
Son irrazonables, pues, los que no esperan
el tiempo de su crecimiento e imputan a Dios
la debilidad de su naturaleza
Ireneo de Lyon, Adversus Haereses, IV, 38, 4
El tiempo ha sido medido desde hace muchísimos años. Y aunque nuestra vida ocurre en el tiempo, el modo como lo experimentamos ha tomado diversas formas. De acuerdo con el artículo de Wikipedia en español sobre el “Reloj”, la clepsidra, ese mecanismo proporcional y convivencial que mide el tiempo a través del flujo regulado de algún líquido, generalmente agua, fue inventada en Egipto en la época de los Ptolomeos. Más tarde, Ctesibio y Escipión Nasica, en los siglos III y II a.C, respectivamente, perfeccionaron la herramienta. Marco Vitruvio –el archiarquitecto– en el siglo I a.C. hablaba ya de relojes de agua, de sol y de aire. Pero no fue sino hasta la Edad Media que se inventó el primer reloj mecánico. Unas versiones lo atribuyen al benedictino Gerberto y otras, en cambio, a Richard Wasigford, abad de San Albano, hacia el año de 1326. Estos relojes funcionaban ya con poleas y pesos, según los principios de la mecánica medieval, pero ya también bastante moderna: ¿qué más moderno que partir el tiempo, seccionarlo, codificarlo y medirlo según unidades abstractas? Time is money, decía el modernísimo Benjamin Franklin. La clepsidra, el reloj de arena y el reloj de sol permitían relacionarnos con el tiempo como en un continuo, un río fluyente. Por el contrario, el secundero moderno, cartesiano, nos ofrece una imagen del tiempo distinta, como si éste estuviera dividido en compartimentos estancos, separables y controlables.
El tiempo moderno es, en este sentido, un tiempo fragmentado: el instante de ahora es otro respecto del instante anterior y del posterior. La vivencia del pasado, el presente y el futuro se torna así en una vivencia espacial: atrás el pasado y el futuro adelante. El reloj moderno hace del tiempo un espacio, y así parece que el tiempo nos está continuamente devorando, pues esa recta numérica –o cíclo numérico si pensamos en un reloj de mano– es como una banda de gimnasio que corre bajo nuestros pies sin poder nosotros hacer nada al respecto más que andar. Pero a la vez vivimos, por el reloj y la representación que éste nos da del tiempo, bajo la sensación de que podemos controlar ese flujo, medirlo, organizar nuestra vida, calcular los “espacios de tiempo” entre un evento y otro, repartir tiempo a nuestras anchas y asignarle una actividad a cada fragmento resultante. Se nos ofrece así la ilusión de que somos los domadores del tiempo, sus dueños y apoderados, acreedores del devenir.
Pero al contrario de lo que podría parecer, esto no nos ha traído de ninguna manera la paz. Quizá más bien al contrario: nos ha sido regalada la facultad de angustiarnos por el paso del tiempo. Esto se debe a que el tiempo no es un objeto o una cosa que podamos controlar, comprar o vender.
Ya San Agustín había definido el pecado como la desesperación, que surge cuando pensamos que el tiempo es algo espacial. Pero el tiempo, en realidad, es la vida misma: no es algo que tengamos delante sino precisamente nuestro modo de ser. Nosotros somos tiempo. La desesperación es, así, el deseo de controlar lo que es incontrolable. Time is everything but money, dear friend.
Por eso la cita de Ireneo que he colocado como epígrafe es el diagnóstico más certero de nuestro siglo: hemos perdido la razón porque hemos perdido la paciencia, bajo la ilusión de que podemos traer el futuro al presente con el sólo deseo de nuestra voluntad, una voluntad reducida además al botón de “enviar”. Basta un leve tacto sobre una pantalla en nuestra mano para que accedamos, ilusoriamente, virtualmente, a las realidades más lejanas. Podemos ir a la Conchinchina, a la Patagonia, a Veracruz, enviar la sonda espacial Rosetta al cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko o conocer por dentro el intestino humano con el sólo roce de una pantalla táctil. O más aún, vivimos la ilusión de que podemos querer, admirar y amar a nuestros prójimos a través de mensajes de texto. Exagero, sí. Pero la ilusión ya está creada y al darnos acceso a todo, esa Modernidad nos ha robado, casi cercenado, la capacidad de la paciencia, rarísima virtud, condición fundamental de la alegría.
Podría decir sin temor a equivocarme que la alegría es lo que anhelamos toda la vida. Quizá no haya cosa mayor y más absoluta que la alegría. Pero ella no adviene a nuestras vidas ni tan pronta ni tan clara: se escabulle –gallina–, y no podemos atraparla ni retenerla. Hay dolor, y a veces el sufrimiento nos vuelca el rostro hacia el espanto y la neblina. Tal vez no haya, incluso, cosa más sombría que la conciencia de haber colaborado ya con el mal. Y ahí, entonces sí, la alegría se torna el horizonte nunca alcanzado y siempre echándose más atrás –o más adelante– por más que uno emprenda un avance. Pero esta conciencia de haber ya colaborado con el mal tiene también un tono de fortuna, pues nos avisa de nuestra verdad: nos revela el dato más originario de la experiencia de lo humano, a saber, que no somos ni Dios ni el Bien ni la Verdad. No podemos deshacer lo ya hecho: no somos señores del tiempo.
Pero el anhelo de alegría subsiste. Y si experimentamos la conciencia de nuestra colaboración con el mal como algo indeseable es precisamente porque no querríamos nunca haber hecho lo que hicimos. Hubiéramos preferido no haber actuado, no haber tenido iniciativa, no habernos atrevido a traspasar las fronteras de nuestra piel, y nunca jamás haber tocado lo que era intocable. Y adviene el arrepentimiento y con él la posibilidad de que me otorguen el perdón, que es el verdadero señor del tiempo.
Pero, ¿cómo pudo haber sucedido esto?, se pregunta el arrepentido. Aparece entonces la impaciencia como antagonista. Arrojar la paciencia fuera del alma es lo que conduce al mal, es decir, a la violencia. “El mal es violencia –señala Paul Gilbert–. Defino a la violencia por la precipitación en el tiempo y la invasión del espacio” (Metafísica. La paciencia de ser, p.24) Precipitación en el tiempo, dice Gilbert; el mal, para él, es el desembarco de nuestras tropas en el espacio y en el tiempo del otro sin autorización alguna. Aunque, claro, hay de violencias a violencias. No es lo mismo el abrazo de Acatempan que Nagasaki. Ni son lo mismo las fechorías de Don Juan que el caso de Ayotzinapa. Pero es imperativo decir que la violencia comienza ya ahí en el primer donjuanismo que, impaciente, quiere todo en un instante. Y lo repito: quiere todo en el instante. La impaciencia no está en el “todo”, sino en el “instante”. El problema de Don Juan no es haber equivocado el objeto de su deseo. Él sabía que quería el amor. El problema no estaba en desearlo todo sino en desearlo ahora. Lo quería cuando él quería. Fue incapaz de la paciencia y por eso fue violento. Haber colaborado con el mal significa haber penetrado las fronteras de la santidad de la vida del otro para anexarlas a nuestro reino propio.
La fuerza del fragmento citado de Ireneo está en que alcanza a mirar lo que la filosofía moderna en general no pudo ver, y que nuestros relojes modernos y celulares nos ocultan todo el tiempo: lo más empírico, lo más palpable y experimentable, a saber, la precariedad de la vida del ser humano, nuestra pequeñez, nuestra necesidad de madurar en la paciencia. Hemos de esperar ser alimentados y nutridos para que podamos ser dignos de la dicha.
La paciencia es por eso el movimiento, o la espera, que transforma la violencia en bondad, pues la paciencia permite que advenga al yo la posibilidad de convertirse en un espectador del mundo en la actitud de la contemplación. Contemplar quiere decir no someter al otro sino empezar a verlo como una realidad ante la cuál debo tener piedad.
Está bien decir que la filosofía nace del asombro, pero el mero asombro no basta: hay que tener virtud para mantenerlo. Don Juan se asombraba, pero no mantenía el vigor de sus asombros. Hace falta la difícil paciencia para transformar el mero asombro en su realidad más plena: la admiración.
La admiración se toma su tiempo, se trabaja. La admiración es el asentimiento sostenido ante la maravilla del otro, supera el mero estupor. Aquél que admira no envejece, y el mundo no envejece para él, y el admirado no envejece tampoco: todo es siempre nuevo ante los ojos de un admirador. Pero la admiración se monta sobre la paciencia, que al principio puede ser dolorosa, pues implica una pequeña muerte de mis movimientos y mis afectos, que quieren estallar aquí, ahora y como ellos mismos mandan. Para que el asombro se mantenga y no sea transformado en violencia á la Don Juan, ha de ser alicatado por la paciencia, que lo moldea y lo curte. Ella es la verdadera fuerza del deseo, lo que lo hace permanente y no una veleta voluble.
El reloj moderno, y no ya sólo el reloj sino el celular contemporáneo y la velocidad de nuestros sistemas, crean la ilusión de que la paciencia no es ya necesaria, pues vivimos en la cultura del asombro permanente. Es verdad: a cada instante podemos asombrarnos de un nuevo dato, de una foto del Hubble o del acceso a la intimidad de cientos de amigos. Asombro pervertido, por pasajero y mudable. Y a veces por morboso. Tan pronto levantamos un ídolo, ya estamos aburridos, lo enterramos y levantamos otro. Por eso urge entrar en la paciencia, sólo ella hace que el tiempo no sea vertiginoso sino sosegante.
Por eso la primera paciencia que ha de acontecer es la de permanecer cerca de aquellos que hacen que la espera tenga un sentido, es decir, cerca de aquellos que nos revelan que hay en nosotros un centro vital que resiste todo paso del tiempo. Por eso todo amor comienza con una promesa, quizá no dicha ni pronunciada vocalmente, pero sí manifestada en los primeros gestos y acercamientos, y es ahí cuando hay que ser pacientes, no sea que introduzcamos en la promesa su olvido: porque si atendemos bien a la vida, veremos que la fuerza de la promesa está en que da sentido al presente, y así lo llena de plenitud, pero también en que alimenta la realización de todo futuro anhelado.